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Escuela de Humanidades Carrera de Psicología LECTURAS OBLIGATORIAS CURSO DE FILOSOFIA DE LA CIENCIA

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Escuela de Humanidades

Carrera de Psicología

LECTURAS OBLIGATORIAS

CURSO DE FILOSOFIA DE LA CIENCIA

I

LECTURA OBLIGATORIA

La ciencia como objeto directo de problematización filosófica

Agazzi, E. (1978). Temas y problemas de filosofía de la física. Barcelona: Editorial Herder.

Hasta aquí hemos considerado un solo aspecto por el cual la ciencia es fuente de problemas filosóficos;

aquel que se encuentra ligado al objeto de la ciencia, o sea la naturaleza. Frente a la imagen del mundo

que la ciencia propone, tiene lugar una problematización filosófica, la cual, con una perspectiva

totalmente distinta a la de la investigación científica, no se propone tanto el conocer más o fondo, como el

conferir un sentido a aquella imagen, aceptando que el optimum del conocimiento está realizado, en cada

fase de la historia, precisamente por la ciencia de la época.

En cierto modo se puede afirmar que éste es el aspecto más fascinante y más sugestivo de la problemática

filosófica ocasionada por la ciencia. Es sin duda la que actúa más directa-mente sobre la imaginación y

sobre los sentimientos de todo hombre, los cuales de un modo u otro, ingenuamente o críticamente, a

nivel de elaboración refleja o de visión instintiva, de mito o de fe, buscan siempre conferir un sentido a su

imagen del mundo y esperan obtener de la ciencia puntos de apoyo para tales fines.

Existe sin embargo otra vertiente de la problemática filosófica de la ciencia, la cual, aunque menos

llamativa, es en realidad aquella en la cual la investigación se ha mostrado más fructífera, puesto que en la

misma se han obtenido resultados bastante seguros. Se trata de la vertiente que considera a la misma

ciencia, y no ya a la imagen científica del mundo, como objeto de la problematización filosófica. En otras

palabras, el conferimiento de sentido se refiere en este caso al modo de conocer científico y no a sus

contenidos o productos. La cuestión que se plantea aquí es «qué cosa significa» la ciencia, qué valor

tienen sus afirmaciones, cuáles son sus condiciones de existencia y de trabajo y, por tanto, qué tipo de

fundamento tienen sus enunciados, y así sucesivamente.

No es difícil distinguir claramente las dos vertientes a las que nos estamos refiriendo. Usando una

distinción acreditada por una larguísima tradición, podemos decir que mientras los problemas del tipo

considerado precedentemente equivalen en primera aproximación a problematizar la ciencia desde el

punto de vista de la filosofía de la naturaleza, los que señalamos aquí equivalen, en sentido lato, a

problematizarla desde el punto de vista de la filosofía del conocimiento. Es evidente, por tanto, que no se

precisan explicaciones detalladas, para comprender que se trata de cosas completamente distintas.

Creemos que merece alguna precisión el razonamiento respecto a la posibilidad de llevar una discusión

filosófica sobre la ciencia al ámbito de la filosofía del conocer, a la gnoseología. Existe una parte

innegable e importantísima de verdad en un tal proceder, desde el momento en que el conocer científico

es antes que nada un conocer, y por tanto el estudio del mismo entra genéricamente hablando en la

gnoseología. Podemos incluso decir más: si la llamada filosofía moderna se ha caracterizado por mucho

tiempo esencialmente como una filosofía del conocer, ello ha sido sin ninguna duda también efecto de las

dimensiones que un tal problema asumía, precisamente debido al desarrollo simultáneo de la ciencia…

. . .

No es difícil reconocer que la investigación filosófica sobre la ciencia se inscribe como ejemplo

conspicuo y casi paradigmático de la actitud, hoy tan difundida, de la filosofía considerada como análisis

(aunque en ello, como veremos, no se agotan sus posibilidades). De todos es bien conocido, y ya lo

hemos señalado precedentemente, que muchos pensadores actuales aceptan que la filosofía no tiene por

tarea el proponer una visión del mundo, ni un sentido de la vida, ni tampoco construir sistemas, ni

tampoco, en el fondo, «buscar la verdad». Según esta corriente de pensamiento, la búsqueda de la verdad

es de la competencia exclusiva de las varias ciencias, mientras que las demás tareas se consideran inútiles

o privadas de sentido. Lo que quedaría entonces para la filosofía, sería, según este modo de pensar, un

simple trabajo de clarificación conceptual, de análisis. Así, cuando se aplicara a ámbitos que

tradicionalmente han sido objeto de investigación filosófica, como es el mundo del hombre y sus

problemas, se reduciría a recalcar detalladamente, casi a guisa de comentario, las afirmaciones de alguna

de las ciencias que se ocupan hoy del hombre, como por ejemplo la psicología o la sociología. Fuera de

estos casos, la tarea de la filosofía se reduciría a un análisis del lenguaje, ya sea común, ya sea científico.

Interesa señalar aquí que esta perspectiva también se encuentra entre aquellos que no reconocen en la

filosofía un saber auténtico. De hecho, este último se daría únicamente en la ciencia, mientras que la

filosofía, por cuanto aparece como “no vacía”, investida de alguna misión, debería limitarse a una cierta

posición auxiliar: la de aclarar las condiciones en base a las cuales puede darse el saber “en otra parte”. Se

podría pensar que no hay nada incorrecto en todas estas afirmaciones y que, si la filosofía no contribuye

de un modo directo a acrecentar el volumen tangible de nuestros conocimientos, no por ello deja de

desempeñar una función de extrema importancia como es la de aclarar las ideas, lo cual es después de

todo una forma de conocimiento o de incremento de mejora de nuestros conocimientos. Es verdad que el

conocimiento científico se presenta así en primer plano, poniéndose en contacto con los objetos del

conocimiento y proporcionando nociones verdaderas y propias, mientras las reflexiones filosóficas

aparecen en segundo plano respecto a las mismas. Sin embargo, ello no significa en ningún modo que

estas últimas sean de importancia secundaria, a no ser para aquellos que consideran las ideas como algo

secundario.

No obstante la exactitud de estas observaciones, las mismas no pueden eliminar una duda fundamental. Si

la filosofía cuando toma contacto con la ciencia se reduce a un puro análisis del conocer científico, si la

misma se convierte en una metodología de la ciencia, entonces resulta sustancialmente un discurso

contenido en el mismo ámbito de la ciencia, es decir, desaparece como tal filosofía. Sin embargo ello no

es así porque de hecho un razonamiento de metodología científica es, de un modo riguroso, algo que tiene

por objeto la ciencia, o una ciencia y sus proposiciones, pero no forma parte de un modo verdadero y

propio de ninguna ciencia determinada. Además son los mismos científicos los que establecen, a lo largo

del recorrido histórico de sus ciencias, las características de su elección metodológica, porque ello

equivale a fin de cuentas a explicitar sus mismos instrumentos de trabajo, a esclarecer orgánicamente y

conscientemente aquello que constituye su oficio de cada día.

Por tanto, si la filosofía de la ciencia se redujera a ello sería, en el fondo, poca cosa, y no es evidente que

pudiera continuar llamándose “filosofía”. Después de todo constituiría una tarea propia de los científicos,

y el pretender quitársela sería algo así como pretender que no son capaces de darse exactamente cuenta de

lo que hacen cuando promueven el progreso de la ciencia, lo cual sería bastante extraño e incluso

presuntuoso por parte de los filósofos. Por el contrario, la razón por la cual la epistemología es

particularmente importante es que la misma contiene alguna diferencia respecto a la ciencia de la cual se

ocupa. Sólo de este modo se alcanza a comprender una afirmación de Einstein según la cual «la ciencia

sin epistemología, si es que puede ser concebida, es primitiva e informe»15, frase que no tendría sentido

si la epistemología formara parte de la misma ciencia.

Una vez entendidas las insuficiencias inherentes a toda concepción de la epistemología como simple

metodología de la ciencia, queda por individuar qué cosa puede proponerse más allá del propósito de

describir y esclarecer lo que ocurre en el transcurso de la construcción de la ciencia. La respuesta a este

interrogante proviene de una reflexión consciente respecto al modo mediante el cual se elaboran de hecho

los más conspicuos ejemplos de investigación filosófica respecto a la ciencia. Incluso si una buena parte

del trabajo que se efectúa en el campo de la epistemología es innegablemente de naturaleza analítica,

subsiste todavía, cuando es auténtica, una característica precisa capaz de conferir un aire filosófico a este

análisis: la consideración del punta de vista del fundamento. Existen, desde luego, investigaciones que se

califican de epistemológicas, y que no tienen este planteamiento. En todo caso parecería más adecuado

reconocer que las mismas constituyen un precioso trabajo preparatorio para la verdadera investigación

epistemológica, la cual se alimenta sin duda de minuciosos y rigurosos análisis, pero no se agota en los

mismos. El verdadero interés de la epistemología no es tanto el de describir como el de fundar o, mejor, el

de buscar el fundamento de la estructura metodológica de las ciencias; y esta búsqueda es precisamente,

como ya se ha visto de un modo más bien superficial al principio del parágrafo precedente, una de las

muchas maneras equivalentes mediante las cuales se puede caracterizar adecuadamente la actitud

filosófica.

Quizás pueda ser útil exponer un ejemplo sencillo. Una investigación puramente metodológica respecto a

la matemática podría considerarse satisfecha cuando hubiera revelado y aclarado en todos sus detalles

necesarios el modo como, moderadamente, las varias ramas de esta ciencia proceden según el método

axiomático y hubiese analizado exhaustivamente en qué consiste el mismo. La investigación

epistemológica, sin embargo, no se detiene aquí, sino que pretende establecer qué significa, qué es y lo

que implica para la matemática un tal modo de proceder, y hasta qué punto se ha eliminado

verdaderamente el recurso a la intuición. Considera también qué problemas suscita todo ello para la

coherencia y plenitud del método, qué respuesta se puede dar a tales problemas y en última instancia qué

grado de fundamentación (o por lo menos qué tipo de fundamento) posee un saber organizado de este

modo.

Obviamente puede repetirse un razonamiento análogo para cualquier otra ciencia, y ésta es precisamente

la razón por la cual el discurso epistemológico pertenece a la filosofía y no a la ciencia. Esto no significa

que su realización esté vedada a los científicos, sino que no es de la competencia de su ciencia, y en el

fondo no es ni tan siquiera de gran necesidad en el interior de la misma; el científico que la practica en

realidad está haciendo, aunque sea ocasionalmente, filosofía.

Pero hay todavía algo más. La ciencia no surge de la nada e incluso cuando cree que trabaja con

instrumentos a los que se puede considerar puros, en realidad los mismos están integrados en perspectivas

conceptuales más o menos escondidas, y si estas perspectivas son suficientemente remotas la metodología

de la ciencia no se ocupa de ellas. Para enunciar un solo ejemplo, el mismo concepto de experiencia que

se emplea corrientemente en la ciencia, no corresponde a la noción de la experiencia pura, o sea la simple

presencia de los datos, sino que está integrado en la noción de una naturaleza que se manifiesta a través de

ellos y de una pluralidad de sujetos que la reciben. Estas distintas integraciones, que se presentan

profusamente en un análisis metodológico puro, forman parte del ámbito específico de una investigación

respecto a los fundamentos, en la medida en que pueden ilustrar el tipo de validez, de «fundamentos»

precisamente, que tienen ciertas proposiciones, o incluso todas las proposiciones de una determinada

ciencia. Por otra parte son precisamente investigaciones de este tipo las que se sitúan en un punto de vista

de integridad o de totalidad, de manera que revelan exactamente los confines dentro de los cuales se

mueven las ciencias particulares, y también este tipo de consideraciones corresponden, una vez más, a una

actitud filosófica y no científica.

Por otra parte es preciso tener en cuenta que, aun cuando se trate de una actitud filosófica, no es extraña a

la misma práctica de la ciencia, por cuanto, influye ampliamente en el modo según el cual cada científico

sitúa concretamente y realiza su investigación científica.

Esta circunstancia debe ser más subrayada todavía en la actualidad, puesto que se da el caso de que los

científicos creen poder hacer ciencia sin preocuparse de la filosofía y en ello cifran su mérito.

Si, por el contrario, se considera con detalle la realidad de las cosas, se patentiza fácilmente que esta

pretensión a hacer ciencia sin ayuda de la filosofía se reduce casi siempre a aceptar la máxima de dejarse

guiar sólo por consideraciones experimentales, lo cual, por otra parte, no es otra cosa que un

pronunciamiento de una cierta filosofía empirista muy simplificada y nada rigurosa, pero seguida de un

modo efectivo aunque inconsciente. Resulta entonces que, por la misma inconsciencia de la adhesión, ésta

puede convertirse fácilmente en un dogmatismo. ¿Por qué motivo habría que dejarse guiar por puras

consideraciones experimentales? ¿Por qué no guiarse por puros argumentos teóricos o por una oportuna

colaboración entre ambos puntos de vista?

Aunque un científico se niegue a responder a estas preguntas, no deja con ello de adherirse a una tesis

filosófica, sino que en realidad se adhiere sin filosofar y con ello lleva a cabo una elección dogmática e

irracional. Si, por el contrario, intenta responder a esta pregunta, entonces se esfuerza en proporcionar un

“fundamento” a su elección y por tanto hace filosofía explícitamente.

Sería mucho más acertado que los científicos, en lugar de ilusionarse creyendo que pueden prescindir de

tomar posiciones filosóficas, reconocieran que el mal no está en aceptar una filosofía, lo cual es

inevitable, sino en el tener una filosofía implícita e inconsciente. Así cada uno debería esforzarse en

comprender cuál es su propia filosofía respecto a la ciencia, buscando fundamentarla críticamente y

determinando eventual-mente qué posibles conceptos preconstituidos podría introducir la misma en su

investigación.

Lejos de aportar confusiones inútiles a la ciencia, las discusiones filosóficas, con tal que estén conducidas

con seriedad y competencia, no pueden hacer otra cosa que ayudar a despejar confusiones, las cuales muy

frecuentemente nacen del hecho de que todos tenemos ideas filosóficas sin advertir que son,

precisamente.

II

LECTURA OBLIGATORIA

Los fabricantes de paradojas

Sagan, C. (1981). El cerebro de Broca. Barcelona: Editorial Grijalbo

Proyección astral

Consideremos el fenómeno usualmente denominado proyección astral. Bajo los efectos de un éxtasis

religioso, un sueño hipnótico o, en algunos casos, de determinados alucinógenos, ciertos individuos

indican haber experimentado la sensación de abandonar su cuerpo, flotar sin el menor esfuerzo hacia

cualquier punto de la habitación (por lo general, el techo) y permanecer allí sin reintegrarse a su sostén

corporal hasta una vez finalizada la experiencia. Si realmente puede suceder algo de este tipo, se trata de

un fenómeno de enorme importancia, pues trae implícitas una serie de consecuencias sobre la naturaleza

de la personalidad humana e incluso sobre la posibilidad de «vida tras la muerte». Algunos individuos que

se han visto muy cerca de la muerte, o que tras ser declarados clínicamente muertos han vuelto a la vida,

han hablado de sensaciones muy similares. Pero hablar de una determinada sensación no significa que

haya existido tal como se explica. Por ejemplo, puede darse el caso de que alguna sensación, que nada

tiene de extraordinario, o alguna conexión defectuosa dentro del circuito neuroanatómico humano

provoquen bajo ciertas circunstancias la ilusión de haber experimentado una proyección astral.

Hay una forma muy sencilla de verificar la existencia de una proyección astral. Se le pide a un amigo que,

en nuestra ausencia, coloque un libro en algún elevado e inaccesible estante de la librería, de modo que no

sea posible ver su título. Si creemos experimentar una experiencia proyectiva, flotemos hasta la parte alta

de la habitación y entonces podremos leer el título del libro en cuestión. Cuando nuestro cuerpo vuelva al

estado normal de vigilia y podamos indicar correctamente lo leído, tendremos prueba fehaciente de la

realidad física de la proyección astral. Desde luego, no debe existir ningún otro posible medio de conocer

el título del libro, como por ejemplo entrar solapadamente en la habitación cuando nadie nos observe o

recabar información de nuestro amigo o cualquier otra persona enterada del asunto. Para evitar esta última

posibilidad, el experimento debe efectuarse «doblemente a ciegas», es decir, que la selección y ubicación

del libro debe hacerla alguien a quien no conozcamos y que a su vez no nos conozca en absoluto, y ésta

será precisamente la persona encargada de juzgar si nuestra respuesta es correcta. Por cuanto conozco,

jamás se ha registrado una experiencia de proyección astral bajo las premisas de control reseñadas y con

la supervisión de gentes escépticas ante el supuesto fenómeno. Por tanto, a pesar de que no deba excluirse

a priori la proyección astral, concluyo que existen muy escasas razones para creer en ella. Por otro lado,

Ian Stevenson, psiquiatra de la Universidad de Virginia, ha reunido algunas pruebas de que en la India y

el Próximo Oriente algunos muchachos relatan con todo lujo de detalles una vida anterior transcurrida a

considerable distancia de su actual domicilio y en un lugar que jamás han visitado, y que ulteriores

investigaciones vienen a demostrar que los datos de alguien recién fallecido allí se ajustan a la perfección

con la descripción del muchacho. Sin embargo, no se trata de experimentos bajo control, y siempre cabe

la posibilidad de que el muchacho haya oído por casualidad o recibido directamente informaciones que el

investigador desconoce. Con todo, el trabajo de Stevenson es probablemente la más interesante de las

investigaciones contemporáneas sobre «percepción extrasensorial».

Espiritismo

En 1848 vivían en el estado de Nueva York dos muchachitas, Margaret y Kate Fox, de las que se

contaban, maravillosas historias. En presencia de las hermanas Fox podían oírse misteriosos ruidos

acompasados que, con más atención, resultaban ser mensajes codificados procedentes del mundo de los

espíritus; pregúntesele algo al espíritu: un golpe significa no, tres golpes significa sí. Las hermanas Fox

causaron sensación, emprendieron giras por toda la nación organizadas por su hermana mayor y se

convirtieron en centro de atención de una serie de intelectuales y literatos europeos, como por ejemplo

Elizabeth Barrett Browning. Las «exhibiciones» de las hermanas Fox constituyen la fuente del espiritismo

moderno, según el cual, gracias a un especial esfuerzo de la voluntad, unos pocos individuos atesoran el

don de comunicarse con los espíritus de personas ya fallecidas. Los compinches de Keene tienen una

deuda impagable con las hermanas Fox.

Cuarenta años después de las primeras “exhibiciones”, desasosegada consigo misma, Margaret Fox

redactó una confesión firmada. Los golpes se producían, mientras permanecían de pie sin esfuerzo ni

movimiento aparentes, chasqueando las articulaciones de los dedos de los pies o de los tobillos, de modo

muy similar a como se produce un crujido con los nudillos. “Y así fue como empezamos. Primero, como

un simple truco para asustar a nuestra madre, pero luego, cuando empezó a visitarnos mucha gente,

fuimos nosotras mismas las atemorizadas, y nos vimos forzadas a continuar con el engaño para

protegernos. Nadie podía pensar en un truco ya que éramos demasiado niñas para que se nos ocurriese tal

cosa. Actuamos como lo hicimos bajo el estímulo intencionado de nuestra hermana mayor y el

inconsciente demuestra madre”. La hermana mayor, encargada de organizar las giras, parece haber sido

siempre plenamente consciente del fraude. Su motivación para mantenerlo, el dinero.

El aspecto más instructivo del caso Fox no es que se con-siguiera embaucar a tanta gente, sino que tras

confesar el engaño, después de que Margaret Fox hiciera una demostración pública en el escenario de un

teatro neoyorquino de su “preternatural dedo gordo del pie”, muchos fueron los engañados que se negaron

a admitir la existencia de fraude. Sostenían que Margaret se había visto forzada a confesar bajo» la

presión de alguna Inquisición de sesgo racionalista. La gente raramente agradece que se le demuestre

abiertamente su credulidad.

Hans el listo, el caballo matemático

A comienzos del presente siglo existió en Alemania un caballo que podía leer, efectuar operaciones

matemáticas y mostrar un profundo conocimiento de los asuntos políticos mundiales. O así parecía. El

caballo era conocido por Hans el Listo. Era propiedad de Wilhelm von Osten, un anciano berlinés que,

según opinión generalizada, era incapaz de verse involucrado en el menor fraude. Delegaciones de

eminentes científicos examinaron la maravilla equina y la consideraron auténtica. Hans respondía a los

problemas matemáticos que se le planteaban golpeando el suelo con una de sus patas delanteras, y a las

cuestiones de otro orden cabeceando de arriba abajo o de un lado a otro, según es costumbre entre los

occidentales. Por ejemplo, si alguien le decía, “Hans, ¿cuál es el doble de la raíz cuadrada de nueve,

menos uno?”, tras una breve pausa, sumisamente, levantaba su pata delantera derecha y golpeaba cinco

veces el suelo. “¿Es Moscú la capital de Rusia?” Agitaba la cabeza a derecha e izquierda. “¿Acaso es San

Petersburgo?” Asentimiento.

La Academia Prusiana de las Ciencias nombró una comisión, encabezada por Oskar Pfungst, para

examinar la cuestión más de cerca. Osten, quien creía fervientemente en los poderes y capacidades de

Hans, aceptó encantado la investigación. Pfungst no tardó en detectar una serie de interesantes

irregularidades. Cuanto más difícil era la pregunta, más tardaba Hans en responder; cuando Osten no

conocía la respuesta, Hans mostraba pareja ignorancia; cuando Osten estaba fuera de la habitación o

cuando se le vendaban los ojos a Hans, las respuestas ofrecidas por el caballo eran erróneas. Sin embargo,

en ciertas ocasiones Hans podía ofrecer respuestas correctas a pesar de hallarse en un medio que le era

extraño, rodeado de observadores escépticos y con Osten, su dueño, no sólo fuera del recinto, sino incluso

de la ciudad. Finalmente se vislumbró la solución al enigma. Cuando se le planteaba a Hans un problema

matemático, Osten se ponía ligeramente tenso por miedo a que Hans no golpease el suficiente número de

veces. Por el contrario, cuando Hans terminaba de dar el número de golpes preciso, de forma inconsciente

e imperceptible Osten inclinaba su cabeza en señal de asentimiento o se relajaba de la tensión mantenida.

Su distensión era virtualmente imperceptible para cualquier observador humano, pero no para Hans, que

era premiado con un terrón de azúcar por cada respuesta correcta. Además, no pocos observadores que se

mostraban escépticos ante las habilidades de Hans fijaban sus ojos en las patas delanteras desde el

momento mismo en que acababa de ser formulada la pregunta y modificaban sensiblemente su postura o

gestos cuando el caballo llegaba a la respuesta correcta. Hans nada sabía de matemáticas, pero era

extremadamente sensible a toda señal inconsciente no verbalizada. Y de orden similar eran los signos que

imperceptiblemente se le transmitían al caballo cuando la pregunta no era matemática. A decir verdad, el

apodo de Listo se adaptaba perfectamente a Hans. Era un caballo condicionado por un ser humano y que

había descubierto que otros seres humanos que jamás había visto antes también le podían proporcionar las

indicaciones que precisaba. Pero a pesar de la falta total de ambigüedad de la solución ofrecida por

Pfungst, historias similares de caballos, cerdos o patos sabios que entienden de aritmética, saben leer o

poseen conocimientos políticos han seguido impregnando la credulidad de muchas naciones.

Sueños premonitorios

Uno de los fenómenos aparentemente más asombrosos de la percepción extrasensorial son las

experiencias premonitorias, aquellas en las que una persona tiene una percepción clara y precisa de un

desastre inminente, la muerte de un ser amado o el establecimiento de comunicación con un amigo

desaparecido mucho tiempo atrás, y que tras tenerla se produce el evento intuido. Muchas de las personas

que han tenido tal tipo de experiencias señalan que la intensidad emocional de la premonición y su

subsiguiente verificación provocan una abrumadora sensación de estar en contacto con otro ámbito de

realidad. He tenido oportunidad de experimentar por mí mismo una de tales premoniciones. Hace ya

muchos años me desperté de repente bañado por un sudor frío y con la certidumbre de que un pariente

cercano acababa de morir en aquel momento. Me sentí tan impresionado por la obsesionante intensidad de

la experiencia que temí poner una conferencia telefónica no fuera el caso que mi allegado tropezara con el

hilo telefónico, o algo por el estilo, y convirtiera la premonición en profecía plenamente cumplida. El

familiar en cuestión vive y goza de buena salud, y sean cuales fueren las raíces psicológicas de la

experiencia, lo cierto es que no era un reflejo de un suceso que acabara de producirse en el mundo real.

No obstante, supongamos que el pariente hubiera efectivamente fallecido esa noche. Creo que hubiera

sido difícil convencerme de que era una mera coincidencia. Si cada americano tiene experiencias

premonitorias de este tipo unas pocas veces a lo largo de su vida, es inmediato concluir que un simple

registro estadístico de las mismas dará lugar a que cada año se produzcan algunos acontecimientos

premonitorios aparentes en América. Quizá se desprenda de nuestro registro que tales sucesos pueden

ocurrir con bastante frecuencia, pero para la persona que sueñe un desastre que venga inmediatamente

confirmado por la realidad el hecho es misterioso y le produce un temor reverencial. Quizá tales

coincidencias se le presenten a alguien cada varios meses, pero es más que comprensible que quien viva

las premoniciones convertidas en realidad se resistirá a explicarlas como simples coincidencias.

Tras vivir mi experiencia no escribí ninguna carta a un instituto de parapsicología relatando haber tenido

un sueño premonitorio que no se vio conformado por la realidad. No era algo susceptible de merecer un

registro. Pero si la muerte que había soñado se hubiese producido efectivamente, la hipotética carta habría

pasado a convertirse en prueba a favor de la pre-monición. Los éxitos se registran, mientras que los

errores no. Aunque sea inconscientemente, la naturaleza humana conspira para producir un registro

sesgado de la frecuencia con que se produce tal tipo de eventos.

III

LECTURA OBLIGATORIA

Teoría y experiencia

Bunge, M. (1985). Teoría y Realidad. Barcelona: Editorial Ariel.

Toda teoría científica de alto nivel se halla sometida a cuatro baterías de pruebas: empíricas, interteóricas,

metateóricas y filosóficas. Es cierto que sólo la necesidad de las primeras se admite corrientemente y que

ni siquiera la naturaleza de esas pruebas ha sido bien esclarecida: en efecto, se las presenta de ordinario

como una simple confrontación de las previsiones teóricas con los datos empíricos, sin comprender que

éstos, a su vez, dependen de otras teorías. En cuanto a las pruebas interteóricas, consisten en el examen de

la compatibilidad de la teoría en juego con el resto del saber científico a fin de asegurar su coherencia

global. Que esta coherencia externa sea tan importante como la coherencia interna y el apoyo de la

experiencia nueva, es cosa bien sabida por los físicos, quienes utilizan diversos «principios de

correspondencia». Sin embargo, apenas figura en los tratamientos de la verificación, habitualmente

considerada como cuestión puramente empírica. El tercer examen, el de naturaleza metateórica, hace

referencia a diversos caracteres formales, tales como la ausencia de contradicción, y semánticos, tales

como la posibilidad de una interpretación en términos empíricos (habitualmente con la ayuda de otras

teorías). Finalmente el prurito de respetabilidad filosófica no es menor: en particular habrá que sospechar

de toda teoría que no esté de acuerdo con la metafísica dominante en los círculos científicos: por ejemplo,

habrá que rechazar una psicología que no deje lugar a los procesos orgánicos. Consideremos todo esto

más de cerca dejando de lado detalles y explicaciones, tratados en otra parte.

Los análisis no-empíricos

Mucho antes de elaborar el plan de una contrastación empírica, hay que preguntarse si la teoría es

«razonable» y «verosímil»: si está bien construida, si no contradice todo lo que se cree saber (coherencia

externa) y si no postula entidades metafísicas indeseables tales como el élan vital. Así, una teoría de los

neutrones que postule de éstos que son a la vez puntuales y extensos, deberá ser rechazada por su

incoherencia; si postula que los neutrones poseen la facultad de la libre decisión, habrá que rechazarla

como incompatible con la psicología; y si supone que los neutrones no tienen existencia autónoma sino

que son abreviaturas prácticas de ciertos datos experimentales, la teoría deberá descartarse por

incompatibilidad con la filosofía realista subyacente a la investigación científica (aunque los mismos

investigadores escapen en ocasiones a ella).

¿Para qué esos exámenes no-empíricos antes incluso de la investigación empírica? En primer lugar, por el

prurito de claridad y sistema: queremos tener un edificio bien ordenado (un sistema hipotético-deductivo),

más bien que un montón caótico de fórmulas pues queremos comprender y explotar la lógica y la

matemática. En segundo lugar, por el prurito de coherencia global, la cual multiplica el número y la

variedad de apoyos de toda clase. Así el psicólogo que estudia la memoria como un proceso orgánico

otorga una confianza a la biología molecular, la cual se apoya, a su vez, en la química, descansando ésta

en la física, que hace uso de la matemática y englobando ésta la lógica. Introdúzcase la contradicción en

cualquier punto de esta cadena y tendremos la fragmentación así como la falta de mutuo apoyo y

profundidad. Ese mismo deseo de coherencia global nos empuja a buscar la compatibilidad con nuestra

filosofía, así como a reformar la filosofía a fin de ponerla de acuerdo con la ciencia.

Ciertamente, no siempre se hacen tales análisis de manera explícita, detallada y consistente. Con todo,

ninguna teoría se pasa sin ellos y ninguna debería pasarse por cuanto indican si vale la pena llevar a cabo

las contrastaciones empíricas y porque (particularmente los análisis interteóricos) pueden incluso sugerir

contrastaciones empíricas. Si no siempre se los menciona es por pudor filosófico: porque la filosofía

declarada de los sabios es el empirismo, aunque la traicionan desde que empiezan a construir y aplicar las

teorías a la planificación de las experiencias, pues toda teoría es un conjunto infinito (y ordenado) de

proposiciones que rebasa la experiencia.

La preparación de la contrastación empírica

Creemos saber cómo someter una teoría científica a la experiencia: desgajamos algunas consecuencias de

las hipótesis básicas y planificamos y llevamos a cabo observaciones pertinentes a esos teoremas. Pero

esto es demasiado simple para ser verdadero. La deducción de las consecuencias verificables comporta

siempre, la adición de hipótesis suplementarias que van más allá de la teoría en cuestión, y por

consiguiente la ponen en peligro al tiempo que la salvan del aislamiento en relación con la experiencia.

Esas suposiciones se relacionan en parte con las particularidades del objeto concreto al que se refiere la

teoría: diseñan un modelo teorético del mismo compatible con la teoría, pero que no forma parte de los

postulados generales de la teoría.3 Así, en la teoría electro-magnética, para calcular la forma y potencia

de las ondas emitidas por un poste emisor, habrá que comenzar imaginando un modelo teorético de las

antenas. A esta simplificación podrán agregarse simplificaciones en las soluciones e incluso en las

ecuaciones básicas.

En resumen, aquello que se elige para someter a la contrastación empírica, no es la teoría toda, entera y

pura, sino un reducido conjuntó de teoremas obtenidos con la ayuda de la teoría, enriquecida por algunas

hipótesis suplementarias y empobrecida por algunas simplificaciones. El conjunto de fórmulas que así se

obtiene no sólo es finito sino, en parte también, ajeno a la teoría ya que comporta hipótesis

suplementarias. Denominando T1 a la teoría en cuestión y S1 al conjunto de hipótesis y simplificaciones

introducidas durante el trabajo de deducción se tiene: T1, S1 ⱶ T'1. Del resultado de T'1 se sacarán

conclusiones sobre el valor de T1. S1 puede arruinar a T1, pero sin S1, no hay T'1 y por consiguiente

tampoco contrastaciones empíricas.

. . .

El encuentro de la teoría y la experiencia

Nuestra tarea ahora es poner E* frente a frente con T* a fin de evaluar T1. Se recordará que T* es una

muestra finita, deformada e interpretada de T1 y que, de la misma manera, E* es una muestra, elaborada

con la ayuda de conocimientos teóricos, de todo el conjunto de experiencias posibles. No deberemos

sorprendernos si la determinación del valor de verdad de T1 no es asunto fácil.

Evidentemente, sólo hay dos casos posibles: o bien E* es pertinente para T* o no lo es. Supongamos que

lo sea, porque en caso distinto será necesario replanificar la prueba. Si E* es pertinente para T* o entonces

los dos concuerdan razonablemente bien o no armonizan. En el primer caso, habrá que concluir que E*

confirma T1 en el dominio explorado, sin en todo caso, verificarla definitivamente. Habrá que esperar a

que un nuevo conjunto de datos, sea en el mismo dominio, sea en otro distinto, pueda refutar T1.

Pero si E* está en desacuerdo con T*, es decir si E* contiene un subconjunto de casos negativos, habrá

dos posibilidades, o rechazar T1, o rechazar E’*. La decisión dependerá del apoyo que T1y E'* puedan

encontrar en otra parte, es decir, más allá de los nuevos datos. Si las contrastaciones empíricas negativas

E' no son firmes —sea por debilidad de la teoría auxiliar Ti, sea por la probable presencia de errores

sistemáticos en la experiencia— entonces se deberá replanificar o por lo menos repetir las operaciones

empíricas. En todo caso, se deberá suspender el juicio sobre T1.

Sólo si las pruebas negativas E'* son firmemente sostenidas por el contexto teorético de T2, deberá

rechazarse T*. Pero la negación de T* no entraña la negación de T1, ya que T* se ha obtenido con la

ayuda de T1 y de otras varias premisas, en particular S1, I1, y E1. Se trata, pues, de encontrar a los

culpables. Esta investigación es difícil pero posible.

Dos casos pueden presentarse: o bien T1 es prestigiosa, o bien no ha prestado aún buenos servicios. En el

primer caso, se sospechará ya de las suposiciones S1 que constituyen el modelo de la cosa que se estudia,

ya de las leyes-puente I1, ya de los datos E1. Se los examinará críticamente sometiéndolos en ocasiones a

contrastaciones empíricas independientes. Se modificarán luego o reemplazarán los componentes que no

marchen, hasta obtener un acuerdo razonable, si bien temporal, entre una nueva T* compatible con T1 y

E*. Si el caso fracasa se declarará falsa Ti en el dominio que acaba de ser explorado, aunque pueda ser

aproximadamente verdadera en otros dominios.

Si por el contrario, T1 es nueva, entonces todas las premisas que implican T* deberán ser criticadas paso a

paso. Las premisas menos seguras son habitualmente los axiomas de T1 y las hipótesis suplementarias Si,

lo que no excluye las presuposiciones genéricas de T1, tal como la teoría del tiempo que presupone T1.

Para mejor reconocer las partes responsables en el fracaso será conveniente axiomatizar la teoría. Esta

axiomatización, al mostrar las presuposiciones genéricas y las hipótesis específicas de T1, facilitará el

registro e impedirá la huida de los culpables.

El primer paso en esta persecución será tratar de aislar las premisas más sospechosas, que serán las más

específicas, al separar los miembros de T* que dependen de ella, de aquellos que son independientes, y al

poner en relación con los “datos” empíricos las consecuencias de las hipótesis de que se sospecha. Si se

triunfa en la captura de los culpables, el segundo paso consistirá en reemplazarlos o en dejarlos caer,

produciendo una nueva teoría que no difiera de la anterior. Se procederá de esta manera hasta obtener un

acuerdo razonable con E*. De fracasar el caso, se abandonará completamente T1, salvando quizás algunos

fragmentos; pero se podrá esperar incluso a un cambio de perspectiva.

El procedimiento de verificación —más bien de contrastación— es pues, gradual. La confirmación o la

refutación de una teoría no son tan directas como en el caso de una hipótesis aislada. Se acumularán

pruebas favorables o/y desfavorables a la teoría, sin que lleguen a ser definitivas, tanto para la aceptación

como para el rechazo de la teoría en su conjunto: ninguna teoría que haya triunfado en los exámenes no

empíricos es enteramente falsa, y ninguna que haya triunfado en todos los exámenes puede considerarse

verdadera. Eso debería bastar, pues la ciencia no tiene necesidad de certidumbre definitiva, sino

solamente de corregibilidad.

IV

LECTURA OBLIGATORIA

¿A qué se llama “Realidad”? ¿A qué se llama “Mundo externo”?

Schlick, M. (1959/1981). Positivismo y Realidad. En A. Ayer (Comp.), El Positivismo Lógico

(pp. 86-114). México: Fondo de Cultura Económica.

En primer término preguntaría si en nuestra opinión se atribuye a un “contenido de conciencia” una

realidad que a su vez se niega a un objeto físico; en consecuencia, preguntaríamos si la afirmación de la

realidad de un sentimiento o de una sensación tiene un sentido diferente de la realidad de un cuerpo físico.

Para nosotros esto solo podría significar: ¿tenemos diferentes modos de verificación para cada caso? La

respuesta es: no. Para que esto quede más esclarecido es necesario profundizar un poco en la forma lógica

de las proposiciones (existenciales) acerca de la realidad. El criterio lógico general respecto que una

proposición existencial sobre un dato solo resulta posible si al referirnos a ella lo hacemos por medio de

una descripción, y no si es dada por una indicación directa, sirve desde luego para los “datos de la

conciencia”. En el lenguaje de la lógica simbólica esto se expresa mediante la exigencia de que una

proposición existencial deba contener un “operador”; en el simbolismo de B. Russell, por ejemplo, una

proposición existencial tiene la forma (эx) fx o dicho en otros términos: “Hay una x que tiene la

propiedad f.” La combinación de palabras “hay una a”, donde “a” es el nombre propio de un objeto

directamente presente y, en consecuencia, significa lo mismo que “esto”, carece de sentido y no puede

escribirse en el simbolismo de Russell. Debemos consolidar el criterio de que el “yo soy” de Descartes—

o para formularlo en una forma menos desorientadora, “mis contenidos de conciencia existen”—

simplemente carece de sentido; ni enuncia nada, ni contiene ningún conocimiento. Esto se debe a que en

este contexto “contenidos de conciencia” se presenta simplemente como un nombre de lo dado: no se

enuncia ninguna característica cuya presencia pueda someterse a prueba. Una proposición sólo tiene

sentido solo si es verificable, si yo puedo enunciar las condiciones bajo las cuales sería verdadera y

aquellas bajo las que sería falsa. Pero, ¿cómo describiré las condiciones bajo las cuales la proposición

“mis contenidos de conciencia existen” sería falsa? Cualquier intento conduciría al absurdo, similar a

enunciados tales como “es el caso que no es el caso” o situaciones semejantes. Resulta, por tanto,

evidente por sí propio el que no sea posible describir las condiciones que harían verdadera tal proposición

(¡intente alguien hacerlo!). En realidad, es indudable que Descartes tampoco adquirió ningún

conocimiento por medio de su enunciado y que no fue más sabio al final que al principio de su

investigación.

La pregunta relativa a la realidad de una experiencia solo tiene sentido si tal realidad puede, con sentido,

ponerse en duda; por ejemplo, si yo puedo preguntar: ¿Es cierto realmente que me sentí feliz al oír esas

noticias? La verificación o en su caso la falsedad, pueden establecer, digamos, de la misma manera que la

interrogante: ¿Es cierto que Sirio tiene un satélite (que ese satélite es real)? El que en una ocasión dada

haya yo experimentado placer, puede verificarse, por ejemplo, mediante el examen aquel momento o

mediante la localización de una carta escrita en aquel entonces por mi o simplemente por un recuerdo

verídico de la emoción experimentada; de aquí que, en principio, no exista completamente diferencia

ninguna: ser real significa siempre hallarse en una relación definida con lo dado; lo anterior resulta

también utilizable, pongamos por caso, para una experiencia que ocurriera en estos instantes. Puedo, por

ejemplo (en el curso de un experimento fisiológico), preguntar con sentido: ¿siento o no siento en este

momento un dolor? Obsérvese que aquí “dolor” no funge como nombre propio, para un aquí-ahora, sino

que representa un concepto que sustituye a una clase descriptible de experiencias. La pregunta puede

también contestarse mediante la especificación de que una experiencia que tiene determinadas

propiedades descriptibles se presente conjuntamente con determinadas condiciones (condiciones

experimentables, concentración de la atención, etc.); estas propiedades descriptibles serían, por ejemplo,

la analogía con una experiencia que tuviera lugar bajo condiciones diferentes, la tendencia a producir

reacción específicas, etcétera.

Hágase lo que se haga, resulta imposible interpretar un enunciado existencia (de realidad) si no es como

un enunciado relativo a una conexión de percepciones. En realidad, resultan de la misma clase lógica

tanto los que pueden atribuirse a datos de conciencia como a fenómenos físicos. Es difícil que algo haya

producido mayores trastornos en la historia de la Filosofía que el intento de distinguir a uno de los dos

como el verdadero “ser”: siempre que se use con sentido, la palabra “real” significa una y la misma cosa.

Acaso los adversarios a este punto de vista no estimen que lo anteriormente dicho, de ningún modo

trastoca su particular enfoque, aunque quizá tengan la impresión de que los argumentos precedentes

suponen un punto de partida ajeno al que desearían adoptar; a pesar de todo, deberán conceder que

siempre que se toma una decisión relativa a la realidad o irrealidad de un hecho de la experiencia, esto se

hace del modo descrito y ello aun cuando se demande que con el uso de estos procedimientos solamente

vamos a llegar a lo que Kant denominó la realidad empírica.

El descrito constituye el único mundo exterior real y el único pertinente para el problema filosófico de la

existencia, del mundo exterior; por ello abandonaremos en nuestra inquisición la relativa al significado de

la palabra “realidad” para abordar el de las palabras “mundo exterior”.

En oposición al sentido común, ¿ha de entenderse algo diferente a casas y árboles cuando se habla de

mundo exterior? Considero que nada de esto sucede ya que átomos, campos eléctricos y otras cosas de

que pueda hablar el físico, son precisamente de acuerdo con su teoría, lo que constituye las casas y los

árboles y, en consecuencia, los unos tienen que ser reales en el mismo sentido que los otros. La

objetividad de las montañas y de las nubes es exactamente la misma que la de los protones y la energía; la

oposición a la subjetividad en estos ´últimos en ningún modo es menor que la de los primeros respecto a

sentimientos y alucinaciones. Finalmente nos convenceremos de facto que aun la existencia de las más

sutiles, “cosas invisibles”, aseveradas por el científico, en principio son tan verificables como lo es la

existencia real de un árbol o de una estrella.

En consecuencia, nuevamente llegamos a la conclusión de que todas las hipótesis físicas solo pueden

referirse a la realidad empírica, si por ésta entendemos a lo cognoscible; en verdad, el suponer

hipotéticamente algo incognoscible, implicaría una contradicción consigo mismo. Debido a que es

necesario que siempre existan razones precisas que son las que permiten formular una hipótesis, resulta

que ésta, invariablemente, lleva una cierta función por realizar y, por tanto, lo que se supone en la

hipótesis debe tener la posibilidad de realizar dicha función, la que a su vez debe estar constituido de un

modo tal que se justifique por esas razones; con este procedimiento es precisamente con el que se

formulan los enunciados referentes a la realidad presupuesta y son ellos los que expresan nuestro

conocimiento sobre ella: obviamente está ahí contenida la totalidad del conocimiento respecto a ella.

Únicamente cabe establecer hipótesis para aquello para lo cual existen bases en la experiencia.

V

LECTURA OBLIGATORIA

Los dos problemas de la inducción de Hume

Popper, K. (1982). Conocimiento objetivo. Un enfoque evolucionista. Madrid: Alianza Editorial.

Hume estaba interesado por la condición del conocimiento humano, o como él diría, por el problema de si

nuestras creencias se pueden justificar con razones suficientes. Plateó dos preguntas, una lógica (HL) y

otra psicológica (HPS), con la característica importante de que sus respuestas chocan entre sí de algún

modo.

La pregunta lógica es la siguiente:

HL: ¿Cómo se justifica que, partiendo de casos (reiterados) de los que tenemos experiencia, lleguemos

mediante el razonamiento a otros casos (conclusiones) de lo que no tenemos experiencia?

La respuesta de Hume a HL consiste en negar que haya alguna justificación, por grande que sea el número

de repeticiones. También mostró que la situación lógica sigue siendo exactamente la misma cuando

ponemos la palabra “probable” después de “conclusiones” o cuando sustituimos las palabras “a casos” por

“a la probabilidad de casos”.

La pregunta psicológica es la siguiente:

HPS : ¿Por qué, a pesar de todo, las personas razonables esperan y creen que los casos de los que no tienen

experiencia van a ser semejantes a aquellos de los que tienen experiencia? Es decir, ¿por qué confiamos

tanto en las experiencias que tenemos?

La respuesta de Hume se centra en la “costumbre o hábito”, es decir, porque estamos condicionados por

las repeticiones y el mecanismo de asociación de ideas, mecanismo sin el cual, dice Hume, difícilmente

sobreviviríamos.

Consecuencias importantes de los resultados de Hume

A causa de estos resultados, Hume una de las mentes más racionales que haya habido nunca, se convirtió

en un escéptico a la vez que un creyente: un creyente en una epistemología irracionalista…El

entendimiento queda desenmascarado y muestra que es no ya del mismo carácter que las creencias, sino

del mismo carácter que las creencias indefendibles racionalmente; es una fe irracional.

Mi manera de enfocar el problema de la inducción

1. Considero de la mayor importancia la distinción, implícita en el tratamiento de Hume, entre le

problema lógico y el psicológico, aunque no me satisface lo que entiende Hume por lo que llamo

“lógico”. Describe con toda claridad, procesos de inferencia válida pero los considera procesos

mentales “racionales”.

Por el contrario, al tratar de cualquier tipo de problemas lógicos una de las maneras principales

que tengo de plantear la cuestión consiste en traducir a términos objetivos todos los términos

subjetivos o psicológicos, especialmente “creencia”, etc. Así, en vez de hablar de creencia” hablo,

por ejemplo, de “enunciado” o de “teoría explicativa”, en lugar de hablar de “impresión “, hablo

de “enunciado observacional” o “enunciado contrastador” y en lugar de hablar de “justificación

de una creencia”; hablo de “justificación de la pretensión de que una teoría sea verdadera”,

etcétera.

Este modo de decir las cosas de una manera objetiva, lógica o “formal” se puede aplicar a HL pero

no a HPS. No obstante:

1. Una vez resuelto el problema lógico, HL la solución se aplica al psicológico, HPS, según el

siguiente principio de transferencia: lo que es verdad en el dominio de la lógica, lo es también en

el de la psicología. Admito que esto constituye una conjetura un tanto arriesgada en psicología del

pensamiento o de los procesos cognitivos.

2. Como se verá claramente, el principio de transferencia garantiza la eliminación del irracionalismo

de Hume. Si puedo resolver el problema de la inducción, incluyendo HPS, sin violar el principio

de transferencia, no habrá contradicción entre la lógica y la psicología y, por tanto, se evitará la

conclusión de que nuestro conocimiento es irracional.

3. Este programa, unido a la solución que da Hume de HL, implica muchas más cosas sobre la

relación lógica entre teorías científicas y observaciones que las que señala HL.

4. Uno de los principales resultados obtenidos es el siguiente: puesto que Hume está en lo cierto al

señalar que desde un punto de vista lógico no existe inducción por repetición, en virtud del

principio de transferencia, tampoco puede haber tal cosa en psicología(o en el método científico o

en historia de la ciencia). La idea de inducción por repetición debe achacarse a un error, una

especie de ilusión óptica. Resumiendo: no hay inducción por repetición.

El problema lógico de la inducción: replanteamiento y solución

De acuerdo con lo que acabo de decir en el punto 2, he de replantear el HL de Hume en un lenguaje

objetivo y lógico. A este fin , sustituiré la expresión de Hume “casos de los que tenemos experiencias”

por “enunciados contrastadores” , es decir, enunciados singulares que describen sucesos observables

(enunciados observacionales” o “enunciados básicos”) y “casos de los que no tenemos experiencia” por

“teorías explicativas universales.

Mi formulación del problema lógico de la inducción de Hume es la siguiente:

L1 ¿Se puede justificar la pretensión de que una teoría explicativa universal sea verdadera mediante

“razones empíricas”, es decir, suponiendo la verdad de ciertos enunciados contrastadores y

observacionales?

Mi respuesta es como la de Hume: No, no podemos; ningún conjunto de enunciados contrastadores

verdaderos podrá justificar la pretensión de que una teoría explicativa universal es verdadera.

Pero hay un segundo problema lógico, L2, que constituye una generalización de L1, a partir del cual se

obtiene sustituyendo sencillamente las palabras “es verdadera” por “es verdadera o falsa”.

L2 ¿Se puede justificar la pretensión de que una teoría explicativa universal sea verdadera o falsa mediante

“razones empíricas”? Es decir, suponiendo que los enunciados contrastadores sean verdaderos, ¿pueden

ellos justificar la pretensión de que una teoría universal sea verdadera o la de que sea falsa?

A esto respondo positivamente: Sí, suponiendo que los enunciados contrastadores sean verdaderos,

basándonos en los podemos a veces justificar la pretensión de que una teoría explicativa universal sea

falsa.

La importancia de esta respuesta se ve cuando reflexionamos sobre la situación problemática que da lugar

al problema de la inducción. Pienso en la situación que se nos presenta cuando tenemos a la vista varias

teorías explicativas que se ofrecen como otras tantas soluciones de algún problema de explicación (por

ejemplo, un problema científico) y cuando debemos, o al menos deseamos, elegir entre ellos. Como

hemos visto, Russell dice que sin resolver el problema de la inducción resulta imposible decidir entre una

(buena)) teoría científica y una (mala) obsesión de un demente. También Hume pensaba en teorías

alternativas. “Supóngase (escribe) que una persona…establece proposiciones a las cuales no puede

asentir…que la plata es más fusible que el plomo o el mercurio más pesado que el oro…”

Esta situación problemática de elegir entre varias teorías sugiere un tercer modo de formular el problema

de la inducción:

L3 Dadas varias teorías universales rivales, ¿es posible preferir unas a otras por lo que respecta a su

verdad o falsedad, justificándolo mediante “razones empíricas”?

La respuesta a L3 es obvia a la luz de la solución dada a L2; Sí, a veces se puede, si hay suerte, ya que

puede ocurrir que nuestros enunciados contrastadores refuten algunas—aunque no todas—de las teorías

rivales y, puesto que buscamos una teoría verdadera, preferiremos aquella cuya falsedad no haya sido

demostrada.

VI

LECTURA OBLIGATORIA

LA CIENCIA: CONJETURAS Y REFUTACIONES

Popper, K. (1983). Conjeturas y refutaciones. El desarrollo del conocimiento científico (2ª ed.).

Barcelona: Paidos.

Durante el verano de 1919 comencé a sentirme cada vez más insatisfecho con esas tres teorías, el

Materialismo Histórico, el Psicoanálisis y la Psicología del individuo; comencé a sentir dudas en relación

a su pretendido carácter científico. Mis dudas tomaron al principio la siguiente forma simple: “¿qué es lo

que no funciona en el Marxismo, el Psicoanálisis y la Psicología del individuo?”, “¿por qué son tan

diferentes de las teorías físicas, de la teoría de Newton y especialmente de la Teoría de la Relatividad?”.

Para aclarar este contraste debo explicar que pocos de nosotros, por entonces, habríamos dicho que

creíamos en la verdad de la teoría einsteniana de la gravitación. Esto muestra que no eran mis dudas

acerca de la verdad de esas otras tres teorías lo que me preocupaba, sino alguna otra cosa. Tampoco

consistía en que yo tuviera la sensación de que la física matemática era más exacta que las teorías de tipo

sociológico o psicológico. Así, lo que me preocupaba no era el problema de la verdad, en esta etapa al

menos, ni el problema de la exactitud o mensurabilidad. Era más bien el hecho de que yo sentía que esas

tres teorías, aunque se presentaban como ciencias, de hecho tenían más elementos en común con los mitos

primitivos que con la ciencia: que se asemejaban más a la astrología que a la astronomía.

Hallé que aquellos de mis amigos que eran admiradores de Marx, Freud y Adler estaban impresionados

por una serie de puntos comunes a las tres teorías, en especial su aparente poder explicativo. Estas teorías

parecían poder explicar prácticamente todo lo que sucedía dentro de los campos a los que se referían. El

estudio de cada una de ellas parecía tener el efecto de una conversión o revelación intelectuales, que abría

los ojos a una nueva verdad oculta para los no iniciados. Una vez abiertos los ojos de este modo, se veían

ejemplos confirmatorios de todas las partes: el mundo estaba lleno de verificaciones de la teoría. Todo lo

que ocurría la confirmaba. Así, su verdad parecía manifiesta y los incrédulos eran, sin duda, personas que

no querían ver la verdad manifiesta, que se negaban a verla, ya porque estaba contra sus intereses de

clase, ya a causa de sus represiones aún “no analizadas” y que exigían a gritos un tratamiento.

Me pareció que el elemento más característico de esta situación era la incesante corriente de

confirmaciones y observaciones que “verificaban” las teorías en cuestión; y este aspecto era

constantemente destacado por sus partidarios. Un marxista no podía abrir un periódico sin encontrar de

continuo pruebas que confirmaban su interpretación de la historia; no solamente en las noticias, sino

también en su presentación –que revelaba el sesgo clasista del periódico- y, especialmente, por supuesto,

en lo que el periódico no decía. Los analistas freudianos subrayaban que sus teorías eran constantemente

verificadas por sus “observaciones clínicas”. En lo que respecta a Adler, quedé muy impresionado por

una experiencia personal. Una vez, en 1919, le informé acerca de un caso que no parecía particularmente

adleriano, pero él no halló dificultad alguna en analizarlo en términos de su teoría de los sentimientos de

inferioridad, aunque ni siquiera había visto al niño. Experimenté una sensación un poco chocante y le

pregunté cómo podía estar tan seguro. “Por mi experiencia de mil casos”, respondió, a lo que no pude

evitar contestarle: “Y con este nuevo caso, supongo, su experiencia se basa en mil y un casos”.

Lo que yo pensaba es que sus anteriores observaciones podían no haber sido mucho mejores que esta

nueva; que cada una de ellas, a su vez, había sido interpretada a la luz de “experiencias previas” y, al

mismo tiempo, considerada como una confirmación adicional. “¿Qué es lo que confirman?”, me pregunté

a mí mismo. Solamente que un caso puede ser interpretado a la luz de una teoría. Pero esto significa muy

poco, reflexioné, pues todo caso concebible puede ser interpretado tanto a la luz de la teoría de Adler

como de la Freud. Puedo ilustrar esto con dos ejemplos diferentes de conductas humanas: la de un hombre

que empuja un niño al agua con la intención de ahogarlo y la de un hombre que sacrifica su vida en un

intento de salvar al niño. Cada uno de los dos casos puede ser explicado con igual facilidad por la teoría

de Freud y por la teoría de Adler. De acuerdo con Freud, el primer hombre sufría una represión (por

ejemplo, de algún componente de su complejo de Edipo), mientras que el segundo había hecho una

sublimación. De acuerdo con Adler, el primer hombre sufría sentimientos de inferioridad (que le

provocaban, quizás, la necesidad de probarse a sí mismo que era capaz de cometer un crimen), y lo

mismo el segundo hombre (cuya necesidad era demostrarse a sí mismo que era capaz de rescatar al niño).

No puedo imaginar ninguna conducta humana que no pueda ser interpretada en términos de cualquiera de

las dos teorías. Era precisamente este hecho – que siempre se adecuaban a los hechos, que siempre eran

confirmadas – el que a los ojos de sus admiradores constituía el argumento más fuerte a favor de esas

teorías. Comencé a sospechar que esta fuerza aparente era, en realidad, su debilidad.

Con la teoría de Einstein la situación era notablemente diferente. Tomemos un ejemplo típico: la

predicción de Einstein precisamente confirmada entonces por los resultados de la expedición de

Eddington. La teoría gravitacional de Einstein conducía a la conclusión de que la luz debía sufrir la

atracción de los cuerpos de gran masa (como el Sol), precisamente de la misma manera en que son

atraídos los cuerpos materiales. Como consecuencia de esto podía calcularse que la luz de una estrella fija

distante cuya posición aparente es cercana al Sol llegaría a la Tierra desde una dirección tal que la estrella

parecería haberse desplazado un poco con respecto al Sol; en otras palabras, parecería como si las

estrellas cercanas al Sol se alejaran un poco de éste y unas de otras. Se trata de algo que normalmente no

puede observarse, pues durante el día el abrumador brillo del Sol hace invisibles tales estrellas; en

cambio, durante un eclipse es posible fotografiar dicho fenómeno. Si se fotografía la misma constelación

de noche, pueden medirse las distancias entre las dos fotografías y comprobar si se produce el efecto

predicho.

Ahora bien, lo impresionante en el caso mencionado es el riesgo implicado en una predicción de este tipo.

Si la observación muestra que el efecto predicho está claramente ausente, entonces la teoría simplemente

queda refutada. La teoría es incompatible con ciertos resultados posibles de la observación, en nuestro

caso con resultados que todos habrían esperado antes de Einstein1. Esta situación es muy diferente a la

descrita antes, cuando resultaba que las teorías en cuestión eran compatibles con las más divergentes

conductas humanas, de modo que era prácticamente imposible describir conducta alguna de la que no

pudiera alegarse que es una verificación de esas teorías.

Las anteriores consideraciones me llevaron, durante el invierno de 1919-1920, a conclusiones que

reformularé de la siguiente manera:

1. Es fácil obtener confirmaciones o verificaciones para casi cualquier teoría, si son confirmaciones de lo

que buscamos.

2. Las confirmaciones solo cuentan si son el resultado de predicciones arriesgadas, es decir, si, de no

basarnos en la teoría en cuestión, habríamos esperado que se produjera un suceso que es incompatible con

la teoría, un suceso que refuta la teoría.

3. Toda “buena” teoría científica implica una prohibición: prohíbe que sucedan ciertas cosas. Cuanto más

prohíbe una teoría, tanto mejor es.

4. Una teoría que no es refutable por ningún suceso concebible no es científica. La irrefutabilidad no es

una virtud de una teoría (como se cree a menudo), sino un vicio.

5. Todo genuino test de una teoría es un intento de desmentirla, de refutarla. La testabilidad equivale a la

refutabilidad. Pero hay grados de testabilidad: algunas teorías son más testables, están más expuestas a la

refutación que otras. Corren más riesgos, por decir así.

6. Los elementos de juicio confirmatorios no deben ser tomados en cuenta, excepto cuando son el

resultado de un genuino test de la teoría; es decir, cuando puede ofrecerse un intento serio, pero

infructuoso, de refutar la teoría. (En tales casos hablo de “elementos de juicio corroboradores”).

7. Algunas teorías genuinamente testables, después de hallarse que son falsas, siguen contando con el

sostén de sus admiradores, por ejemplo, introduciendo algún supuesto auxiliar ad hoc, o reinterpretando

ad hoc la teoría de manera que escape a la refutación. Siempre es posible seguir tal procedimiento, pero

éste supera la teoría de la refutación sólo al precio de destruir o, al menos, rebajar su status científico.

Es posible resumir todo lo anterior diciendo que el criterio para establecer el status científico de una

teoría es su refutabilidad o testabilidad.

Quizás pueda ejemplificar lo anterior con ayuda de las diversas teorías mencionadas hasta ahora. La teoría

de la gravitación de Einstein obviamente satisface el criterio de la refutabilidad. Aunque los instrumentos

de medición de aquel entonces no nos permitían pronunciarnos sobre los resultados de los tests con

completa seguridad, había – indudablemente – una posibilidad de refutar la teoría.

La astrología no pasa la prueba. Impresionó y engañó mucho a los astrólogos lo que ellos consideraban

elementos de juicio confirmatorios, hasta el punto de que pasaron totalmente por alto toda prueba en

contra. Además, al dar a sus interpretaciones y profecías un tono suficientemente vago, lograron disipar

todo lo que habría sido una refutación de la teoría, si ésta y las profecías hubieran sido más precisas. Para

escapar a la refutación, destruyeron la testabilidad de su teoría. Es una típica treta de adivino predecir

cosas de manera tan vaga que difícilmente fracasen las predicciones: se hacen irrefutables.

La teoría marxista de la historia, a pesar de los serios esfuerzos de algunos de sus creadores y partidarios,

adoptó finalmente esta práctica de adivinos. En algunas de sus primeras formulaciones (por ejemplo, en el

análisis que hace Marx de la “futura revolución social”), sus predicciones eran testables, y de hecho

fueron refutadas2. Pero en lugar de aceptar las refutaciones, los partidarios de Marx reinterpretaron la

teoría y los elementos de juicio traídos de la experiencia con el propósito de hacerlos compatibles. De este

modo salvaron la teoría de la refutación; pero lo hicieron al precio de adoptar un recurso que la hace

irrefutable. Así, dieron un “sesgo convencionalista” a la teoría y, con esta estratagema, destruyeron su

pretensión, a la que se ha hecho mucha propaganda, de tener un status científico.

Las dos teorías psicoanalíticas mencionadas se encontraban en una categoría diferente. Simplemente, no

eran testables, eran irrefutables. No había conducta humana concebible que pudiera refutarlas. Eso no

significa que Freud y Adler no hayan visto correctamente ciertos hechos. Personalmente, considero que

mucho de lo que afirmaron tiene considerable importancia, y que bien puede formar parte algún día de

una ciencia psicológica testable. Pero significa que esas “observaciones clínicas” que los psicoanalistas

toman, ingenuamente, como confirmaciones de su teoría no tienen tal carácter en mayor medida que las

confirmaciones diarias que los astrólogos creen encontrar en su experiencia3. En cuanto a la épica

freudiana del “yo”, el “ello”, y el “súper yo”, Las “observaciones clínicas”, como todas las

observaciones, son interpretaciones a la luz de teorías; y sólo por esta razón parecen dar apoyo a las

teorías a cuya luz se las interpreta. Pero el verdadero apoyo sólo puede obtenerse de observaciones

emprendidas como tests (“intentos de refutación”); y a este fin es menester establecer de antemano

criterios de refutación: debe acordarse cuáles son las situaciones observables tales que, si se las observa

realmente, indican que la teoría está refutada. Pero, ¿¿qué tipo de respuestas clínicas refutarían para el

analista, no solamente un diagnóstico analítico particular, sino el psicoanálisis mismo? ¿Han discutido o

acordado alguna vez los analistas tales criterios? ¿Acaso no hay, por el contrario, toda una familia de

conceptos analíticos, como su derecho a pretender un status científico no es sustancialmente mayor que el

de la colección de historias homéricas del Olimpo? Estas teorías describen algunos hechos, pero a la

manea de mitos. Contienen sugerencias psicológicas sumamente interesantes, pero no en una forma

estable.

VII

LECTURA OBLIGATORIA

La Estructura de las Revoluciones Científicas Kuhn, T. (1962/ 1971). La Estructura de las Revoluciones Científicas. México: Fondo de Cultura

Económica.

Naturaleza y necesidad de las Revoluciones Científicas

¿Por qué debe llamarse revolución a un cambio de paradigma? Frente a las diferencias tan grandes y

esenciales entre el desarrollo político y el científico, ¿qué paralelismo puede justificar la metáfora que

encuentra revoluciones en ambos?

Uno de los aspectos del paralelismo debe ser ya evidente. Las revoluciones políticas se inician por medio

de un sentimiento, cada vez mayor, restringido frecuentemente a una fracción de la comunidad política,

de que las instituciones existentes han cesado de satisfacer adecuadamente los problemas planteados por

el medio ambiente que han contribuido en parte a crear. De manera muy similar, las revoluciones

científicas se inician con un sentimiento creciente, también a menudo restringido a una estrecha

subdivisión de la comunidad científica, de que un paradigma existente ha dejado de funcionar

adecuadamente en la exploración de un aspecto de la naturaleza, hacia el cual, el mismo paradigma había

previamente mostrado el camino. Tanto en el desarrollo político como en el científico, el sentimiento de

mal funcionamiento que puede conducir a la crisis es un requisito previo para la revolución. Además,

aunque ello claramente fuerza la metáfora, este paralelismo es no sólo válido para los principales cambios

de paradigmas, como los atribuibles a Copérnico o a Lavoisier, sino también para los mucho más

pequeños, asociados a la asimilación de un tipo nuevo de fenómeno, como el oxígeno o los rayos X. Las

revoluciones científicas, sólo necesitan parecerles revolucionarias a aquellos cuyos paradigmas sean

afectados por ellas. Para los observadores exteriores pueden parecer, como las revoluciones balcánicas de

comienzos del siglo xx, partes normales del proceso de desarrollo. Los astrónomos, por ejemplo, podían

aceptar los rayos X como una adición simple al conocimiento, debido a que sus paradigmas no fueron

afectados por la existencia de la nueva radiación. Pero, para hombres como Kelvin, Crookes y Roentgen,

cuyas investigaciones trataban de la teoría de la radiación o de los tubos de rayos catódicos, la aparición

de los rayos X violó, necesariamente, un paradigma, creando otro. Es por eso por lo que dichos rayos

pudieren ser descubiertos sólo debido a que había algo que no iba bien en la investigación normal.

Este aspecto genético del paralelo entre el desarrollo político y el científico no debería ya dejar lugar a

dudas. Sin embargo, dicho paralelo tiene un segundo aspecto, más profundo, del que depende la

importancia del primero. Las revoluciones políticas tienden a cambiar las instituciones políticas en modos

que esas mismas instituciones prohíben. Por consiguiente, su éxito exige el abandono parcial de un

conjunto de instituciones en favor de otro y, mientras tanto, la sociedad no es gobernada completamente

por ninguna institución. Inicialmente, es la crisis sola la que atenúa el papel de las instituciones políticas,

del mismo modo, como hemos visto ya, que atenúa el papel desempeñado por los paradigmas. En

números crecientes, los individuos se alejan cada vez más de la vida política y se comportan de manera

cada vez más excéntrica en su interior. Luego, al hacerse más profunda la crisis, muchos de esos

individuos se comprometen con alguna proposición concreta para la reconstrucción de la sociedad en una

nueva estructura institucional. En este punto, la sociedad se divide en campos o partidos enfrentados, uno

de los cuales trata de defender el cuadro de instituciones antiguas, mientras que los otros se esfuerzan en

establecer otras nuevas. Y, una vez que ha tenido lugar esta polarización, el recurso político fracasa.

Debido a que tienen diferencias con respecto a la matriz institucional dentro de la que debe tener lugar y

evaluarse el cambio político, debido a que no reconocen ninguna estructura suprainstitucional para dirimir

las diferencias revolucionarías, las partes de un conflicto revolucionario deben recurrir, finalmente, a las

técnicas de persuasión de las masas, incluyendo frecuentemente el empleo de la fuerza. Aunque las

revoluciones tienen una función vital en la evolución de las instituciones políticas, esa función depende de

que sean sucesos parcialmente extrapolíticos o extrainstitucionales.

El resto de este ensayo está dedicado a demostrar que el estudio histórico del cambio de paradigma revela

características muy similares en la evolución de las ciencias. Como la elección entre instituciones

políticas que compiten entre sí, la elección entre paradigmas en competencia resulta una elección entre

modos incompatibles de vida de la comunidad. Debido a que tiene ese carácter, la elección no está y no

puede estar determinada sólo por los procedimientos de evaluación característicos de la ciencia normal,

pues éstos dependen en parte de un paradigma particular, y dicho paradigma es discutido. Cuando los

paradigmas entran, como deben, en un debate sobre la elección de un paradigma, su función es

necesariamente circular. Para argüir en la defensa de ese paradigma cada grupo utiliza su propio

paradigma

Por supuesto, la circularidad resultante no hace que los argumentos sean erróneos, ni siquiera inefectivos.

El hombre que establece como premisa un paradigma, mientras arguye en su defensa puede, no obstante,

proporcionar una muestra clara de lo que será la práctica científica para quienes adopten la nueva visión

de la naturaleza. Esa muestra puede ser inmensamente persuasiva y, con frecuencia, incluso apremiante.

Sin embargo, sea cual fuere su fuerza, el status del argumento circular es sólo el de la persuasión. No

puede hacerse apremiante, lógica ni probablemente, para quienes rehúsan entrar en el círculo. Las

premisas y valores compartidos por las dos partes de un debate sobre paradigmas no son suficientemente

amplios para ello. Como en las revoluciones políticas sucede en la elección de un paradigma: no hay

ninguna norma más elevada que la aceptación de la comunidad pertinente. Para descubrir cómo se llevan

a cabo las revoluciones científicas, tendremos, por consiguiente, que examinar no sólo el efecto de la

naturaleza y la lógica, sino también las técnicas de argumentación persuasiva, efectivas dentro de los

grupos muy especiales que constituyen la comunidad de científicos.

Para descubrir por qué la cuestión de la elección de paradigma no puede resolverse nunca de manera

inequívoca sólo mediante la lógica y la experimentación, debemos examinar brevemente la naturaleza de

las diferencias que separan a los partidarios de un paradigma tradicional de sus sucesores revolucionarios.

Nótese, primeramente, que si existen esas razones, no se derivan de la estructura lógica del conocimiento

científico. En principio, podría surgir un nuevo fenómeno sin reflejarse de manera destructiva sobre parte

alguna de la práctica científica pasada. Aunque el descubrimiento de vida en la Luna destruiría

paradigmas hoy existentes (que nos indican cosas sobre la Luna que parecen incompatibles con la

existencia de vida en el satélite), el descubrimiento de vida en algún lugar menos conocido de la galaxia

no lo haría. Por la misma razón, una teoría nueva no tiene por qué entrar en conflictos con cualquiera de

sus predecesores. Puede tratar exclusivamente de fenómenos no conocidos previamente, como es el caso

de la teoría cuántica que trata (de manera significativa, no exclusiva) de fenómenos subatómicos

desconocidos antes del siglo xx. O también, la nueva teoría podría ser simplemente de un nivel más

elevado que las conocidas hasta ahora, agrupando todo un grupo de teorías de nivel más bajo sin

modificar sustancialmente a ninguna de ellas. Hoy en día, la teoría de la conservación de la energía

proporciona exactamente ese enlace entre la dinámica, la química, la electricidad, la óptica, la teoría

térmica, etc. Pueden concebirse todavía otras relaciones compatibles entre las teorías antiguas y las

nuevas. Todas y cada una de ellas podrían ilustrarse por medio del proceso histórico a través del que se ha

desarrollado la ciencia. Si lo fueran, el desarrollo científico sería genuinamente acumulativo. Los nuevos

tipos de fenómenos mostrarían sólo el orden en un aspecto de la naturaleza en donde no se hubiera

observado antes. En la evolución de la ciencia, los conocimientos nuevos reemplazarían a la ignorancia,

en lugar de reemplazar a otros conocimientos de tipo distinto e incompatible.

Por supuesto, la ciencia (o alguna otra empresa, quizá menos efectiva) podría haberse desarrollado en esa

forma totalmente acumulativa. Mucha gente ha creído que eso es lo que ha sucedido y muchos parecen

suponer todavía que la acumulación es, al menos, el ideal que mostraría el desarrollo histórico si no

hubiera sido distorsionado tan a menudo por la idiosincrasia humana. Hay razones importantes para esta

creencia.

Sin embargo, a pesar de la enorme plausibilidad de esta imagen ideal, hay cada vez más razones para

preguntarse si es posible que sea una imagen de la ciencia. Después del período anterior al paradigma, la

asimilación de todas las nuevas teorías y de casi todos los tipos nuevos de fenómenos ha exigido, en

realidad, la destrucción de un paradigma anterior y un conflicto consiguiente entre escuelas competitivas

de pensamiento científico. La adquisición acumulativa de novedades no previstas resulta una excepción

casi inexistente a la regla del desarrollo científico. El hombre que tome en serio los hechos históricos

deberá sospechar que la ciencia no tiende al ideal que ha forjado nuestra imagen de su acumulación.

Quizá sea otro tipo de empresa. Sin embargo, si los hechos que se oponen pueden llevarnos tan lejos, una

segunda mirada al terreno que ya hemos recorrido puede sugerir que la adquisición acumulativa de

novedades no sólo es en realidad rara, sino también en principio, improbable. La investigación normal

que es acumulativa, debe su éxito a la habilidad de los científicos para seleccionar regularmente

problemas que pueden resolverse con técnicas conceptuales e instrumentales vecinas a las ya existentes.

(Por eso una preocupación excesiva por los problemas útiles sin tener en cuenta su relación con el

conocimiento y las técnicas existentes, puede con tanta facilidad inhibir el desarrollo científico). Sin

embargo, el hombre que se esfuerza en resolver un problema definido por los conocimientos y las

técnicas existentes, no se limita a mirar en torno suyo. Sabe qué es lo que desea lograr y diseña sus

instrumentos y dirige sus pensamientos en consecuencia. La novedad inesperada, el nuevo

descubrimiento, pueden surgir sólo en la medida en que sus anticipaciones sobre la naturaleza y sus

instrumentos resulten erróneos. Con frecuencia, la importancia del descubrimiento resultante será

proporcional a la amplitud y a la tenacidad de la anomalía que lo provocó. Así pues, es evidente que debe

haber un conflicto entre el paradigma que descubre una anomalía y el que, más tarde, hace que la

anomalía resulte normal dentro de nuevas reglas.

Las Revoluciones como cambios del concepto del mundo

Examinando el registro de la investigación pasada, desde la atalaya de la historiografía contemporánea, el

historiador de la ciencia puede sentirse tentado a proclamar que cuando cambian los paradigmas, el

mundo mismo cambia con ellos. Guiados por un nuevo paradigma, los científicos adoptan nuevos

instrumentos y buscan en lugares nuevos. Lo que es todavía más importante, durante las revoluciones los

científicos ven cosas nuevas y diferentes al mirar con instrumentos conocidos y en lugares en los que ya

habían buscado antes. Es algo así como si la comunidad profesional fuera transportada repentinamente a

otro planeta, donde los objetos familiares se ven bajo una luz diferente y, además, se les unen otros

objetos desconocidos. Por supuesto, no sucede nada de eso: no hay trasplantación geográfica; fuera del

laboratorio, la vida cotidiana continúa como antes. Sin embargo, los cambios de paradigmas hacen que los

científicos vean el mundo de investigación, que les es propio, de manera diferente. En la medida en que

su único acceso para ese mundo se lleva a cabo a través de lo que ven y hacen, podemos desear decir que,

después de una revolución, los científicos responden a un mundo diferente.

Las demostraciones conocidas de un cambio en la forma (Gestalt) visual resultan muy sugestivas como

prototipos elementales para esas transformaciones del mundo científico. Lo que antes de la revolución

eran patos en el mundo del científico, se convierte en conejos después. El hombre que veía antes el

exterior de la caja desde arriba, ve ahora su interior desde abajo. Las transformaciones como ésas, aunque

habitualmente más graduales y casi siempre irreversibles, son acompañantes comunes de la preparación

de los científicos. Al mirar el contorno de un mapa, el estudiante ve líneas sobre un papel, mientras que el

cartógrafo ve una fotografía de un terreno. Al examinar una fotografía de cámara de burbujas, el

estudiante ve líneas interrumpida que se confunden, mientras que el físico un registro de sucesos sub-

nucleares que le son familiares. Sólo después de cierto número de esas transformaciones de la visión, el

estudiante se convierte en habitante del mundo de los científicos, ve lo que ven los científicos y responde

en la misma forma que ellos. Sin embargo, el mundo al que entonces penetra el estudiante no queda fijo

de una vez por todas, por una parte, por la naturaleza del medio ambiente y de la ciencia, por la otra. Más

bien, es conjuntamente determinado por el medio ambiente y por la tradición particular de la ciencia

normal que el estudiante se ha preparado a seguir. Por consiguiente, en tiempos de revolución, cuando la

tradición científica normal cambia, la percepción que el científico tiene de su medio ambiente debe ser

reeducada, en algunas situaciones en las que se ha familiarizado, debe aprender a ver una forma (Gestalt)

nueva. Después de que lo haga, el mundo de sus investigaciones parecerá, en algunos aspectos,

incomparable con el que habitaba antes. Ésa es otra de las razones por las que las escuelas guiadas por

paradigmas diferentes se encuentran siempre, ligeramente, en pugna involuntaria.

Por supuesto, en su forma más usual, los experimentos de forma (Gestalt) ilustran sólo la naturaleza de

las transformaciones perceptuales. No nos indican nada sobre el papel desempeñado por los paradigmas o

el de las experiencias previamente asimiladas en el proceso de percepción. Pero sobre ese punto existe un

caudal importante de literatura psicológica, gran parte de la cual procede de los trabajos pioneros del

Hanover Institute. Un sujeto experimental que se pone anteojos ajustados con lentes inversos verá

inicialmente todo el mundo cabeza abajo. Al principio este cuadro de percepción funciona como si

hubiera sido preparado para que funcionara a falta de lentes y el resultado es una gran desorientación y

una crisis personal aguda. Pero después de que el sujeto ha comenzado a aprender a conducirse en su

nuevo mundo, todo su campo visual se transforma, habitualmente después de un periodo intermedio en el

que la visión resulta simplemente confusa. Después, los objetos pueden nuevamente verse como antes de

utilizar los lentes. La asimilación de un campo de visión previamente anómalo ha reaccionado sobre el

campo mismo, haciéndolo cambiar. Tanto literal como metafóricamente, el hombre acostumbrado a los

lentes inversos habrá sufrido una transformación revolucionaria de la visión.

VIII

LECTURA OBLIGATORIA

OBSERVACIÓN

Hanson, N. R. (1977). Patrones de descubrimiento. Investigación de las bases conceptuales de la

ciencia. Madrid: Alianza Editorial

El ojo nunca podría ver el sol,

si no estuviera acostumbrado a él.

Goethe

Consideremos a dos microbiólogos. Están observando la preparación de un portaobjetos; si se les

pregunta qué es lo que ven, pueden dar respuestas distintas. Uno de ellos ve en la célula que tiene

ante él un agrupamiento de materia extraña: es un producto artificial, un grumo resultante de una

técnica de teñido inadecuada. Este coágulo tiene poca relación con la célula, in vivo, como la que

puedan tener con la forma original de un jarrón griego las rayas que sobre éste haya dejado el

pico del arqueólogo. El otro biólogo identifica en dicho coágulo un órgano celular, un “aparato

de Golgi”. En cuanto a las técnicas, sostiene que “la regla establecida para detectar un órgano

celular consiste en fijar y teñir la preparación. ¿Por qué recelar de esta técnica suponiendo que

sólo brinda productos artificiales, mientras que otras revelan órganos genuinos?”

La controversia continúa. En ella está involucrada toda la teoría de las técnicas microscópicas;

no es un problema obviamente experimental. Pero afecta a lo que los científicos dicen que ven.

Quizá puede tener sentido decir que ambos observadores no ven la misma cosa, no parten de los

mismos datos, aunque su vista sea normal y los dos perciban visualmente el mismo objeto.

Imaginemos que los dos están observando un protozoo, una Amoeba. Uno de ellos ve un animal

unicelular, el otro un animal no celular. El primero ve a la amoeba en todas sus analogías con los

diferentes tipos de células simples: células del hígado, células nerviosas, células epiteliales. Estas

tienen membrana, núcleo, citoplasma, etc. Entre las de esta clase, la amoeba se distingue sólo por

su independencia. Sin embargo, el otro ve que las amoebas son análogas, no a las células

simples, sino a los animales. Como todos los animales, la amoeba ingiere su comida, la digiere y

la asimila. Excreta, se reproduce y es móvil de una manera más parecida a como lo es un animal

que la célula de un tejido.

No es éste un problema experimental, pero puede afectar al experimento. Lo que cualquiera de

estos dos hombres consideran como cuestiones significativas o datos relevantes puede estar

determinado por el peso relativo que dé a cada una de estas dos palabras: “animal unicelular”.

Algunos filósofos tienen una fórmula dispuesta para estas ocasiones: “Naturalmente, ellos ven la

misma cosa. Hacen la misma observación, puesto que parten de los mismos datos visuales. Pero

lo que ven lo interpretan de una forma diferente. Interpretan los datos de forma diferente.” La

cuestión es, entonces, mostrar cómo estos datos son moldeados por diferentes teorías o

interpretaciones o construcciones intelectuales.

Muchos filósofos se han enfrentado a esa tarea. Pero, en realidad, la fórmula con la que

comienzan es demasiado simple para que permita captar la naturaleza de la observación en física.

¿Es que quizás los científicos citados anteriormente no comienzan sus investigaciones a partir de

los mismos datos? ¿Es que no hacen las mismas observaciones? ¿Es que incluso no ven la misma

cosa? Aquí nos encontramos con varios conceptos entrelazados. Debemos proceder

cuidadosamente, puesto que, si es verdad que tiene sentido afirmar que dos científicos que están

mirando a x no ven la misma cosa, siempre debe haber un sentido anterior en que sí ven la misma

cosa. Pero el problema es entonces, “¿cuál de esos dos sentidos es más esclarecedor para la

comprensión de las observaciones físicas?”

Estos ejemplos biológicos son demasiado complejos. Pensemos en Johannes Kepler:

imaginémosle en una colina mirando el amanecer. Con él está Tycho Brahe. Kepler considera

que el Sol está fijo; es la Tierra la que se mueve. Pero Tycho, siguiendo a Ptolomeo y a

Aristóteles, al menos en esto, sostiene que la Tierra está fija y que los demás cuerpos celestes se

mueven alrededor de ella. ¿Ven Kepler y Tycho la misma cosa en el Este, al amanecer?

Al contrario que en las anteriores cuestiones “¿son aparatos de Golgi?” y “¿son los protozoos

animales unicelulares o no celulares?”, podemos pensar que la pregunta sobre lo que ven Kepler

y Tycho es una cuestión experimental u observacional. Pero no era así en los siglos XVI y XVII.

Así, Galileo dijo a los seguidores de Ptolomeo: “...Ni Aristóteles ni ustedes pueden probar que la

Tierra es de facto el centro del universo...”. “¿Ven Kepler y Tycho la misma cosa en el Este, al

amanecer?” no es quizás una cuestión de facto, sino, más bien, el comienzo de un examen de los

conceptos de visión y observación.

La discusión resultante podría ser:

“Sí, ven lo mismo.”

“No, no ven lo mismo.”

“¡Sí, ven lo mismo!”

“¡No, no ven lo mismo!”

El hecho de que eso sea posible nos indica que puede haber razones para ambos argumentos6.

Consideremos algunos puntos que apoyan la respuesta afirmativa.

Los procesos físicos que tenían lugar cuando Kepler y Tycho miraban el amanecer son de

importancia. El Sol emite los mismos fotones para ambos observadores; los fotones atraviesan el

espacio solar y nuestra atmósfera. Los dos astrónomos tienen una visión normal; por tanto,

dichos fotones pasan a través de la córnea, el humor acuoso, el iris, el cristalino y el humor vítreo

de sus ojos de la misma manera. Finalmente, son afectadas sus retinas. En sus células de selenio

ocurren cambios electroquímicos similares. En las retinas de Kepler y de Tycho se forman las

mismas configuraciones. Así pues, ellos ven la misma cosa.

En algunas ocasiones Locke se refería al hecho de ver con estas palabras: un hombre ve el sol si

la imagen que de él se le forma en la retina es una imagen normal. El Dr. Sir W. Russell Brain se

refiere a nuestras sensaciones en la retina como indicadores y señales. Todo lo que tiene lugar

detrás de la retina es, como él dice, “una operación intelectual que se basa en gran medida en

experiencias no visuales...”. Lo que vemos son los cambios que ocurren en la túnica retiniana. El

Dr. Ida Mann considera que la mácula del ojo “ve detalles en luz brillante” y los bastoncillos

“ven autos que se aproximan”. El Dr. Agnes Arber habla del ojo como si por sí mismo viera. A

menudo, cuando se habla de la visión, se dirige la atención a la retina. Así, las personas normales

se distinguen de aquellas otras en las que no pueden formarse imágenes en la retina; podemos

decir de las primeras que pueden ver, y de las segundas, que no pueden ver. Si informamos al

oculista cuándo podemos ver un punto rojo, le suministramos información directa sobre las

condiciones de nuestra retina.

Sin embargo, no hace falta seguir en esa dirección. Esos autores hablan de forma un tanto

descuidada: ver el sol no es ver las imágenes del sol que se forman en la retina. Las imágenes

que Kepler y Tycho tienen en su retina son cuatro, están invertidas y son diminutas. Los

astrónomos no se pueden referir a estas imágenes cuando dicen que ven el sol. Si están

hipnotizados, delgados, borrachos o distraídos, pueden no ver el sol aunque su retina registre su

imagen exactamente de la misma manera que si estuvieran en estado normal.

La visión es una experiencia. Una reacción de la retina es, solamente un estado físico, una

excitación fotoquímica. Los fisiólogos no siempre han apreciado las diferencias existentes entre

las experiencias y los estados físicos. Son las personas las que ven, no sus ojos. Las cámaras

fotográficas y los globos del ojo son ciegos. Pueden rechazarse los intentos de localizar en los

órganos de la vista (o en el retículo neurológico situado detrás de los ojos) algo que pueda

denominarse visión. Que Kepler y Tycho vieran o no la misma cosa no puede argumentarse

mediante referencias a estados físicos de sus retinas, sus nervios ópticos o sus cortezas visuales;

para ver es necesario algo más que la mera recepción en los globos oculares.

Naturalmente Tycho y Kepler ven el mismo objeto físico. Ambos tienen su vista fijada en el Sol.

Si se les sitúa dentro de una habitación oscura y se les pide que informen cuando vean algo (no

importa lo que sea), los dos pueden informar al mismo tiempo que ven el mismo objeto.

Supongamos que el único objeto que se puede ver es un cilindro de plomo. Ambos ven la misma

cosa; es decir, ese objeto, cualquiera que sea. Es, sin embargo, en ese momento exactamente

cuando surge la dificultad, puesto que mientras Tycho ve un simple tubo, Kepler verá un

telescopio, instrumento sobre el cual le ha escrito Galileo.

No habrá nada que tenga interés filosófico en la cuestión de si ven o no ven la misma cosa, a

menos que ambos perciban el mismo objeto. Nuestra cuestión no conduce a nada, a menos que

ambos vean el sol en ese sentido primario.

Sin embargo, tanto Tycho como Kepler tienen en cierta forma una experiencia visual común.

Esta experiencia quizás constituye su ver la misma cosa. En verdad, puede ser un ver

lógicamente más básico que cualquiera de las cosas que se expresan con la frase “veo el Sol” (en

la que cada uno da un significado diferente a la palabra “Sol”). Si la única clave fuera lo que

ellos quieren decir con la palabra “Sol”, entonces Tycho y Kepler podrían no estar viendo la

misma cosa, aunque los dos estuvieran contemplando el mismo objeto.

Sin embargo, si nuestra pregunta no fuera “¿ven la misma cosa?”, sino “¿qué es lo que ven

ambos?, podríamos esperar una respuesta que no sería ambigua. Tanto Tycho como Kepler

tienen fijada su atención en un disco brillante, de un color amarillo blanquecino, que está situado

en un espacio azul sobre una zona verde. Tal imagen de “datos sensoriales” es única y no

invertida. No ser consciente de ella es no tenerla. O la imagen domina nuestra atención visual

completamente o no existe tal imagen.

Si Tycho y Kepler son conscientes de alguna cosa visible, ésta debe ser algún conjunto de

colores. ¿Qué otra cosa podría ser? No tocamos ni oímos con nuestros ojos; con ellos solamente

recibimos luz. Ese conjunto particular es el mismo para los dos observadores. Seguramente, si se

les pide que hagan un esquema del contenido de sus campos visuales los dos dibujarán un

semicírculo sobre una línea de horizonte. Ellos dicen que ven el Sol. Pero ellos no ven todos los

lados del Sol al mismo tiempo; lo que ven realmente, en principio, es el discoide. Sólo es un

aspecto visual del Sol. En toda observación simple, el Sol es un disco luminiscente brillante, un

penique pintado con radio.

De este modo, hay algo de sus experiencias visuales al amanecer que es idéntico para ambos: un

disco blanco amarillento y brillante, centrado entre manchas de color verde y azul. El esquema

de lo que ambos ven sería idéntico, congruente. En este sentido, Tycho y Kepler ven la misma

cosa al amanecer. El Sol presenta la misma forma para ellos. Ambos tienen ante ellos la misma

vista o escena.

De hecho, a menudo hablamos de este modo. Así, por ejemplo, se puede citar una descripción

hecha recientemente de un eclipse solar: “Sólo queda del Sol un delgado creciente; la luz blanca

está ahora completamente oscurecida; el cielo tiene un color oscuro, casi purpúreo, y el paisaje

es de un verde monocromático... hay destellos de luz sobre la circunferencia del disco y ahora el

creciente brillante aparece a la izquierda...”. Newton se expresa de un modo similar en su Óptica:

“Al principio estos arcos eran de un color azul y violeta, y entre ellos había arcos de círculos

blancos, los cuales... se tiñen ligeramente en sus limbos internos con rojo y amarillo...”15 Todo

físico emplea el lenguaje de líneas, manchas coloreadas, apariencias, sombras. En tanto que dos

observadores normales utilicen esta forma de expresión para el mismo suceso, parten de los

mismos datos: están haciendo la misma observación. Las diferencias entre ellos pueden

presentarse en las interpretaciones que dan de estos datos.

Así, pues, resumiendo, decir que Kepler y Tycho ven la misma cosa al amanecer sólo porque sus

ojos son afectados de un modo Similar es un error elemental. Existe una gran diferencia entre un

estado físico y una experiencia visual. Supóngase, sin embargo, que se sostiene, como se ha

hecho más arriba, que ven la misma cosa porque tienen la misma experiencia de datos

sensoriales. Las disparidades entre sus descripciones aparecerán en interpretaciones ex post facto

de lo que se ve, no en los datos visuales básicos. Si se sostiene esto, aparecerán pronto

dificultades adicionales.

IX

LECTURA OBLIGATORIA

Las leyes y su papel en la explicación científica

Hempel, C. (1989). Filosofía de la Ciencia Natural. Madrid: Alianza Editorial

Dos requisitos básicos de las explicaciones científicas

Explicar los fenómenos del mundo físico es uno de los objetivos primarios de las ciencias naturales Por lo

demás, casi todas las investigaciones científicas que hemos citado a título de ilustraciones en los capítulos

precedentes no pretendían descubrir ningún hecho concreto, sino alcanzar una comprensión explicativa;

se ocupaban de cómo se contrae la fiebre puerperal, por ejemplo; de por qué la capacidad de las bombas

aspirantes para elevar el agua tiene una limitación característica, de por qué la transmisión de la luz

concuerda con las leyes de la óptica geométrica, etc.

Que el hombre se ha ocupado larga y persistentemente de lograr alguna comprensión de los enormemente

diversos, a menudo intrincados y a veces amenazadores sucesos del mundo que le rodea lo muestran los

múltiples mitos y metáforas que ha elaborado en un esfuerzo por dar cuenta de la simple existencia del

mundo y de sí mismo, de la vida y la muerte, de los movimientos de los cuerpos celestes, de la secuencia

regular del día y la noche, del cambio de las estaciones, del trueno y el relámpago, de la luz del sol y de la

lluvia. Algunas de estas ideas explicativas están basadas en concepciones antropomórficas de las fuerzas

de la naturaleza, otras invocan poderes o agentes ocultos, otras, en fin, se refieren a planes inescrutables

de Dios o al destino.

Las explicaciones de este tipo pueden dar al que se plantea los problemas la impresión de que ha

alcanzado cierta comprensión; pueden resolver sus dudas y en este sentido “responden” a su pregunta.

Pero, por muy satisfactorias que puedan ser psicológicamente estas respuestas, no son adecuadas para los

propósitos de la ciencia, la cual, después de todo, se ocupa de desarrollar una concepción del mundo que

tenga una relación clara y lógica con nuestra experiencia y sea, por tanto, susceptible de contrastación

objetiva. Por esta razón, las explicaciones científicas deben cumplir dos requisitos sistemáticos, que

llamaremos el requisito de relevancia explicativa y el requisito de contrastabilidad).

El astrónomo Francesco Sizi ofreció la siguiente argumentación para mostrar por qué, en contra de lo que

su contemporáneo Galileo pretendía haber visto por el telescopio, no podía haber satélites girando en

torno a Júpiter:

Hay siete ventanas en la cabeza, dos orificios nasales, dos orejas, dos ojos y una boca; así en los cielos

hay dos estrellas favorables, dos que no son propicias, dos luminarias, y Mercurio, el único que no se

decide y permanece indiferente. De lo cual, así como de muchos otros fenómenos de la naturaleza

similares —los siete metales, etc.—que sería tedioso enumerar, inferimos que el número de los planetas

es necesariamente siete... Además, los satélites son invisibles a simple vista, y por tanto no pueden tener

influencia sobre la Tierra, y por tanto serían inútiles, y por tanto no existen.

El defecto crucial de esta argumentación es evidente: los “hechos” que aduce, incluso si se aceptaran sin

ponerlos en cuestión, son enteramente irrelevantes para el asunto que se está discutiendo; no dan la más

mínima razón por la que debamos suponer que Júpiter no tiene satélites; las pretensiones de relevancia

sugeridas por palabras tales como “por tanto”, “se sigue” y “necesariamente” son enteramente espúreas.

Consideremos, en cambio, la explicación física de un arco iris. Esa explicación nos muestra que el

fenómeno sobreviene como resultado de la reflexión y refracción de la luz blanca del Sol en pequeñas

gotas esféricas de agua tales como las que hay en las nubes. Por referencia a las leyes ópticas relevantes,

este modo de dar cuenta del hecho muestra que es de esperar la aparición de un arco iris cuando quiera

que una rociada o una nube de pequeñas gotas de agua es iluminada por una luz blanca fuerte situada

detrás del observador. De este modo, aunque se diera el caso de que no hubiéramos visto nunca un arco

iris, la información explicativa proporcionada por la física constituiría una buena base para esperar o creer

que aparecerá un arco iris cuando se den las circunstancias especificadas. Nos referiremos a esta

característica diciendo que la explicación física cumple ve requisito de relevancia explicativa: la

información explicativa aducida proporciona una buena base para creer que el fenómeno que se trata de

explicar tuvo o tiene lugar. Ha de cumplirse esta condición para que podamos decir: “Esto lo explica. ¡En

estas circunstancias era de esperar que se produjera el fenómeno en cuestión!”

Este requisito representa una condición necesaria de una explicación adecuada, pero no una condición

suficiente. Por ejemplo, una gran masa de datos que indique la presencia de un corrimiento al rojo en los

espectros de las galaxias distantes proporciona una base sólida para creer que esas galaxias se alejan de la

nuestra a enormes velocidades, aunque no explique por qué.

Con el fin de introducir el segundo requisito básico de las explicaciones científicas, examinemos una vez

más la concepción de que la atracción gravitatoria pone de manifiesto una tendencia natural afín al amor.

Como antes hemos señalado, esta concepción no tiene ninguna implicación contrastadora. Por tanto, no

hay ningún dato empírico que pueda confirmarla o desmentirla. Estando, como está, desprovista de

contenido empírico, esta concepción no proporciona ninguna base para esperar que se produzca el

fenómeno característico de la atracción gravitatoria: le falta poder explicativo objetivo. Comentarios

similares podrían hacerse con respecto a las explicaciones en términos de un hado inescrutable: invocar

esa idea no es alcanzar una comprensión especialmente profunda, sino abandonar todo intento de

explicación. En contraste, los enunciados en los que se basa la explicación física de un arco iris tienen

varias implicaciones contrastadoras; implicaciones concernientes, por ejemplo, a las condiciones en que

podrá verse un arco iris en el cielo y al orden de sus colores; la aparición de un fenómeno de arco iris en

la espuma de una ola que rompe en las rocas, y en la hierba cubierta de rocío, etc./'Estos ejemplos ilustran

una segunda condición que deben cumplir las explicaciones científicas, a la que llamaremos el requisito

de contrastabilidad: los enunciados que constituyen una explicación científica deben ser susceptibles de

contrastación empírica!

Ya se ha sugerido que, puesto que la concepción de la gravitación en términos de una afinidad universal

subyacente no tiene implicaciones contrastadoras, carece de poder explicativo: no proporciona una base

para esperar que se dé la gravitación universal o que la atracción gravitatoria tenga tales y tales rasgos

característicos; porque si implicara esas consecuencias, bien deductivamente, bien incluso en un sentido

más débil, inductivo-probabilístico, entonces sería contrastable por referencia a esas consecuencias. Como

muestra este ejemplo, los dos requisitos considerados están en interrelación: una explicación propuesta

que cumpla el requisito de" relevancia cumple también el requisito de contrastabilidad. (La inversa es

claro que no se da.)

Veamos ahora qué formas toman las explicaciones científicas y cómo cumplen estos dos requisitos

básicos.

La explicación nomológico-deductiva

Volvamos una vez más al descubrimiento de Périer en el experimento del Puy-de-Dôme, el

descubrimiento de que la longitud de la columna de mercurio en un barómetro de Torricelli disminuye a

medida que aumenta la altitud. Las ideas de Torricelli y de Pascal sobre la presión atmosférica

proporciona una explicación de este fenómeno; de modo un poco pedante, la explicación se podría des-

glosar como sigue:

a) Sea cual fuere el emplazamiento, la presión que la columna de mercurio que está en la parte

cerrada del aparato de Torricelli ejerce sobre el mercurio de la parte inferior es igual a la presión

ejercida sobre la superficie del mercurio que está en el recipiente abierto por la columna de aire

que se halla encima de él.

b) Las presiones ejercidas por las columnas de mercurio y de aire son proporcionales a sus pesos; y

cuanto más cortas son las columnas, tanto menores son sus pesos.

c) A medida que Périer transportaba el aparato a la cima de la montaña, la columna de aire sobre el

recipiente abierto se iba haciendo más corta.

d) (Por tanto,) la columna de mercurio en el recipiente cerrado se fue haciendo más corta durante el

ascenso.

Así formulada, la explicación es una argumentación en el sentido de que el fenómeno que se trata de

explicar, tal como aparece descrito en el enunciado (d), es lo que cabía esperar a la vista de los hechos

explicativos citados en (a), (b) y (c); y que, además, (d) se sigue deductivamente de los enunciados

explicativos. Estos últimos son de dos tipos: (a) y (b) tienen el carácter de leyes generales que ex-presan

conexiones empíricas uniformes; (c), en cambio, describe ciertos hechos concretos. Así, pues, el

acortamiento de la columna de mercurio se explica aquí mostrando que tiene lugar de acuerdo con ciertas

leyes de la naturaleza, como resultado de ciertas circunstancias concretas. La explicación encaja el

fenómeno que se trata de explicar en un patrón de uniformidades y muestra que era de esperar que se

produjera, dadas esas leyes y dadas las circunstancias concretas pertinentes.

El fenómeno del que la explicación tiene que dar cuenta lo de-nominaremos de ahora en adelante

fenómeno explanandum; al enunciado que lo describe, enunciado explanandum. Cuando por el contexto

se puede discernir a cuál de ellos nos referimos, denominaremos a cualquiera de ellos simplemente con el

nombre de explanandum. A los enunciados que especifican la información explicativa —(a), (b), (c), en

nuestro ejemplo— los denominaremos enunciados explanantes; todos ellos formarán el explanans.

Consideremos, como segundo ejemplo, la explicación de una característica de la formación de imágenes

por reflexión en un espejo esférico; a saber, la característica de que en general

1/u + 1/v = 2/r

donde u y v son las distancias desde el punto objeto y desde el punto imagen hasta el espejo, y r es el

radio de curvatura del espejo. En óptica geométrica, esta uniformidad se explica con la ayuda de la ley

básica de reflexión en un espejo plano, tratando la reflexión de un destello de luz en cualquier punto de un

espejo esférico como un caso de reflexión en un plano tangencial a la superficie esférica. La explicación

resultante se puede formular como una argumentación deductiva, cuya conclusión es el enunciado

explanandum, y cuyas premisas incluyen las leyes básicas de reflexión y de propagación rectilínea, así

como el enunciado de que la superficie del espejo forma un segmento de esfera.

Una argumentación similar, cuyas premisas incluyan también la ley de reflexión en un espejo plano,

ofrece una explicación de por qué la luz de una pequeña fuente de luz situada en el foco de un espejo

paraboloide se refleja en un destello paralelo al eje del paraboloide (un principio que se aplica

tecnológicamente en la construcción de faros de automóvil, de reflectores y de otros ingenios).

X

LECTURA OBLIGATORIA

Más allá del azar y la necesidad

Skolimowski, H. Problemas de racionalidad en biología. En F.J. Ayala, & T. Dobzhansky, Estudios sobre

la filosofía de la biología (pp. 267-291). Barcelona: Editorial Ariel.

A fin de ser fieles al proceso de evolución cuando describimos éste a nivel del Homo sapiens, hemos de

introducir en nuestro lenguaje conceptos abiertos, conceptos de crecimiento y conceptos normativos. Los

conceptos abiertos nos permitirán describir sin distorsión el desdibujamiento inherente a los organismos

vivos. Los conceptos de crecimiento nos permitirán describir sin distorsión los fenómenos vivientes en el

proceso de cambio, particularmente en el proceso de cambio cualitativo. Los conceptos normativos nos

permitirán describir sin mistificaciones las entidades vivas guiadas por valores específicos y dirigidos a

metas específicas.

La racionalidad de los procesos evolutivos es equivalente a entender y reconocer las propiedades de la

vida. A nivel de la especie humana, y especialmente a nivel del Homo symbolicus, la vida es vivida en el

reino normativo, dado que incluye tendencias y valores que no son únicamente elementos gratuitos

añadidos a las propiedades fisicoquímicas de la materia, sino que son, a menudo, las fuerzas que guían el

proceso global de evolución.

La evolución de nuestro entendimiento ha sido congelada a nivel del modelo estático de la Física

tradicional. Tenemos conceptos químicos, conceptos físicos y conceptos electro-magnéticos que

reconocemos. En ciencia no poseemos conceptos que intentan abarcar y describir los niveles superiores

de la complejidad de la materia: la materia dotada de auto-consciencia y de espiritualidad. Existe, pues,

una gran discrepancia entre las unidades dinámicas de la evolución biológica real y las unidades estáticas

y petrificadas de la evolución conceptual. Una epistemología verdaderamente evolucionista requiere la

adaptación de los estados de la evolución conceptual a los estados apropiados de la evolución biológica.

Ernst Mayr y otros han sostenido de forma elocuente que la interpretación física de ciertos conceptos

rudimentariamente biológicos implica una caricatura de estos conceptos.

Tenemos alguna base para nuestra duda en admitir conceptos abiertos, de crecimiento y normativos para

el dominio del conocimiento. Los conceptos abiertos parecen violar el principio de la invariabilidad del

significado. Los conceptos de crecimiento parecen violar el principio de la identidad A = A; los conceptos

normativos parecen violar el principio de la objetividad y de la realidad. La invariabilidad del significado,

la identidad estática del proceso y la realidad de los fenómenos son todas ellas premisas no escritas sobre

las que se construye el conocimiento científico. La aceptación de conceptos abiertos, de crecimiento y

normativos, junto con la aceptación de la racionalidad evolucionista, equivaldría a un nuevo tipo de

conocimiento, a saber, el conocimiento normativo. El conocimiento normativo es actualmente un anatema

para el conocimiento científico. De Aristóteles en adelante, separamos los tres reinos inicialmente unidos

—verdad, bondad y belleza— e insistimos en que la ciencia es la búsqueda de la verdad, lo que no tiene

nada que ver con los otros dos reinos. La denominada objetividad de la ciencia llegó a compendiar nuestra

búsqueda de la verdad. El principio de objetividad, tal como se presenta a muchos, parece excluir

entidades tales como los conceptos de crecimiento y los normativos.

Quizás haya llegado la hora de volver a examinar toda nuestra herencia intelectual de Aristóteles en

adelante. Quizás la separación entre la verdad y los valores fue prematura, o sólo temporal. Quizás una

actitud compasiva hacia los seres vivos, y particularmente hacia la vida dotada de consciencia, sea tan

racional como una actitud objetiva. En realidad, el desarrollo de una actitud compasiva no permitiría

acomodar los tres nuevos conjuntos de conceptos (abiertos, de crecimiento y normativos) que son

necesarios para la comprensión de la evolución en sus estadios superiores.

El postulado compasivo exige que estudiemos e intentemos comprender los organismos vivientes, desde

la ameba hasta el Homo symbolicus, en sus propios términos, en términos que son significativos para sus

vidas y sus valores, y no en los términos de la ciencia objetivista, lo cual equivale a supeditar los

organismos vivientes al escrutinio microscópico y al análisis clínico. El elemento de valor en esta

concepción del conocimiento es claramente transparente. Pero también lo es en la llamada ciencia

objetivista. Hoy en día, los propios científicos, incluidos los superpositivistas tales como Jacques Monod

y los positivistas moderados como Peter Medawar, admiten que la búsqueda de la verdad se basa en una

elección de valores. La ciencia es la demanda de un cierto tipo de valores. ¿Por qué no hacer que esta

demanda abarque y colme más cosas?

Este postulado compasivo no debe ser considerado como una mera extravagancia filosófica dado que no

sabemos qué tipo de aclaración nueva podría rendir si no se adopta. Para ser verdaderamente científico

con relación a él, se debe adoptar la actitud compasiva, y practicar entonces la ciencia dentro de una

armazón compasiva durante, digamos, cinco años y sólo entonces concluir si esta actitud aporta o no

resultados nuevos y aclaradores. ¿Será esto una pérdida de tiempo? Demasiados científicos pierden tanto

tiempo con problemas demasiado triviales que podría ciertamente permitirse un nuevo experimento

cognoscitivo —si solamente no estuvieran tan aprisionados por el armazón existente de la ciencia.

En segundo lugar, y lo que es más importante, el postulado compasivo no puede dejar de ser considerado

como algo caprichoso, sencillamente porque está en oposición con el postulado de objetividad. El propio

postulado de objetividad y todo el idioma de la ciencia basada en él están puestos en duda y precisan

justificación, y, en realidad, muestran cada signo de agotamiento característico de los paradigmas que

están declinando y desvaneciéndose.

Nuestro predicamento puede formularse de la forma siguiente: ¿qué tipo de conceptos nuevos, de modos

nuevos de conocimiento han de desarrollarse a fin de justificar el estadio socio-cognoscitivo-cultural de la

evolución humana? Si abarcamos adecuadamente el último estadio de nuestra evolución, podremos

abarcar los estadios anteriores, pero no viceversa.

En cierta forma somos animales. Pero parece que en el reino animal, cuantas más cosas conozca el

animal, mejor puede habérselas con el ambiente. Así, la ampliación del conocimiento del animal es para

éste fomentadora y ensalzadora de la vida. El conocimiento que poseen los animales ensalza la vida,

luego es normativo; no es un conjunto de categorías abstractas, sino reglas normativas para actuar a fin de

preservar y ensalzar la vida. Nos preguntamos por qué el conocimiento humano ha cesado de ser de este

tipo. ¿Por qué el conocimiento significa, a menudo, mera información?, ¿por qué ayuda poco al individuo

a ensalzar su vida?, ¿por qué interfiere tan a menudo con los fines de la vida humana? Nuestro dilema

puede volver a formularse otra vez: ¿qué tipo de conocimiento será aclarador para la comprensión de los

procesos de la vida y al mismo tiempo servirá de guía para una vida buena? Si aceptamos esta nueva

formulación, entonces la vía a un paradigma normativo para el conocimiento queda abierta.

Piaget sostiene que las funciones cognoscitivas son una extensión de regulaciones orgánicas y constituyen

un órgano diferenciado para regular intercambios con el mundo externo. Nuestros intercambios con el

mundo externo, incluidos aquellos que son llevados a cabo a través del vehículo del conocimiento, han de

servir para los fines de la vida humana.

La ciencia «objetiva», dentro del armazón del nuevo conocimiento normativo, no será descartada o

eliminada, sino integrada y a veces disuelta en estructuras más amplias. La actitud compasiva no

eliminará la actitud «objetiva», sino que sólo la subordinará a su propio y bastante modesto lugar. Los

conceptos abiertos no convertirán en inútil la búsqueda de significados precisos, sino que únicamente nos

harán darnos cuenta de que los conceptos «precisos» están en un extremo del espectro que no es más

importante que el propio espectro en su totalidad. Los conceptos de crecimiento nos enseñarán que dentro

de un sistema dinámico en el cual el coeficiente de cambio tiende a cero, obtenemos conceptos estáticos

que no compendian el sistema dinámico, sino sólo un aspecto muy especial de éste. Los conceptos

normativos no harán que todo sea relativo y esté basado en valores personales, sino que sólo aclararán

cuál es el papel de los conceptos descriptivos dentro del dominio del conocimiento que es un instrumento

normativo.

Sería trivial el repetir que el hombre está más allá de la biosfera; que las nuevas cualidades emergentes de

la materia física no pueden explicarse recurriendo a ardides gastados de la ciencia «objetiva»; que, por

ejemplo, la Biología molecular, incluso cuando está suplementada por conceptos tales como la «selección

natural», ni tan sólo empieza a explicar fenómenos tales como el lenguaje humano. «Selección natural» es

una de las expresiones clave que usamos para explicar la evolución. La «selección natural» es un tipo de

concepto-paraguas, aparentemente «objetivo» y «científico», pero que, de hecho, incluye elementos

normativos. Incluso si descartamos los Planes Superiores y los Propósitos Internos y admitimos que la

selectividad puede ser limitada a sólo dos aspectos —i) el procesamiento de información sobre la base de

la retroalimentación a partir del ambiente, y ii) que la segunda fuente de la selectividad es la resolución de

problemas en la experiencia anterior—no nos hemos escapado de las categorías normativas. Por el

contrario, los hemos multiplicado, ya que las ideas de retroalimentación, información, ambiente,

experiencia anterior son categorías normativas; no podemos darles un sentido en cualquier sistema

puramente físico, sino únicamente en un sistema que admite valores, evaluaciones y normas.

Nuestro enigma no es, pues, el enigma de la evolución per se, sino más bien el enigma de entender la

evolución, dado que nuestro dilema surge de la incongruencia entre nuestro entendimiento total de los

procesos evolutivos y esta parte de nuestra comprensión que puede clasificarse según el conocimiento

“oficial” (físico) que nos permite expresar sólo una parte de nuestro conocimiento total. De ahí la

paradoja: sabemos más de lo que “sabemos”. Esta paradoja es sólo aparente, ya que en el primer caso el

sabemos se refiere a nuestro entendimiento total, al conocimiento que poseemos en realidad; en el

segundo caso el “sabemos” se iguala a los límites y restricciones del paradigma científico, al

conocimiento que podemos expresar.

El librarnos de este dilema requiere un concepto mucho más amplio del conocimiento que, como lo he

sostenido, será un conocimiento normativo basado en la racionalidad evolucionista, los conceptos abiertos

y de crecimiento. Este paradigma normativo de conocimiento resolverá de forma prometedora otro

predicamento, la crisis actual entre la ciencia y la sociedad.

La arquitectura de la Física significa el triunfo de lo sencillo y de lo reducible. La arquitectura de la vida

humana significa el triunfo de lo complejo y de lo irreducible.

XI

LECTURA OBLIGATORIA

Acciones, Razones y Causas

Davidson, D. (1995). Ensayos sobre Acciones y Sucesos. Barcelona: Crítica.

¿Qué relación hay entre razón y acción cuando una razón explica una acción ofreciendo la razón del

agente para hacer lo que hizo? Podemos llamar racionalizaciones a tales explicaciones y decir que la

razón racionaliza la acción. En este ensayo quiero defender la posición antigua -y de sentido común-

según la cual la racionalización es una especie de explicación causal. Esta defensa requiere, sin duda, de

alguna re-elaboración, pero no parece necesario abandonar totalmente dicha posición, tal como lo

pretenden muchos autores recientes.

Una razón racionaliza una acción sólo si nos lleva a ver algo que el agente vio, o pensó ver, en su acción;

algún rasgo, consecuencia o aspecto de la acción que el agente quiso, deseó, apreció; que le pareció

atractivo, benéfico, obligatorio, agradable, o que consideró como su deber. No podemos explicar por qué

alguien hizo lo que hizo diciendo simplemente que esa acción particular le pareció atractiva: tenemos que

señalar qué fue lo que le pareció atractivo de la acción. Por lo tanto, siempre que alguien hace algo por

una razón, puede caracterizársele: (a) como si tuviera algún tipo de actitud favorable hacia acciones de

una clase determinada, y (b) como si creyera (o supiera, percibiera, notara, recordara) que su acción es de

esa clase. Deben incluirse en (a) actitudes tales como deseos, impulsos, instintos y una gran variedad de

convicciones morales, principios estéticos, prejuicios económicos, convencionalismos sociales, metas y

valores públicos y privados, en la medida en que éstos puedan interpretarse como actitudes del agente

dirigidas a cierta clase de acciones. La palabra “actitud” vale aquí para todo, porque debe abarcar no sólo

los rasgos permanentes de carácter que se muestran en la conducta de alguien a lo largo de toda su vida,

como el amor a los niños o la afición a compañeros escandalosos, sino también el capricho más efímero

que impulsa a una acción única, como el deseo súbito de tocar el hombro de una mujer. En general, las

actitudes favorables no deben confundirse con las convicciones, por pasajeras que sean, de que toda

acción de cierta clase debería realizarse, de que vale la pena realizarla o de que, hechas todas las

consideraciones, es deseable. Por el contrario, un hombre puede tener ganas durante toda su vida de

beberse un bote de pintura, sin que nunca, ni siquiera en el momento de ceder, piense que valdría la pena

hacerlo. A menudo, dar la razón por la cual un agente hizo algo consiste en nombrar la actitud favorable

(a) o la creencia relacionada (b), o ambas; permítaseme llamar a este par la razón primaria por la que el

agente realizó la acción. Ahora es posible reformular la afirmación de que las racionalizaciones son

explicaciones causales y también dotar de una estructura al argumento enunciando dos tesis sobre las

razones primarias:

l. Para entender cómo una razón de cualquier tipo racionaliza una acción, es necesario y suficiente que

veamos, por lo menos en sus rasgos esenciales, cómo construir una razón primaria.

2. La razón primaria de una acción es su causa.

A continuación ofreceré consecutivamente argumentos a favor de estas dos tesis.

Presiono el interruptor, enciendo la luz e ilumino el cuarto. Sin saberlo, también alerto a un merodeador

de mi presencia en la casa. En este caso no tuve que hacer cuatro cosas sino una sola, de la cual se han

dado cuatro descripciones. Presioné el interruptor porque quería encender la luz, y al decir que quería

encender la luz explico (doy mi razón, racionalizo) el acto de presionar el interruptor. Pero al dar esta

razón no racionalizo que haya alertado al merodeador ni iluminado el cuarto. Dado que las razones

pueden racionalizar lo que alguien hace cuando se lo describe de cierta manera y no cuando se lo describe

de otra, no podemos considerar lo que se hizo simplemente como un término en oraciones como “la razón

para presionar el interruptor fue que quería encender la luz”; de otro modo, nos veríamos obligados a

concluir, a partir del hecho de que presionar el interruptor es idéntico a alertar al merodeador, que mi

razón para alertar al merodeador era que quería encender la luz. Para señalar este carácter cuasi-

intensional3 de las descripciones de acciones en las racionalizaciones, hay que enunciar, con un poco más

de precisión, una condición necesaria de las razones primarias:

C l. R es una razón primaria por la que un agente realizó la acción A en la descripción d, sólo si R

consiste en una actitud favorable del agente hacia las acciones que poseen cierta propiedad y en una

creencia suya de que A en la descripción d tiene esa propiedad.

¿Cómo puede ser mi querer encender la luz (parte integrante de) una razón primaria si aparentemente

carece del elemento de generalidad que se requiere? Nos puede engañar el paralelismo verbal entre

“encendí la luz” y “quise encender la luz”. Lo primero se refiere claramente a un suceso particular, y por

eso concluimos que lo segundo tiene por objeto ese mismo suceso. Es obvio, por supuesto, que las dos

oraciones no pueden referirse de la misma manera al suceso que consiste en mí encender la luz, ya que la

verdad de “encendí la luz” requiere de la existencia del suceso, y no así la verdad de “quise encender la

luz”. Si la referencia fuera la misma en ambos casos, la segunda oración implicaría lógicamente la

primera: pero de hecho las dos oraciones son lógicamente independientes. Lo que es menos obvio, por lo

menos mientras no le prestemos atención, es que el suceso que al ocurrir hace verdadera “encendí la luz”

no puede ser llamado objeto, por intencional que sea, de “quise encender la luz”. Si encendí la luz, tuve

que hacerlo en un momento preciso y de una manera determinada; todos los detalles están fijados. Pero no

tiene sentido exigir que mi deseo se dirija a una acción realizada en cierto momento y hecha de alguna

manera única. Cualquier acción de un conjunto indefinidamente grande satisfaría el deseo y podría

considerarse igualmente elegible como su objeto. A menudo el querer y el desear se dirigen a objetos

físicos. Sin embargo, “quiero ese reloj de oro que está en la vitrina” no es una razón primaria y sólo

porque sugiere una razón primaria explica por qué entré en la tienda: por ejemplo, sugiere que quería

comprar el reloj.

En vista de que “quise encender la luz” y “encendí la luz” son lógicamente independientes, la primera

puede usarse para dar una razón de la verdad de la segunda. Esta razón ofrece una información mínima:

implica que la acción fue intencional—y querer tiende a excluir algunas de las otras actitudes favorables,

tales como el sentido del deber o de la obligación. Pero la exclusión depende mucho de la acción y del

contexto de la explicación. Querer nos parece un término pálido comparado con ansiar; sin embargo,

sonaría extrañó negar que un hombre que ansiara una mujer o una taza de café no las quisiera. En

realidad, no deja de ser natural tratar el querer como un género que incluye todas las actitudes favorables

como especies suyas. Cuando se considera así y cuando sabemos que alguna acciones intencional, es fácil

responder a la pregunta "¿por qué lo hiciste?" contestando “pues por ninguna razón”, queriendo decir no

que n0 haya ninguna razón, sino que no hay ninguna razón ulterior, ninguna razón que no pueda inferirse

del hecho de que la acción se hizo intencionalmente; en otras palabras, ninguna razón aparte del querer

hacerla. Este último punto no es esencial a la presente discusión pero no carece de interés pues defiende la

posibilidad de definir una acción intencional como una acción que se hace por una razón.

Una razón primaria consiste en una creencia y en una actitud, pero generalmente es ocioso mencionar las

dos. Si me dices que está soltando el foque porque piensas que eso evitará que se vaya hacia atrás la vela

mayor, no necesito que me digas además que quiere detener el desplazamiento hacia atrás de la vela

mayor, y si dices que me estás haciendo una seña con los dedos porque quieres insultarme, no tiene objeto

añadir que piensas que al hacerme esa seña con los dedos vas a insultarme. De manera semejante, muchas

explicaciones de las acciones en términos de razones que no son primarias no requieren que se mencione

la razón primaria para completarlas. Si digo que arranco las malas yerbas porque quiero que el césped esta

bonito, sería fatuo añadir lo siguiente: “Y, por tanto, considero que hay algo deseable en cualquier acción

que embellezca el césped o tenga buenas probabilidades de embellecerlo”. ¿Por qué insistir en que hay

algún paso, lógico o psicológico, cuando se transfiere el deseo de un fin que no es una acción a las

acciones consideradas como medios? Apoya igualmente el razonamiento que el fin deseado explica la

acción sólo si el agente desea lo que concibe como medio.

Afortunadamente no es necesario clasificar y analizar la gran variedad de emociones, sentimientos,

estados de ánimo, motivos, pasiones y apetitos cuya mención puede responder a la pregunta "¿por qué lo

hiciste?" para ver cómo se incluye una razón primaria cuando las expresiones mencionadas racionalizan

la acción. La claustrofobia ofrece una razón por la que un hombre abandona una fiesta porque sabemos

que la gente quiere evitar lo que teme, evadirlo, ponerse a salvo y alejarse de ello. Los celos son el motivo

de un envenenamiento, entre otras cosas porque el envenenador cree que su acción dañará a su rival,

suprimirá la causa de su agonía o reparará una injusticia, y éstas son las cosas que quiere hacer un hombre

celoso. Cuando nos enteramos de que un hombre timó a su hijo por codicia, no necesariamente sabemos

cuál fue la razón primaria, pero sí sabemos que la hubo y cuál era su naturaleza general. Ryle analiza la

frase “se jactó por vanidad” como “se jactó al toparse con el desconocido y el actuar así satisface la

proposición nomológica de que siempre que vea una oportunidad de granjearse la admiración y la envidia

de otros, hace cualquier cosa que considere capaz de producir esta admiración y esta envidia”. Este

análisis se critica con frecuencia, y quizá no injustamente, por la razón de que un hombre puede jactarse

por vanidad una sola vez. Pero si el jactancioso de Ryle hizo lo que hizo por vanidad, entonces es verdad

algo que implica lógicamente el análisis de Ryle: el jactancioso quería granjearse la admiración y la

envidia de los demás y creía que su acción produciría esta admiración y esta envidia; verdadero o falso, el

análisis de Ryle no prescinde de las razones primarias sino que depende de ellas.

Conocer una razón primaria por la cual alguien actuó de cierta manera es conocer una intención con la

que se hizo la acción. Si doy vuelta a la izquierda en la bifurcación porque quiero ir a Katmandú, mi

intención al dar vuelta a la izquierda es ir a Katmandú. Pero conocer la intención no necesariamente es

conocer la razón primaria en todo su detalle. Si Jaime va a la iglesia con la intención de complacer a su

madre, debe de tener alguna actitud favorable hacia el agrado que produce a su madre, pero se necesita

más información para decir si su razón consiste en que goza al agradar a su madre o en que lo considera

correcto o lo concibe como su deber o como una obligación. La expresión “la intención con la que Jaime

fue a la iglesia” tiene la forma aparente de una descripción, pero de hecho es sincategoremática y no se la

puede tomar como si se refiriera a una entidad, estado, disposición o suceso. Su función en un contexto es

la de generar nuevas descripciones de acciones en términos de sus razones: así, “Jaime fue a la iglesia con

la intención de agradar a su madre” da lugar a una descripción nueva y más completa de la acción

descrita como “Jaime fue a la iglesia”. Se da en esencia el mismo proceso cuando respondo a la pregunta

“¿por qué te mueve de esa manera?”, con “estoy hilando, tejiendo, bordando, haciendo ejercicio,

remando, acariciando, adiestrando pulgas”.

A menudo, describir directamente el resultado pretendido explica mejor una acción que afirmar que el

resultado era objeto de una intención o de un deseo. Decir “te calmará los nervios” explica por qué te

sirvo un trago tan eficazmente como “quiero hacer algo para calmarte los nervios”, porque lo primero en

el contexto de la explicación implica lo segundo; pero lo primero lo hace mejor porque, de ser verdadero,

los hechos justificarán la acción que yo elija. En vista de que justificar y explicar una acción van unidas

de manera tan frecuente, a menudo indicamos la razón primaria de una: acción aseverando algo que, de

ser verdadero, también verificaría, reivindicaría o apoyaría la creencia o actitud pertinentes del agente

“Sabía que debía devolverlo”, “el periódico decía que nevaría”, “pisaste mis dedos”, son todas

expresiones tales que, en los contextos apropiados de ofrecer razones, realizan esa doble función que nos

es familiar.

Según esta interpretación, el papel justificativo de una razón depende del papel explicativo, pero no

viceversa. El que hayas pisado mis dedos ni explica ni justifica que yo pise los tuyos, a menos que yo crea

que pisaste mis dedos, y la creencia por sí sola, sea verdadera o falsa, explica mi acción A la luz de una

razón primaria una acción se revela como algo coherente con ciertos rasgos del agente, sean estos

efímeros o duraderos, característicos o no; y se muestra al agente en su pape de Animal Racional.

Siempre es posible construir (con un poco de ingenio) un silogismo cuyas premisas correspondan a la

creencia y la actitud de la razón primaria de una acción, y de las cuales se sigue que la acción tiene alguna

“característica de deseabilidad” (como la llama Anscombe). Así, hay cierto sentido irreductible—y

aunque un poco anémico—según el cual toda racionalización justifica: desde el punto de vista del agente

en el momento en que actuó, había algo que decir a favor de la acción.

Al advertir que las explicaciones causales no teleológicas no revelan el elemento de justificación que

aportan las razones, algunos filósofos han concluido que el concepto de causa que se aplica en otras partes

no puede aplicarse a la relación entre razones y acciones y que el patrón de justificación proporciona, en

el caso de las razones, la explicación requerida. Pero supongamos que se concede que las razones solas

justifican las acciones al explicarlas: de ello no se sigue que la explicación no sea también—y

necesariamente—causal. De hecho la primera condición de las razones primarias C1 tiene como propósito

ayudar a separar las racionalizaciones de otras clases de explicación. Si, como quiero argumentar, la

racionalización es una especie de explicación causal, entonces la justificación, en el sentido dado en C1,

es por lo menos una propiedad diferenciadora. ¿Qué debe decirse de la otra tesis según la cual la

justificación es un tipo de explicación tal que no necesita recurrir a la noción ordinaria de causa? Aquí es

necesario decidir qué se está incluyendo bajo el término justificación. Podría interpretarse como si

abarcara sólo lo que está dado en C1, a saber, que el agente tiene ciertas creencias y actitudes a la luz de

las cuales la acción es razonable. Pero entonces ciertamente se ha dejado fuera algo esencial, porque

alguien puede tener una razón para una acción y, sin embargo, realizar la acción sin que esta razón sea la

razón por la que la hizo. La idea de que el agente realizó una acción porque tenía una razón es

fundamental para la relación entre una razón y la acción que explica. Por supuesto, también podemos

incluir esta idea en la justificación; pero entonces, hasta no poder dar cuenta de la fuerza de ese “porque”,

la noción de justificación será tan oscura como la noción de razón.

Cuando preguntamos por qué alguien actuó como lo hizo queremos que se nos dé una interpretación. Su

conducta nos parece extraña, rara, extravagante, carente de sentido, inapropiada, incoherente; o quizá ni

siquiera reconozcamos en ella una acción. Cuando nos enteramos de su razón tenemos una interpretación,

una descripción nueva de lo que hizo, que lo hace encajar dentro de un modo1 familiar de ver las cosas.

Este modo de ver las cosas comprende' algunas de las creencias y actitudes del agente; quizá también

algunas de sus metas, fines, principios, rasgos generales de carácter, virtudes o vicios. Además de esto, la

redescripción de una acción que ofrece una razón puede colocar a la acción en un contexto social,

económico, lingüístico o valorativo más amplio. Enterarse mediante el conocimiento de la razón de que el

agente concebía su acción como una mentira, como el pago de una deuda, como un insulto, como el

cumplimiento de una obligación familiar o como un gambito de caballo, es captar el propósito de la

acción en su contexto de reglas, costumbres, convenciones y expectativas.

Observaciones como éstas, inspiradas en el último Wittgenstein, han sido elaboradas con sutileza y

penetración por cierto número de filósofos. Y no podemos negar que es verdad lo siguiente: cuando

explicamos una acción dando una razón, de hecho redescribimos la acción; redescribir la acción le asigna

a ésta un lugar en un patrón y, de esta manera, se explica la acción. Surge aquí la tentación de derivar dos

conclusiones que no se siguen. E n primer lugar, a partir del hecho de que al dar razones meramente

redescribimos la acción y de que las causas son distintas de los efectos, no podemos inferir que, por lo

tanto, las razones no son causas. Las razones, al ser creencias y actitudes, ciertamente no son idénticas a

las acciones; pero, lo que es más importante, a los sucesos se los redescribe, con frecuencia, en términos

de sus causas. (Supóngase que alguien fue lastimado. Podríamos redescribir este suceso “en términos de

una causa” diciendo que fue quemado.) En segundo lugar, es un error pensar que sólo porque situar la

acción en un patrón más amplio es explicarla, entendemos ya de qué tipo de explicación se trata. Hablar

de patrones y contextos no responde la pregunta acerca de cómo las razones explican las acciones, ya que

el patrón o contexto pertinente contiene a ambas, a la razón y a la acción. Una manera de explicar un

suceso consiste en ubicarlo en el contexto de su causa; la causa y el efecto constituyen el tipo de patrón

que explica el efecto, en un sentido de “explicar” que entendemos tan bien como cualquier otro. Si la

razón y la acción ilustran un patrón distinto de explicación, tiene que identificarse ese patrón.

XII

LECTURA OBLIGATORIA

Intencionalidad Colectiva

Searle, J. (1997). La construcción de la realidad social. Barcelona: Paidos.

Muchas especies animales, la nuestra señaladamente, poseen una capacidad para la intencionalidad

colectiva. Lo que quiero decir con esto es que no sólo se comprometen en una conducta cooperativa, sino

que comparten también estados tales como creencias, deseos e intenciones. Además de la intencionalidad

individual, hay también intencionalidad colectiva. Ejemplos obvios los constituyen casos en los que yo

hago algo sólo en tanto que parte de nuestro hacer algo. Así, si soy un jugador de línea ofensivo en un

partido de fútbol americano, puedo bloquear la terminal defensiva, pero la bloqueo sólo en tanto que parte

de nuestra ejecución de una jugada de pase. Si soy un violinista en una orquesta, toco mi parte en nuestra

ejecución de la sinfonía.

Hasta la mayoría de las formas del conflicto humano requieren la intencionalidad colectiva. Para que dos

hombres puedan librarse a un combate de competición, por ejemplo, tiene que haber intencionalidad

colectiva a un nivel superior. Tienen que cooperar para conseguir un combate en el que uno de ellos

pueda batir al otro. En este respecto, un combate competitivo es algo distinto de golpear a alguien en

plena calle. El hombre que se acerca furtivamente a otro y le asalta en la vía pública no está inmerso en

una conducta cooperativa. Pero dos luchadores que pelean por un título, lo mismo que dos litigantes ante

un tribunal de justicia, y hasta dos profesores universitarios que intercambian insultos en una fiesta de

sociedad, están inmersos en una conducta cooperativa colectiva a un nivel superior, conducta en el marco

de la cual pueden desarrollarse las hostilidades antagónicas. Si se quieren comprenderlos hechos sociales,

resulta esencial comprender la intencionalidad colectiva.

¿Qué relación guardan la intencionalidad individual y la colectiva, qué relación hay, por ejemplo, entre

los hechos descritos por «Yo intento» y «Nosotros intentamos»? La mayor parte de los esfuerzos que

conozco por responder a esta cuestión tratan de reducir la «Nosotros-intencionalidad» a la «Yo-

intencionalidad» más algún añadido, normalmente creencias compartidas. La idea es que si intentamos

hacer algo juntos, eso consiste en el hecho de que yo lo intento hacer en la creencia de que tú lo

intentarás también; y tú lo intentas en la creencia de que yo lo intentaré. Y todos creen que el otro tiene

esas creencias, y tiene esas creencias sobre esas creencias, y esas creencias sobre esas creencias sobre esas

creencias, etc., en una jerarquía potencialmente infinita de creencias. «Yo creo que tú crees que yo creo

que tú crees que yo creo...», y así sucesivamente. Desde mi punto de vista, todos esos esfuerzos para

reducir la intencionalidad colectiva a intencionalidad individual están condenados al fracaso. La

intencionalidad colectiva es un fenómeno biológico primitivo que no puede ser reducido a, o eliminado en

favor de, otra cosa. Todos los intentos que yo he visto de reducir la «Nosotros-intencionalidad» a la «Yo-

intencionalidad» están plagados de contraejemplos.

Hay una razón profunda que explica por qué la intencionalidad colectiva no puede ser reducida a la

intencionalidad individual. El problema que hay con la fórmula de creer que tú crees que yo creo, etc., y

creer que yo creo que tú crees, etc., es que no consigue una agregación suficiente para un sentido de

colectividad. Ningún conjunto de «Yo-consciencias», aun suplementado con creencias, resulta, agregado,

en una «Nosotros-consciencia». El elemento crucial en la intencionalidad colectiva es un sentido del

hacer (desear, creer, etc.) algo juntos, y la intencionalidad individual que cada una de las personas tiene

deriva de la intencionalidad colectiva que todos comparten. Así, para volver al ejemplo anterior del

partido de fútbol americano, yo tengo en efecto una intención singular de bloquear la terminal defensiva,

pero tengo tal intención sólo como parte de nuestra intención colectiva de ejecutar un pase.

Podemos resaltar esas diferencias notablemente si contrastamos el caso en el que se da una conducta

genuinamente cooperativa con casos en los que, por así decirlo, dos personas se encuentran con que sus

conductas andan accidentalmente sincronizadas. Hay una gran diferencia entre dos violinistas que tocan

en una orquesta, por un lado, y descubrir, por el otro, que yo toco mi parte, que alguien en la habitación

contigua toca la suya y que, por puro azar, ambos estamos tocando la misma pieza de un modo

sincronizado.

¿La intencionalidad colectiva ha de reducirse a intencionalidad individual? ¿Por qué son tan reacios a

reconocer en la intencionalidad colectiva un fenómeno primitivo? Creo que la razón radica en que aceptan

un argumento que parece seductor pero que es falaz. El argumento dice que, puesto que toda

intencionalidad existe en las cabezas de los seres humanos individuales, la forma de esa intencionalidad

sólo puede referirse a los individuos en cuyas cabezas existe. Parece, así, que cualquiera que reconozca el

carácter primitivo de la racionalidad colectiva quede comprometido 'con la idea de que existe algo así

como un espíritu hegeliano del mundo, una consciencia colectiva, o algo implausible por el estilo. Las

exigencias del individualismo metodológico parecen forzarnos a reducir la intencionalidad colectiva a

intencionalidad individual. En una palabra; parece que tenemos que elegir entre, de un lado, el

reduccionismo, y de otro, una supermente flotante por encima de las mentes de los individuos. Lo que yo,

en cambio, pretendo sostener es que el argumento contiene una falacia, y que se trata de un falso dilema.

Es verdad que toda mi vida mental está dentro de mi cerebro, y que toda la vida mental de ustedes está

dentro de su cerebro, y lo mismo vale para todo el mundo. Pero de aquí no se sigue que toda mi vida

mental tenga que ser expresada en la forma de una frase nominal singular referida a mí. La forma que mi

intencionalidad colectiva puede tomar es simplemente ésta: «nosotros intentamos», o «estamos haciendo

esto y lo otro», etc. En esos casos, yo intento sólo como parte de nuestro intento. La intencionalidad que

existe en cada cabeza individual tiene la forma «nosotros intentamos”.

Por estipulación, de aquí en adelante usaré la expresión «hecho social» para referirme a cualquier hecho

que entraña intencionalidad colectiva. Así, por ejemplo, el hecho de que dos personas salgan juntas de

paseo es un hecho social. Una subclase especial de hechos sociales son los hechos institucionales, hechos

que tienen que ver con instituciones humanas. Así, por ejemplo, el hecho de que este pedazo de papel sea

un billete de veinte dólares es un hecho institucional. Los hechos institucionales nos darán aún mucho que

hablar.

La diferencia en entre hechos en bruto y hechos institucionales

En mis trabajos de filosofía del lenguaje8 he venido sugiriendo el principio de una respuesta a la cuestión

de las relaciones entre aquellos rasgos del mundo que son puros y brutos asuntos físicos y biológicos, de

un lado, y aquellos rasgos del mundo que son asuntos culturales y sociales, del otro. Sin implicar que ésos

sean los únicos tipos de hechos que existen en el mundo, necesitamos distinguir entre hechos brutos, tales

como el hecho de que el Sol esté a 150 millones de kilómetros de la Tierra, y hechos institucionales,

como el hecho de que Clinton sea presidente. Los hechos brutos existen con independencia de cualquier

institución humana; los hechos institucionales sólo pueden existir dentro de las instituciones humanas.

Los hechos brutos necesitan de la institución del lenguaje para que podamos enunciarlos, pero los hechos

brutos mismos existen independientemente del lenguaje o de cualquier otra institución. Así, el enunciado

de que el Sol está a 150 millones de kilómetros de la Tierra necesita una institución del lenguaje y una

institución de medida de las distancias en kilómetros, pero el hecho enunciado, el hecho de que hay una

cierta distancia entre la Tierra y el Sol, existe con independencia de cualquier institución. Por otra parte,

los hechos institucionales necesitan de instituciones humanas especiales para su misma existencia. El

lenguaje es una de esas instituciones; en realidad, es el conjunto entero de esas instituciones.

XIII

Lectura obligatoria

¿Puede haber una ciencia feminista?

Longino, H. E. (1987). Can There Be a Feminist Science? Hypatia, 2 (3), 51-64.

La pregunta de este título esconde múltiples ambigüedades. No solo las ciencias consisten en muchos

campos distintos, sino el término “ciencia” puede ser usado para referirse a un método de investigación,

una colección históricamente cambiante de prácticas, un cuerpo de conocimiento, un conjunto de

aseveraciones, una profesión, un conjuntos de grupos sociales, etcétera. Y las ciencias son muchas, y

también lo son las disciplinas académicas que buscan comprenderlas: filosofía, historia, sociología,

antropología, psicología. Cualquier respuesta desde la perspectiva de alguna de estas disciplinas será,

entonces, necesariamente parcial. En este ensayo, preguntaré acerca de la posibilidad de una ciencia

teorética natural que sea feminista y preguntaré desde la perspectiva de una filósofa.

. . . La esperanza para una ciencia teorética natural feminista ha ocultado una ambigüedad entre el contenido

y la práctica. En el sentido del contenido, la idea de una ciencia feminista involucra una serie de

presuposiciones y recuerda un número de visiones. Algunos teóricos han escrito como si una ciencia

feminista fuera una de las teorías que codifica una visión particular del mundo, caracterizado por la

complejidad, la interacción y el holismo. Tal ciencia, es feminista porque es la expresión y la valoración

de una sensibilidad femenina o un temperamento cognitivo. Alternativamente, se afirma que las mujeres

tienen ciertas características que les permite comprender el verdadero carácter de los procesos naturales

(que son complejos e interactivos). Mientras que las personas que proponen esta visión interaccionista lo

ven como una mejora con respecto a la ciencia contemporánea, también se le ha etiquetado como débil---

descrita equivocadamente como no-matemática. Las mujeres en la ciencia a quienes se les ha pedido que

hagan no una mejor ciencia, sino una ciencia inferior, han respondido amargamente a esta caracterización

de la ciencia femenina, pensando que es simplemente una nueva vestimenta de la vieja idea que las

mujeres no pueden hacer ciencia. Pienso que la visión interaccionista puede ser defendida en contra de

esa respuesta, aunque requiere ser rescatada de algunas de sus proponentes también. Sin embargo, creo

también que la caracterización de la ciencia feminista como la expresión de un temperamento cognitivo

femenino también tiene otras desventajas. Combina en primer lugar lo femenino con lo feminista. Aun

cuando es importante rechazar el menoscabo de las virtudes asignadas a las mujeres, es también

importante recordar que se construye a las mujeres para ocupar posiciones de subordinadas sociales. No

aceptaremos lo femenino en forma acrítica.

. . . Quiero sugerir que nos enfoquemos en la ciencia como practica en vez de contenido, como un proceso

antes que producto, entonces, no en la ciencia feminista, sino en hacer ciencia como una feminista.

Existe una tradición que concibe a la investigación científica como algo inexorable. Esto involucra la

suposición que los fenómenos del mundo natural están establecidos en determinadas relaciones unos con

otros, y que esas relaciones pueden ser conocidas y formuladas en una forma consistente y unificada. Esta

no es la antigua idea de la “ciencia unificada” de los positivistas lógicos, privilegiando a la física. En su

estado “no-explicado o “pre-analítico”, es simplemente la idea que hay un consistente, integrado, o

coherente tratamiento teorético verdadero de todos los fenómenos de la naturaleza…El trabajo de

investigación del científico es descubrir esas relaciones fijas. Así como el trabajo de los filósofo de Platón

era descubrir las relaciones fijas entre las forma y el trabajo de los científicos de Galileo descubrir las

leyes escritas en el lenguaje del gran libro de la naturaleza, la geometría, así las tarea del científico de esta

tradición permanece en el descubrimientos de las relaciones fijas sea como las haya concebido Estas ideas

son parte de la tradición realista de la filosofía de la ciencia.

No es posible, en un siglo que ha visto el desprendimiento de las disciplinas científicas, dar tal

descripción unificada de los objetos de investigación. Pero la creencia que el trabajo es descubrir unas

relaciones fijas de algún tipo, y que la aplicación de la observación, experimento y razón lleva

ineludiblemente al unificable, si no unificado conocimiento de la realidad independiente, está todavía con

nosotros. Esto se evidencia más claramente en las dos características de la retórica científica en el uso de

la voz pasiva como en “se concluye que” o “se ha descubierto que” y la atribución del agente a los datos,

como en “los datos sugieren”. Tal lenguaje ha sido criticado por la abdicación de la responsabilidad que

indica. Aún más, como investigadores científicos, y nosotros con ellos, nos convertimos en observadores

pasivos, víctimas de la verdad. La idea de una ciencia valorativamente neutra es integral en esta visión de

la investigación científica. Y si rechazamos esta idea también podemos rechazar nuestros roles como

observadores pasivos, indefensos para afectar el curso del conocimiento

Desarrollaré este punto de forma más concreta y autobiográficamente. La bióloga Ruth Doell y yo hemos

estado examinando estudios en tres áreas de investigación: en investigación de la influencia de las

hormonas sexuales en el comportamiento humano e la investigación del desempeño cognitivo; en la

influencia de exposición pre-natal, in utero, a niveles de andrógenos y estrógenos más altos o más bajos

que los normales sobre el llamado comportamiento de “rol de género” en niños; y en la influencia de los

niveles de andrógeno menores de lo normal (para hombres) en la pubertad sobre las capacidades

espaciales. Los estudios que analizamos son vulnerables a la crítica de sus datos y sus metodologías de

observación. Muestran, además, una clara evidencia de un prejuicio androcéntrico-en la presuposición

que solo hay dos sexos y dos géneros (nosotros y ellos), en la designación de los comportamientos

apropiados o inapropiados de los niños varones y mujeres, en la caricatura del lesbianismo, en la

presuposición de la superioridad matemática masculina. No encontramos, sin embargo, que esas

presuposiciones mediaban las inferencias de los datos a la teoría que encontramos objetable. Estas

presuposiciones sexistas sí afectaron la forma como nuestros datos fueron descritos. Lo que mediaba las

inferencias de los supuestos datos (es decir, lo que funcionaba como hipótesis auxiliares o lo que

proporcionaba hipótesis auxiliares) fue lo que llamamos el modelo lineal—la presuposición que hay una

relación causal unidireccional entre los niveles hormonales pre o post natal y más tarde en el

comportamiento o desempeño cognitivo. Para ponerlo en forma cruda, las hormonas gonadotropinas

fetales organizan el cerebro en periodos críticos del desarrollo. El organismo se encuentra así dispuesto a

responder en una variedad de formas a la variedad de estímulos ambientales. La presuposición que la

programación unidireccional es supuestamente fundamentada en los hallazgos de tal relación en otros

mamíferos…Aplicarlo en humanos es ignorar, entre otras cosas, algunas diferencias entre los cerebros

humanos y aquellos de otras especies. Además implica la voluntad de considerar a los humanos en una

forma particular—vernos como productos de factores sobre los cuales no tenemos control. No solamente

nosotros, como científicos, somos víctimas de la verdad, pero somos prisioneros de nuestra fisiología. En

el nombre de la extensión de un modelo explicativo, las capacidades humanas de auto-conocimiento,

auto-reflexión, y auto-determinación son eliminadas de cualquier rol en la acción humana.

Doell y yo hemos argumentado para el reemplazo de ese modelo lineal del rol del cerebro en el

comportamiento por uno de mayor complejidad que incluye elementos fisiológicos, ambientales,

históricos y psicológicos. Tal modelo permite no solo la interacción de factores fisiológicos y ambientales

sino también la interacción de esos con el sistema central de procesamiento auto-modificador, auto-

representacional (y auto-organizador)…La estrategia que tomamos en nuestro argumento es demostrar

que el grado de intencionalidad que se involucra en los comportamientos en cuestión es mayor que el

presupuesto por la investigadores de la influencia hormona, y argumentar además que este grado de

intencionalidad implica procesos cerebrales superiores…

Quiero desarrollar esta idea y describir lo que hemos hecho desde la perspectiva de la discusión de la

metodología científica.

Abandonando mi humor polémico por uno más reflexivo, quiero decir que, al final, el compromiso con

uno u otro modelo está fuertemente influenciado por los valores o por otras características contextuales.

Los modelos mismos determinan la relevancia y la interpretación de los datos….y creo que un programa

de investigación en neurociencia y psicología que procede de la presuposición que los humanos poseen

capacidades para la auto-conciencia, auto-reflexión, auto-determinación, y que entonces pregunta cómo

la estructura del cerebro humano y el sistema nervio permite la expresión de esas capacidades, revelará la

eficacia de los estados intencionales.

. . . Pienso…que el deseo de Ruth Doell y mío es, en diversas formas, un aspecto de nuestro feminismo.

Nuestra preferencia por un modelo neurobiológico que permite la agencia, la eficacia de la

intencionalidad es, en parte, la validación de nuestra (y la de todos) experiencia subjetiva del

pensamiento, la deliberación y la elección. Uno de los principios de la investigación feminista es la

valorización de la experiencia subjetiva, y por tanto, nuestra preferencia en este sentido está de acuerdo

con los patrones de investigación feminista. Hay, sin embargo, una forma más directa en que nuestro

feminismo se expresa en esta preferencia. El feminismo es muchas cosas para muchas personas, pero está

en su núcleo la expansión del potencial humano. Cuando las feministas hablan de romper y salir de la los

roles prescritos socialmente, cuando las feministas critican las instituciones de dominación, estamos con

ello insistiendo en la capacidad de los humanos—masculino y femenino—para actuar sobre la

percepciones de sí mismo y la sociedad, y actuar para traer cambios en uno mismo y en la sociedad sobre

la base de esas percepciones.

. . . La relevancia de mi argumento sobre una ciencia libre de valores debe estar más clara. Las feministas—

dentro y fuera de la ciencia—usualmente condenan el prejuicio masculino en las ciencias desde el puesto

de ventaja del compromiso por una ciencia libre de valores. EL prejuicio androcéntrico, una vez

identificado, puede ser visto como una violación de las reglas, como “mala” ciencia. La ciencia feminista,

en contraste, puede eliminar ese prejuicio y producir una ciencia mejor, buena, aún más verdadera y libre

de género. Desde la perspectiva del proceso que he descrito eso es anatema. Pero si los métodos

científicos generados por los valores constitutivos no puede garantizar independencia de los valores

contextuales, entonces esa perspectiva de una ciencia sexista no puede funcionar. No podemos

restringirnos simplemente a la eliminación del prejuicio, sino debemos expandir nuestro rango para

incluir la detección de marcos de referencia limitantes e interpretativos y el encuentro o construcción de

marcos de referencia más apropiados. No necesitamos, empero, no debemos esperar que tal marco de

referencia emerja de los datos…En vez de quedarnos pasivamente con respecto a los datos y los que los

datos sugieren, podemos reconocer nuestra habilidad para afectar el curso del conocimiento y modelarlo o

favorecer programas de investigación que son consistentes con los valores y compromisos que

expresamos en el resto de nuestras vidas. Desde esta perspectiva, la idea de una ciencia libre de valores no

es solamente vacía, sino perniciosa. Aceptar la relevancia de nuestros compromisos políticos en nuestra

práctica como científicos no implica la simple y cruda imposición de aquellas ideas sobre la esquina del

mundo natural bajo estudio. Si reconocemos, sin embargo, que el conocimiento está modelado pro

nuestras presuposiciones, valores e interese de una cultura y que, dentro de los límites, uno puede escoger

la cultura propia, entonces es clara que como científicos/teóricos tenemos una elección. Podemos

continuar con el establishment de la ciencia, arropado confortablemente con los mitos de la retórica

científica o podemos alterar nuestras alianzas intelectuales. Aun cuando podemos continuar

comprometidos con un fin abstracto de la comprensión, podemos escoger para quien, socialmente y

políticamente, somos responsables en nuestra búsqueda de ese fin.

Esta responsabilidad no demanda una rotura radical con la ciencia como uno la ha aprendido y practicado.

El desarrollo de una “nueva” ciencia involucra una evolución más dialéctica y más continuidad con la

ciencia establecida que lo que el lenguaje familiar de las revoluciones científicas implica.

XIV

LECTURA OBLIGATORIA

¡Gracias a la bondad!

Dennett, D. Thank goodness. En C. Hitchens (Ed.), Dios no existe: Lecturas esenciales para

el no creyente (pp. 387-392).Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

Según un dicho antiguo pero cuestionable, en las trincheras no hay ateos, y existen como mínimo algunas

pruebas anecdóticas de ello en los casos conocidos de ateos famosos que, al salir de experiencias al borde

de la muerte, anunciaron al mundo su cambio de postura. Un ejemplo bastante reciente es el filósofo

británico sir A. J. Ayer, fallecido en 1989. He aquí otra anécdota a tener en cuenta.

Hace dos semanas me llevaron en ambulancia a un hospital, donde un TAC determinó que sufría

«disección de la aorta»: se había roto el revestimiento del principal vaso de salida que se llevaba la sangre

de mi corazón, creando un tubo de dos canales donde solo tenía que haber uno. Por suerte para mí, el

hecho de que hace siete años me hicieran un bypass en la arteria coronaria probablemente me salvara la

vida, porque el tejido cicatricial que había proliferado alrededor de mi corazón durante aquellos años

reforzó la aorta, evitando una fuga catastrófica a través del agujero de la aorta en sí. Después de una

operación de nueve horas en la que me pararon del todo el corazón y bajaron la temperatura de mi cuerpo

y mi cerebro a siete grados para impedir que la falta de oxígeno provocase daños cerebrales durante el

tiempo que tardasen en hacer bombear la máquina corazón-pulmón, ahora soy el orgulloso dueño de una

nueva aorta y un nuevo arco aórtico, hechos de un resistente tubo de Dacron cosido en su sitio por el

cirujano, y unidos a mi corazón por una válvula de fibra de carbono que hace un clic tranquilizador cada

vez que late mi corazón.

Ahora que empiezo una etapa suave de recuperación, tengo mucho que reflexionar: sobre la experiencia

angustiosa que he vivido, pero más aún sobre la avalancha de mensajes de ánimo que he recibido desde

que corrió la voz de mi última aventura. Mis amigos tenían muchas ganas de saber si había vivido una

experiencia al borde de la muerte, y en caso afirmativo, qué efecto había tenido en el ateísmo que

profesaba en público desde hacía mucho tiempo. ¿Había tenido alguna epifanía? ¿Pensaba seguir los

pasos de Ayer (que al cabo de unos días recuperó su aplomo y recalcó que «lo que debería haber dicho es

que mis experiencias no han debilitado mi creencia de que no hay vida después de la muerte, sino mi

actitud inflexible ante la fe), o mi ateísmo se mantenía intacto y sin cambios?

Pues sí, tuve una epifanía. Vi con más claridad que nunca que cuando digo thank goodness! no es un

simple eufemismo de thank God! (Los ateos no creemos que haya ningún Dios a quien darle las gracias.)

Realmente quiero decir thank goodness! En este mundo hay mucha bondad, cada día más, y este

fantástico tejido de excelencia fabricado por el hombre es el verdadero responsable de que esté vivo. Es

un digno destinatario de la gratitud que siento, y quiero celebrar este hecho aquí y ahora.

¿A quién debo estarle agradecido, en suma? Al cardiólogo que me ha mantenido vivito y latiendo todos

estos años, y que rechazó rápidamente y con seguridad el diagnóstico inicial de una simple neumonía. A

los cirujanos, neurólogos y anestesiólogos, y al perfusionista, que mantuvieron en funcionamiento mi

organismo durante muchas horas en condiciones extremas. A una docena aproximadamente de auxiliares

médicos, a enfermeras, terapeutas y técnicos de rayos equis, y a un pequeño ejército de flebotomistas tan

habilidosos que casi no te das cuenta de que te están sacando sangre; a las personas que traían las

comidas, tenían limpia mi habitación, lavaban las montañas de ropa sucia generada por un caso tan

aparatoso, me llevaban y traían en silla de ruedas, etcétera. Eran gente de Uganda, Kenia, Liberia, Haití,

Filipinas, Croacia, Rusia, China, Corea, la India... y también de Estados Unidos, claro; y nunca he visto

tratarse a la gente con un respeto tan impresionante como ellos al ayudarse y controlar mutuamente su

trabajo. Sin embargo, a pesar de lo bien que trabajaban en equipo, no podrían haber hecho su trabajo sin

un trasfondo enorme de aportaciones de otros. Recuerdo con gratitud a mi difunto amigo Allan Cormack,

físico y colega mío en Tufts, que compartió el premio Nobel por su invención del TAC. Allan, has

salvado póstumamente una vida más, aunque ¿hay alguien que lleve la cuenta? Lo que hiciste ha

mejorado el mundo. Thank goodness. Luego está todo el sistema de la medicina, tanto en su aspecto

científico como en el tecnológico, sin el cual los esfuerzos individuales servirían de muy poco, incluso los

mejor intencionados. Por lo tanto, estoy agradecido a las direcciones y los comités editoriales, actuales y

pasados, de Science, Nature, Journal of the American Medical Association, Lancet y todas las demás

instituciones científicas y médicas que siguen generando mejoras, y detectando y corrigiendo errores.

¿Venero yo la medicina moderna? ¿La ciencia es mi religión? En absoluto. No hay ningún aspecto de la

medicina o la ciencia actuales al que estuviera dispuesto a eximir del más riguroso escrutinio, y no tendría

reparos en enumerar toda una serie de problemas graves que aún quedan por solucionar. De hecho es muy

fácil, porque los mundos de la medicina y la ciencia ya están embarcados en el proceso de autoevaluación

más obsesivo, intensivo y humilde de toda la historia de las instituciones humanas, y hacen públicos cada

cierto tiempo los resultados de sus autoexámenes. Diré más: esta crítica racional y abierta de miras, por

imperfecta que pueda ser, constituye el secreto del éxito espectacular de estas iniciativas humanas. Cada

día aporta nuevas mejoras que se pueden medir. Si a mí se me hubiera reventado la aorta hace diez años,

no me habrían salvado ni rezando. Hoy en día no es que sea rutinario, pero mis probabilidades de

sobrevivir, en realidad, tampoco eran tan bajas (actualmente, más o menos el 33 por ciento de los

pacientes de disección aórtica mueren durante las primeras veinticuatro horas de su aparición sin

tratamiento, y a partir de ahí la cosa va a peor cada hora).

Al comparar el mundo de la medicina, del que ahora depende mi vida, con las instituciones religiosas que

me he dedicado a estudiar a fondo durante los últimos años, hay algo que me llamó especialmente la

atención. Uno de los aspectos más dulces y consoladores que se encuentran en cualquier religión (que yo

sepa) es la idea de que lo importante es el corazón de la persona: si tienes buenas intenciones, e intentas

hacer lo correcto (según Dios), no se te puede pedir más. ¡En la medicina no! Si te equivocas (sobre todo

con conocimiento de causa), tus buenas intenciones no cuentan prácticamente nada. Por otro lado,

mientras que las religiones suelen ensalzar el salto de fe y el actuar sin previo análisis de las alternativas,

en medicina se considera un pecado grave. A un médico que, llevado por la fe devota en sus revelaciones

personales sobre cómo tratar el aneurisma aórtico, hiciera pruebas sin previo estudio con pacientes

humanos le caería una buena bronca, o le expulsarían directamente de la profesión. Hay excepciones, por

supuesto. Se tolera a unos cuantos pioneros con arrojo y poca consideración al riesgo, y a la larga pueden

recibir honores (siempre que demuestren estar en lo cierto), pero solo pueden existir como raras

excepciones al ideal del investigador metódico que descarta escrupulosamente las teorías alternativas

antes de poner en práctica la suya. Sencillamente, no basta con las buenas intenciones y la inspiración.

Por decirlo de otro modo, aunque las religiones puedan cumplir una finalidad beneficiosa dejando que

mucha gente se sienta cómoda con el grado de moralidad al que puede llegar, ninguna religión somete a

sus miembros a unos criterios de responsabilidad moral tan elevados como el mundo laico de la ciencia y

la medicina. Y no me refiero solo a los criterios «extremos», entre los cirujanos y médicos que toman a

diario decisiones de vida o muerte, sino también a los criterios de conciencia seguidos por los técnicos de

laboratorio y los que preparan la comida. Esta tradición deposita su fe en la aplicación ilimitada de la

razón y de la investigación empírica, verificando todas las veces que haga falta, y preguntándose por

sistema “¿Y si me equivoco?”. En ningún caso se tolera apelar a la fe o al corporativismo. ¡Imaginémonos

la reacción que despertaría un científico dando a entender que nadie más puede obtener los mismos

resultados que él porque no tiene la misma fe que los integrantes de su laboratorio! Pero, volviendo a lo

que iba, mi gratitud por estar vivo se dirige a la bondad de esta tradición de razonamiento e investigación

abierta.

De acuerdo, pero ¿qué les digo a mis amigos religiosos (que los tengo, y bastantes) que han tenido el

valor y la sinceridad de decirme que rezaron por mí? Les he perdonado con mucho gusto, porque hay

pocas cosas tan frustrantes como no poder ayudar a un ser querido de ninguna manera más directa.

Confieso que me sabe mal no haber podido rezar (sinceramente) por mis amigos y mis familiares en

momentos de necesidad, y por eso valoro el impulso, aunque reconozca claramente su inutilidad. Los

comentarios de mis amigos religiosos no vacilo en traducirlos a alguna versión de lo que me han estado

diciendo mis colegas de ateísmo: “Pensaba en ti, y esperaba de todo corazón [otra concesión ineficaz pero

irresistible] que no te pasara nada”. El hecho de que estos amigos tan queridos hayan pensado en mí de

esta manera, y hayan hecho el esfuerzo de comunicármelo, ya es tonificante de por sí, sin necesidad de

suplementos sobrenaturales. En mi caso, estos mensajes de mi familia y mis amigos de todo el mundo me

han llegado literalmente al corazón, y agradezco el subidón de moral (¡hasta extremos de verdadero

frenesí, me temo!) que han producido en mí. Pero no hablo en broma cuando digo que tengo que perdonar

a los amigos que han dicho que rezaron por mí. He resistido a la tentación de contestar: “Gracias, pero

¿también sacrificaste una cabra?”. Me sienta igual que si uno de ellos me dijera: “Acabo de pagarle a un

médico vudú para que hiciera un conjuro sobre tu salud”. ¡Qué manera más crédula de malgastar un

dinero que se podría haber gastado en proyectos más importantes! No esperes que sienta gratitud, o tan

siquiera indiferencia. Agradezco el cariño y la generosidad que te impulsaban, pero me gustaría que

hubieras encontrado una manera más razonable de expresarlos.

¿Pero esto no es de una severidad horrible? ¡Seguro que no le perjudica a nadie que recen por mí los que

pueden rezar sinceramente! Pues no, no estoy tan seguro. Para empezar, si de verdad quisieran hacer algo

útil, podrían aprovechar el tiempo y la energía que dedican a rezar para algún proyecto urgente en el que

sí que puedan influir. Por otra parte, ya tenemos bases bastante firmes (por ejemplo, el estudio Benson de

Harvard, que se ha hecho público hace poco) para creer que la oración intercesora no funciona, y punto.

Cualquier persona que se desentiende de estas investigaciones mina sutilmente el respeto a la propia

bondad que estoy agradeciendo. Si insistes en mantener vivo el mito de la eficacia de la oración, nos

debes una justificación ante los hechos. En espera de ella, te disculparé por invocar tu tradición; sé lo

reconfortante que puede ser la tradición, pero quiero que reconozcas que lo que haces, en el mejor de los

casos, es problemático. Si eres capaz ni que sea de plantearte demandar a un médico que se equivocó en

el tratamiento, o a una compañía farmacéutica que no hizo todos los controles de rigor antes de venderte

un medicamento que te perjudicó, debes reconocer tu tácito agradecimiento a los altos criterios de

investigación racional por los que se rige el mundo de la medicina. Sin embargo, sigues incurriendo en

una práctica para la que no existe ninguna justificación raciona] conocida, y realmente crees que aportas

algo. (Trata de imaginar tu indignación si la respuesta de una compañía farmacéutica a tu demanda fuera:

“¡Pero si estuvimos rezando mucho por que saliera bien el medicamento! ¿Qué más quieres?”).

Lo mejor de decir “gracias a la bondad” en vez de “gracias a Dios” es que realmente hay muchas maneras

de saldar nuestra deuda con la bondad, comprometiéndonos a crear más bondad en beneficio de las

futuras generaciones. La bondad adopta muchas formas aparte de la medicina y de la ciencia. Gracias, por

ejemplo, a la música de Randy Newman, que no podría existir sin la maravilla de tantos pianos y estudios

de grabación, por no hablar de las aportaciones musicales de todos los grandes compositores, desde Bach

hasta Scott Joplin y los Beatles, pasando por Wagner. Gracias porque salga agua potable del grifo, y

porque tengamos comida a la mesa. Gracias por las elecciones justas y el periodismo veraz. Si quieres

expresar tu gratitud a la bondad, puedes plantar un árbol, dar de comer a un niño huérfano, comprar libros

para las colegialas del mundo islámico o contribuir de mil otras maneras a la manifiesta mejora de la vida

en este planeta, ahora y en el futuro próximo.

También puedes darle las gracias a Dios, pero la idea de devolverle algo a Dios es ridícula. ¿Para qué

puede querer tus míseras compensaciones un Ser omnisciente y omnipotente (“el Hombre que lo tiene

todo”)? (Además, según la tradición cristiana Dios ya ha saldado la deuda para siempre sacrificando a su

propio hijo. ¡A ver cómo devuelves ese préstamo!) Sí, ya sé que no son temas que haya que interpretar

literalmente; son simbólicos, lo acepto, pero entonces la idea de que dando las gracias a Dios se hace

algún bien también hay que considerarla puramente simbólica. Yo prefiero el bien real al bien simbólico.

Aun así, perdono a los que rezan por mí. Los veo como científicos tenaces que se resisten a las pruebas en

favor de teorías que no les gustan, mucho después de que la reacción adecuada hubiera sido un elegante

reconocimiento. Aplaudo la fidelidad a vuestra propia postura, pero os recuerdo una cosa: no basta con la

fidelidad a la tradición. Siempre tenéis que preguntaros: ¿Y si me equivoco? Creo que a la larga se les

puede pedir a las personas religiosas que cumplan los mismos criterios morales que las personas laicas de

la ciencia y de la medicina.