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Los Cuadernos de Comunicación EL SACRAMENTO COMO GRADO CERO DE LA COMUNICACION: PARTICIPAR ES EL MENSAJE «Se nos enseñó que el lenguaje de los pri- meros hombres eran lenguas de Geómetras, y sin embargo vemos que eron lenguas de Poetas». J. J. Rousseau: « Essai sur l' origine des tan- gues», Cap. . José Avello Flórez 1.-TODO VIENE DE LA NATURALEZA J ean J. Rousseau, como otros muchos an- tes y otros después que él, desde Pla- tón a Freud y Lévi-Strauss, concibió un mundo originario, un estado primor- dial del hombre del que, tras complejas y progre- sivas transrmaciones, proceden lo que llamamos orden social y cultural. Quizás la originalidad de Rousseau estriba en que de ninguna manera po- demos conocer este orden, Sociedad y cultura y en definitiva al hombre actual, sin remontarnos a aquel origen que él denominó Estado de Natura- leza; pero Rousseau no omite las dificultades que tendremos .para establecer tal conocimiento, pues Sociedad y Cultura operan como velos que se interponen entre nuestro conocimiento y el mundo, filtros apenas disceibles que modifican nuestra visión y no sólo ocultan, sino que tran§:' rman lo que pretendemos ver, sustrayéndolo al, conocimiento verdadero; Sociedad y Cultura, en fin, actúan como mediaciones insoslayables del conocimiento que, sin embargo, debemos rasgar si es que pretendemos conocer al ser humano, el más importante y principal objeto de reflexión que debe afrontar el pensamiento filosófico. Nos sitúa Rousseau ante una paradoja -y no será la única- que establece que nuestros principa- les instrumentos de conocimiento, las categorías de la cultura y el lenguaje, son a la vez los artífi- ces de su distorsión; pero simultaneamente nos propone un nuevo objeto para la reflexión: la rela- ción sistemática entre Sociedad y Conocimiento, que servirá como piedra ndacional de la Socio- logía del Conocimiento (1): los modos y rmas de conocer del hombre no son neutrales al orden social, político y cultural, en el que el hombre vive, sino que ambos, sistema social y sistema del conocimiento, se alteran y determinan mutua- 11 mente. Importará mucho, por tanto, conocer un estado tal del hombre en el que aún no haya sido contaminado por los valores sobrevenidos con lo social, pues sólo allí no encontraremos los velos de la cultura y del interés turbando su entendi- miento, sólo allí se nos aparecerá el hombre en su esencia, tal cual es, sin los oropeles y vicios que la sociedad le impone desfigurándolo has volverle, como a la estatua de Glauco, irreconocible. ¿Pero cómo lograrlo? Rousseau propone dos métodos: en primer lugar es necesario tomar distancia, des- centrarse como observadores. Si el hombre ac- tual, el hombre de nuestra sociedad nos es tan cercano que apenas podemos disceir en él lo verdadero (natural) de lo añadido (cultural), bus- quemos más lejos, en otras sociedades y otras culturas, en los hombres aún primitivos que habi- tan nuestro planeta, en países aún salvajes e inex- plorados: ellos están más cerca del origen. Luego comparemos unos pueblos con otros, quitemos lo que tienen de diferente, de peculiar por sus cultu- ras particulares, y quedémosnos con todo aquello que les es común; aquellos elementos que sean compartidos por todos los pueblos constituirán lo natural y originario: la naturaleza del hombre. Cuando mediado el siglo XVIII Rousseau nos propone este método, está ndando la Antropo- logía Cultural, tal y como ha puesto en evidencia Lévi-Strauss (2), y el análisis estructural de las culturas cuando nos propone un segundo método derivado del primero, a saber: si aquello que es común y universal es lo natural (lo estructural, diríamos ahora), eso quiere decir que el Origen, aquel Estado de Naturaleza donde hallaremos al hombre desprovisto de los valores de la cultura que nos lo ocultan aquí, no está en un lugar y un tiempo remotos, terminados, definitivamente con- cluidos; los tiempos pasados son materia de análi- sis de la historia, que determinará los hechos, pero «comencemos por descartar los hechos» y la historia, pues el origen está aún aquí, bajo nues- tros ojos: sólo necesitamos apartar lo accesorio, lo añadido; rasgando la dura corteza del hombre so- cial sacaremos a la luz al hombre natural; elimi- nando aquello que es producto del comercio de los intereses y los valores, esclavo de la opinión so- cial y, por tanto, alienado en ese orden aparente, encontraremos al hombre verdadero, el que la na- turaleza ha troquelado en el oscuro ndo de nues- tro corazón. Este preámbulo nos sirve para plantear nuestra pregunta acerca de la comunión justamente bajo los dos cos que Rousseau contribuyó a encen- der, según hemos visto: la Sociología del Conoci- miento y la Antropología Cultural. Si nuestro ob- jeto es la comunicación entre los hombres y ésta se nos presenta bajo rmas tan diversas como un espectáculo de ópera y el cuchicheo de unos ena- morados, adoptando las pautas de un ritual de iniciación o una visita de milia, un discurso aca- démico o un simple guiño de compcidad; si en la

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Los Cuadernos de Comunicación

EL SACRAMENTO COMO GRADO CERO DE LA COMUNICACION: PARTICIPAR ES EL MENSAJE

«Se nos enseñó que el lenguaje de los pri­meros hombres eran lenguas de Geómetras, y sin embargo vemos que fueron lenguas de Poetas».

J. J. Rousseau: « Essai sur l' origine des tan­gues», Cap. II.

José A vello Flórez

1.-TODO VIENE DE LA NATURALEZA

Jean J. Rousseau, como otros muchos an­tes y otros después que él, desde Pla­tón a Freud y Lévi-Strauss, concibió un mundo originario, un estado primor-

dial del hombre del que, tras complejas y progre­sivas transformaciones, proceden lo que llamamos orden social y cultural. Quizás la originalidad de Rousseau estriba en que de ninguna manera po­demos conocer este orden, Sociedad y cultura y en definitiva al hombre actual, sin remontarnos a aquel origen que él denominó Estado de Natura­leza; pero Rousseau no omite las dificultades que tendremos .para establecer tal conocimiento, pues Sociedad y Cultura operan como velos que se interponen entre nuestro conocimiento y el mundo, filtros apenas discernibles que modifican nuestra visión y no sólo ocultan, sino que tran§:..' forman lo que pretendemos ver, sustrayéndolo al, conocimiento verdadero; Sociedad y Cultura, en fin, actúan como mediaciones insoslayables del conocimiento que, sin embargo, debemos rasgar si es que pretendemos conocer al ser humano, el más importante y principal objeto de reflexión que debe afrontar el pensamiento filosófico.

Nos sitúa Rousseau ante una paradoja -y no será la única- que establece que nuestros principa­les instrumentos de conocimiento, las categorías de la cultura y el lenguaje, son a la vez los artífi­ces de su distorsión; pero simultaneamente nos propone un nuevo objeto para la reflexión: la rela­ción sistemática entre Sociedad y Conocimiento, que servirá como piedra fundacional de la Socio­logía del Conocimiento (1): los modos y formas de conocer del hombre no son neutrales al orden social, político y cultural, en el que el hombre vive, sino que ambos, sistema social y sistema del conocimiento, se alteran y determinan mutua-

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mente. Importará mucho, por tanto, conocer un estado tal del hombre en el que aún no haya sido contaminado por los valores sobrevenidos con lo social, pues sólo allí no encontraremos los velos de la cultura y del interés turbando su entendi­miento, sólo allí se nos aparecerá el hombre en su esencia, tal cual es, sin los oropeles y vicios que la sociedad le impone desfigurándolo hasta volverle, como a la estatua de Glauco, irreconocible. ¿Pero cómo lograrlo? Rousseau propone dos métodos: en primer lugar es necesario tomar distancia, des­centrarse como observadores. Si el hombre ac­tual, el hombre de nuestra sociedad nos es tan cercano que apenas podemos discernir en él lo verdadero (natural) de lo añadido (cultural), bus­quemos más lejos, en otras sociedades y otras culturas, en los hombres aún primitivos que habi­tan nuestro planeta, en países aún salvajes e inex­plorados: ellos están más cerca del origen. Luego comparemos unos pueblos con otros, quitemos lo que tienen de diferente, de peculiar por sus cultu­ras particulares, y quedémosnos con todo aquello que les es común; aquellos elementos que sean compartidos por todos los pueblos constituirán lo natural y originario: la naturaleza del hombre.

Cuando mediado el siglo XVIII Rousseau nos propone este método, está fundando la Antropo­logía Cultural, tal y como ha puesto en evidencia Lévi-Strauss (2), y el análisis estructural de las culturas cuando nos propone un segundo método derivado del primero, a saber: si aquello que es común y universal es lo natural (lo estructural, diríamos ahora), eso quiere decir que el Origen, aquel Estado de Naturaleza donde hallaremos al hombre desprovisto de los valores de la cultura que nos lo ocultan aquí, no está en un lugar y un tiempo remotos, terminados, definitivamente con­cluidos; los tiempos pasados son materia de análi­sis de la historia, que determinará los hechos, pero «comencemos por descartar los hechos» y la historia, pues el origen está aún aquí, bajo nues­tros ojos: sólo necesitamos apartar lo accesorio, lo añadido; rasgando la dura corteza del hombre so­cial sacaremos a la luz al hombre natural; elimi­nando aquello que es producto del comercio de los intereses y los valores, esclavo de la opinión so­cial y, por tanto, alienado en ese orden aparente, encontraremos al hombre verdadero, el que la na­turaleza ha troquelado en el oscuro fondo de nues­tro corazón.

Este preámbulo nos sirve para plantear nuestra pregunta acerca de la comunión justamente bajo los dos focos que Rousseau contribuyó a encen­der, según hemos visto: la Sociología del Conoci­miento y la Antropología Cultural. Si nuestro ob­jeto es la comunicación entre los hombres y ésta se nos presenta bajo formas tan diversas como un espectáculo de ópera y el cuchicheo de unos ena­morados, adoptando las pautas de un ritual de iniciación o una visita de familia, un discurso aca­démico o un simple guiño de complicidad; si en la

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comunicación se usan instrumentos tan heterogé­neos como el tan-tan y la imprenta, la faringe y la TV; si sus expresiones evocan y responden a sis­temas de representación del mundo tan alejados entre sí como los de un beduino y un sueco, ¿qué puede ser entonces lo común, lo universal y lo originario en la comunicación humana?, ¿ cómo se respondió desde la Ilustración, donde se encuen­tran algunas de las bases epistemológicas de las ciencias sociales, a la pregunta fundacional de la Teoría de la Comunicación en tanto que ésta pre­supone una estructura cognoscible en su objeto bajo una apariencia multiforme? Nuestro propó­sito es diseñar una vía de acceso a esta pregunta, fijándonos en aquellos rasgos que los antropólogos han destacado como esenciales en el sistema del conocimiento y de la comunicación de los primiti­vos. También, en esta ocasión, Rousseau nos ser­virá como punto de partida.

2.-LA COMUNICACION «NATURAL»:

INMEDIATEZ Y TRANSPARENCIA

En el Estado de Naturaleza descrito por Rous­seau no hay un «parecer» distinto al «ser», no hay una apariencia ocultando (y a veces disimulando y engañando: no existe la capacidad de mentir que Eco presuponía como exigencia de la función se­miótica) lo esencial. Ser y parecer son la misma cosa y los hombres, en sus escasas relaciones, mostraban lo que eran con su mera presencia, sin encubrirse bajo las formas corteses de la comuni­cación, sin sustituirse a sí mismos por las formas gramaticales del lenguaje. Los hombres, natura­les, independientes y perezosos, no encubrían su identidad bajo un nombre o cualquier otro signo que les representase en sus relaciones mutuas y carecían de esa doble dimensión de «lo que se muestra», lo exterior, y «lo que se es», interior; sus relaciones eran, pues, transparentes e inme­diatas: «la diferencia en los modales anunciaba al primer golpe de vista la de los caracteres ... los hombres hallaban su seguridad en la facilidad de penetrarse recíprocamente» (3). Transparencia e inmediatez son los dos rasgos esenciales de la comunicación «natural» y, por ello, no precisan del lenguaje ni de ningún otro medio estructurado para comunicarse. Al comienzo hay gestos, ex­clamaciones, quejas, gritos espontáneos que evi­de.ncian los sentimientos, «las pasiones arrancaron las primeras voces» (4), pero no los significan, es decir, no los sustituyen y los representan, sino que los prolongan; como escribe Starobinski, «ini­cialmente la palabra aún no es el signo convencio­nal del sentimiento, es el propio sentimiento, transmite la pasión sin transcribirla. La palabra no es un parecer distinto al ser que designa» (5). «Penetrándose recíprocamente» los hombres son transparentes y no precisan recurrir a signos me­diadores que se les opongan como objetos opacos imponiéndoles su propia materialidad significante;

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sus mensajes no transitan desde el sentimiento «interior» al signo y de éste a la percepción del otro, troceando su relación en unidades disconti­nuas como los elementos que se corresponden en un código, sino que están unidos por lazos de continuidad y allí la expresión y el contenido son la misma cosa, las dos caras de un mismo cristal que transparenta lo exterior y lo interior. Por ello, también, carecían de identidad psicológica enten­dida como un «yo» oponible a otros «yo» discon­tinuos; antes bien, formaban parte de un conjunto superior compuesto por elementos transparentes, inmediatos y continuos; siendo independientes, eran comunes, relacionados por signos naturales; el hombre natural «persuadiría sin convencer, describiría sin razonar, cantaría en vez de hablar, la mayoría de los radicales serían sonidos imitati­vos, bien del tono de las pasiones, bien del efecto de los sonidos sensibles: la onomatopeya se haría manifiesta continuamente» (6). En el Estado de Naturaleza, como en algunas situaciones espe­cialmente intensas de nuestra vida sentimental, los hombres se relacionan con signos naturales, «que no pueden ser falsificados, que no actúan nunca más que al nivel de su fuente» (7).

En el siglo XVIII la clasificación de los signos que encontramos en Condillac pasa a la Enciclo­pedia (artículo Signo) y es de uso común en la literatura científica de la época. Propone esta cla­sificación distinguir los signos naturales, que ya hemos descrito, de aquellos que son artificiales (instituidos por convención) o accidentales (los asociados a ideas por circunstancias particulares y que son capaces de evocarlas, como una melodía evoca un sentimiento o una situación a la que se asocia). Pero esta distinción ya la encontramos en los iusnaturalistas, especialmente en Pufendorf, y en la Retórica de Gilbert, quién distingue el signo que no proporciona más que una presunción, de aquel otro que es «infalible». Las ideas fundamen­tales de la distinción siempre son las mismas: la continuidad entre el signo y su objeto, continuidad que impide su falsificación y nos asegura, por tanto de su verdad. La no discrecionalidad del signo, en la medida en que el signo natural actúa siempre al nivel de su fuente y no puede ser es­cindido de ella. La participación, en tanto que la expresión sensible es una parte que prolonga el contenido que la causa, de forma que los conteni­dos son inmediatamente accesibles. Estas caracte­rísticas suponen una comunión natural entre los hombres que los usan, partícipes de ese conti­nuum al que se denomina Naturaleza.

En el contexto de la Ilustración el concepto de Naturaleza está referido a tres aspectos diferen­tes: por un lado denota el ámbito del mundo fí­sico, la res extensa, aquello que es dado, por oposición a lo creado por el hombre, producto de la cultura. Pero por otro lado el concepto recibe de la tradición griega una denotación metafísica de physis como lo esencial, lo universal, lo único e indivisible; esta tradición eleática, al decir de Or-

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tega, identifica Naturaleza y Ser, de forma que lo natural es sinónimo de lo inmodificable, lo inva­riable, la referencia última a la que debe acudir todo pensamiento para sustentarse; de ahí que junto al aspecto físico, la Naturaleza sea también un concepto lógico, basamento último de todo cri­terio de verdad; lo natural se hace sinónimo de verdadero. Y por último, en tanto que lo verda­dero se configura como lo deseable, como valor, la Naturaleza deviene también un concepto ético (Cassirer) para los ilustrados y específicamente para Rousseau, cuya obra política se configura esencialmente en torno a esta tercera noción de lo natural. Cuando nos referimos, entonces, a los signos naturales nos estamos refiriendo a los sig­nos por los cuales se manifiesta la naturaleza, y cuando hablamos de «comunicación natural» nos estamos refiriendo a la manifestación de la natura­leza del hombre, manifestación que no la traduce, sino que la muestra. (A nuestro juicio se recogen aquí, con otros términos, algunos de los puntos esenciales de la disputa medieval acerca de los Universales y las posiciones de realistas y nomina­listas acerca de la Trinidad, donde la segunda per­sona, el Verbo, es mostrada como la manifesta­ción de la primera, el Padre, sin dejar de participar de su esencia; pero es ésta una cuestión que de­berá ser tratada en otro lugar).

En este proceso de comunicación natural no hay, por tanto, un código que asocie dos unidades discretas y diferentes refiriendo una a otra a tra­vés de una representación. En puridad, no hay un sujeto capaz de cumplir un proceso estrictamente semiótico manejando símbolos, pues éstos no son discernibles de aquél, como entidades separadas, de forma que el «sujeto», el hombre natural que comunica, no puede ser entendido de otra forma más que como un «dispositivo simbólico», por emplear una expresión que parafrasea la conocida tesis de Dan Sperber (8) sobre el simbolismo. En efecto, opina Sperber que el simbolismo no es un proceso de significación, sino un «dispositivo cognitivo» y sugiere que, en cuanto tal, se trata de un dispositivo de carácter innato. En lo que aquí concierne sólo nos interesa subrayar este carácter participativo, metonímico, del hombre «natural» y su comunicación en un momento en el que no hay escisión entre los sujetos y sus mensajes, ni repre­sentaciones posibles de tales sujetos como sepa­rados de sus mensajes o expresiones, de la misma forma que las expresiones o «signos naturales» no están separados, cualitativamente escindidos, de los objetos que designan, sino religados a ellos por relaciones «naturales» de semejanza o continui­dad. En esta concepción originaria de la comuni­cación natural, verdadero grado cero de la comu­nicación, comunicar es sinónimo de participar, ser miembro de, estar unido a. «Comunicar» pierde aquí su transitividad y debe ser entendido como «estar comunicado», o dicho de otra forma: el sujeto es el mensaje, participar es el mensaje; la

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comunicación se détiené en el umbral de sus pro­pias condiciones de posibilidad.

Como veremos en las observaciones de la an­tropología clásica y en las hipótesis de Freud y Piaget sobre el origen psicológico de la magia, las primeras operaciones cognitivas que contribuyen a la formación del yo y de un sistema de inter­cambio con el mundo «exterior» no suponen rela­cionar elementos discretos que se corresponden en un código, sino, al contrario, separar, escindir

el continuum en esos elementos. Las primeras operaciones no consisten en unir, poner en co­mún, comunicar, sino por el contrario, escindir, separar, dividir, y, en primer término, para deve­nir sujetos, separarse, diferenciarse del entorno inicialmente indistinto. En la adquisición del len­guaje ocurre un proceso similar al que se describe en múltiples Cosmogonías, entre ellas el Génesis bíblico, cuyo desarrollo puede ser descrito como una progresiva escisión 6iriaria de elementos (R.

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Escarpit): separación de la luz de las tinieblas, las aguas superiores de las inferiores, etc. El Origen siempre se presenta como indiferenciación, y el proceso hacia el orden como separación, diferen­cia. La comunicación lingüística constituye así una paradoja que, persiguiendo la unión, ha de lograrla fatalmente separando, introduciendo un elemento mediador en la relación. La comunica­ción, presentándose biológicamente como una al­ternativa a la fusión de identidades (M. Martín

Serrano), sólo es posible recurriendo a ese tercer término mediador de naturaleza material que, en cuanto tal, es estructurante (exige ciertas capaci­dades biológicas para ser manejado) y es estructu­rado ( debe adaptarse de alguna manera al uso comunicativo que se le asigna, es decir, a un fin). En la concepción ilustrada de la comunicación natural que estamos examinando, tal material me­diador que cumple funciones expresivas, y las configuraciones que adopta en tales expresiones,

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no es considerado como un «medio», un ente se­parado del sujeto y que responde a la voluntad de éste, sino como una parte, una prolongación de los sujetos aún no escindidos en la operación de comunicar: no es el tiempo aún de la palabra. Por eso, en tal contexto, la comunicación adquiere un primer valor social: la nostalgia. Nostalgia por cuanto la recuperación de ese estado mítico de comunión participativa es imposible a través de la palabra, que analiza, escinde y separa, por más que la palabra lo pretenda, y toda comunicación «nostálgica», que busca los orígenes, se cubre de misticismo y busca más que el sentido, la signifi­cación o la verdad, la anulación de los comunican­tes como diferencias, su comunión; o dicho de otra forma: considera que toda significación, todo sentido o toda verdad es esa comunión: un sacra­mento.

Aquí, el grado cero de la comunicación no es el grado cero del sentido, sino, al contrario, la pleni­tud del sentido y la absoluta ausencia de signifi­cado, por cuanto quedan suprimidas las distancias entre los sujetos y entre sujetos y objetos, y se clausura la grieta que separa a los símbolos de las cosas, unificando en un «todo» lo que se percibe como sucesión de «partes». El valor metonímico de la expresión anula su valor representacional, y representaciones y cosas son tratadas como miembros de la misma clase lógica no pudiendo versar las unas sobre las otras, para lo que se exigiría su escisión en clases lógicas diferentes. Por ello, también, el transcurso del tiempo es anu­lado como memoria para devenir eterno presente, o, por decirlo de otro modo, la memoria está en las cosas mismas; no hay, pues, lugar para la reflexión ni para el lenguaje. Es en esta perspec­tiva donde se entiende la nostálgica y apocalíptica afirmación de Rousseau: «el hombre que medita es un animal depravado». Para este pensamiento inauguralmente romántico, Narciso no sólo ve su imagen en el remanso del agua, sino que se siente mirado por ella, estableciendo así una escisión, una fatal distancia que, ya para siempre, será ocu­pada por la palabra.

3.-LA COMUNICACION Y EL ESPACIO DE LO SAGRADO; UNA APROXIMACION ANTROPOLOGICA

Dice Gregory Bateson en uno de sus Metálogos (9) que «no se puede decir» en qué consiste unsacramento, pues su esencia misma parece esca­par al ámbito del decir. Un sacramento no es unametáfora, en el sentido de que, para los católicos,el pan y el vino consagrados no son una metáforade la carne y la sangre de Cristo. En el sacra­mento los participantes no se limitan a hacer comosi el pan y el vino fuesen la carne y la sangre,uniendo mediante un código dos elementos hete­rogéneos; su pretensión no es la significación ( el

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pan y el vino significan que ... etc.) sino la efectiva transformación de unos elementos en otros, trans­formación que, sin embargo, no es vivida como un momento de alucinación colectiva. Para los cre­yentes, en la consagración, el pan y el vino son el cuerpo y la sangre de Cristo, no su representa­ción. Para un artista moderno su obra no es un signo que represente meramente tal o cual cosa, sino más bien un nuevo espacio de sentido, inde­cible en otro sistema de expresiones, por ejemplo en palabras, que sólo se puede acercar a ese «sen­tido» de forma aproximada, como saben bien los críticos de arte, música o poesía. La obra de arte, el poema, la pieza musical, tienen algo de único (W. Benjamin), no traducible, algo que, como en el sacramento, no se puede decir, pues todo decir acerca de ello siempre será perifrástico, incom­pleto.

Lo sagrado se presenta siempre en la historia de las culturas como una actividad, un espacio pecu­liar del ser humano donde el sentido convencional parece distorsionarse estando, sin embargo, re­pleto de sentido. Todas las culturas conocen lo sagrado como un espacio opaco a la palabra y, por tanto, a la disección analítica, al troceamiento en unidades elementales e inteligibles, espacio al que se recurre como principio de explicación, conven­ción religiosa, creencia o experiencia no comuni­cable, indecible, o por mejor expresarlo, no refe­renciable fuera de la creencia (tal parece ser, por ejemplo, el término «mbisimo» entre los Azande, según Evans-Pritchard, cuya virtualidad consiste precisamente en ser un nombre sin referencia, pero que sirve como principio de explicación má­gica.). Ese espacio de lo sagrado, por más que aparece siempre cargado de símbolos, se presenta como el límite del signo: es impreciso y opera respecto del conocimiento comunicable como el orden de la vida respecto de la autopsia: cuando se busca en el cadáver ya no está. Pero quedan indicios, rastros, huellas. Y en el sacramento que­dan símbolos materiales, operaciones realizadas por sujetos, ceremonias que persiguen fines, par­ticipación. La dimensión cognitiva de la comuni­cación está implicada en esa producción simbólica y que nos sitúa de nuevo en el dominio de lo originario y lo primigenio al que hacía referencia el concepto de comunicación natural; concepto en el que prima la dimensión cognitiva sobre la signi­ficativa, en el sentido en el que Sperber afirma que el simbolismo es un sistema cognitivo y no semiológico y que, como tal sistema, es indepen­diente de la verbalización pero dependiente, sin embargo, de la conceptualización.

Existe abundantísima literatura antropológica sobre el simbolismo y el ámbito de lo sagrado en las culturas primitivas, pero nos ceñiremos aquí a las aportaciones clásicas y más conocidas en lo que enlazan con nuestra argumentación acerca del grado cero de la comunicación humana.

Como es sabido, James Frazer (10) considera

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que la magia primitiva expresa una experiencia de lo sagrado antecedente de la religiosa y opera me­diante una lógica opuesta a la del pensamiento científico. Según Frazer el pensamiento mágico se apoya en dos principios: la asociación por simila­ridad o semejanza y la asociación por contacto o contigüidad; estos dos principios dan origen a dos tipos de magia: «la magia homeopática, que se funda en la asociación de las ideas por similitud» y «la magia contagiosa, que se funda en la asocia­ción por contigüidad»; además considera Frazer que la magia es en la historia humana más antigua que la religión, pues no precisa de poderes media­dores; que la creencia en la eficacia de la magia es verdaderamente universal y que los primitivos es­tán prisioneros de estas creencias, a las que ajus­tan todas sus conductas (lo que más tarde ha desmentido Malinowski al mostrar la existencia de comportamientos «racionales» o científicos junto a los comportamientos mágicos). Pero retengamos por ahora las nociones de «semejanza», «conti­güidad» y «no mediación».

Por su parte Lévy-Bruhl (11) observa que «los símbolos de los primitivos no se fundan, general­mente, en una relación captada o establecida por la mente entre un símbolo y lo representado, sino en una participación que frecuentemente llega hasta la consustancialidad»... «al símbolo se lo siente en cierto modo como al objeto mismo que representa, y representar adopta aquí el sentido literal de «hacer actualmente presente»,... de forma que «la acción simbólica implica el mismo proceso mental que la formación de los símbo­los ... y consiste esencialmente en hacer como si el resultado deseado se hubiese ya obtenido, como si se produjese ya el acontecimiento esperado». Evans-Pritchard hace la misma observación a propósito de los Azande: «El presente y el futuro no tienen en modo alguno para ellos la misma significación que para nosotros ... su modo de obrar parece probar que para ellos hay, en cierto modo, una interferencia entre el presente y el fu­turo, de manera que, por así decirlo, el presente participa del porvenir». La idea de continuidad se extiende no sólo del símbolo a lo simbolizado, no sólo de unos sujetos a otros (sujetos en tanto pertenecientes a, participantes de), sino también continuidad temporal que da forma a una peculiar noción de causalidad reversible; según E. Cassirer (12), «la relación causal mágica desdeña toda dife­rencia y toda demarcación temporal, de la misma forma que para el pensamiento mágico toda parte en el espacio no sólo representa el todo, sino que es el todo».

La experiencia primitiva de lo sagrado es des­crita, como vemos, con los mismos rasgos carac­terísticos de la comunicación «natural» según Rousseau y la generalidad de los enciclopedistas: continuidad, transparencia e inmediatez, reversibi­lidad causal, participación. Un tal concepto de comunicación «natural» (y por tanto verdadera,

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deseable, arquetípica) alumbrará gran parte de la fuerza literaria del Romanticismo y su ideal del amor inefable, concebido como arrebato del espí­ritu y desdichada pasión (Dénis de Rougemont) por cuanto su meta, su quimérico logro, exige la enajenación de la identidad de los enamorados en esa pasión común, en su fusión. Pues en tanto en que se forma parte de un continuum no existe la posibilidad de un intercambio que exige, cuando menos, posiciones diferentes y objetos o informa­ción que intercambiar; de no ser así estamos ante una especie de comunión mística en la que la individualidad queda anulada como tal ( enaje­nada); no se transmiten entonces mensajes sino que, como en los «raptos» místicos, son los suje­tos los «transportados» y no se comunica acerca de nada externo, nada es referido: participar es el mensaje. Se clausura así el sistema de comunica­ción cerrándose en sí mismo frente al entorno por respecto al cual puede ser considerado; se cierra al flujo de las referencias (al mundo como objeto tematizable) sin admitir novedad; se cierra a los valores sociales (al mundo como orden de relacio­nes compartidas) sin admitir posibilidad de cam­bios. Por eso el sacramento (la comunicación na­tural, el pensamiento mágico) resulta «indecible», impenetrable a la razón analítica, espacio enaje­nado, ensimismado, autorregulado, donde se anu­lan los sujetos, convertidos en meros operadores ceremoniales, y se clausuran las expresiones, au­torreferidas, tratadas como cosas (de ahí su virtua­lidad mágica). Un tal sistema de comunicación, cerrado, no es posible por cuanto, como diría A. Wilden, carece de valor de supervivencia; sin em­bargo es posible identificar sus rasgos en compor­tamientos e instituciones sociales en las que esta comunicación sacramental sin duda desempeña una función, pero no es éste el lugar para su examen; bástenos por ahora designar tal función como «comunicación alienada», cuyo análisis em­prendemos en otro lugar (13).

Tanto Freud como Piaget han aportado una ex­plicación psicológica a esta universalidad del pen­samiento mágico, «creencia verdaderamente cató­lica», según Frazer, cuyas manifestaciones se en­cuentran tanto en las sociedades primitivas como en las desarrolladas. Freud (14) acepta la teoría asociacionista y la definición de Tylor según la cual la creencia en la magia es «la confusión de un nexo ideal con un nexo real». Pero, ¿cuál es la razón de tal confusión flagrante? Freud asimila analógicamente el pensamiento primitivo al infan­til y considera que, siendo el deseo el motor de la acción mágica, el pensamiento animista se forja en la fase narcisista, cuando el «yo» es el propio objeto del deseo, «yo» que se está construyendo precisamente en esa época de la infancia. El hom­bre primitivo, como el niño, «exterioriza su orga­nismo psíquico» e invade así el entorno percepti­ble con su «ánimo»; merced a la «omnipotencial del pensamiento los objetos pasan a un segundo

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plano frente a sus representaciones», es decir, en la fase narcisista los objetos (y los otros sujetos) no son más que proyecciones psíquicas que, por tanto, se doblegarán al deseo puesto que forman parte de una misma realidad en la que aún son borrosas las fronteras entre lo «interior» y lo «ex­terior»; hay ahí una realidad primordial aún no escindida, regida por «los principios de la asocia­ción, la semejanza y la contigüidad, que encuen­tran su síntesis en una unidad superior: el con­tacto>, (15). La «omnipotencia de las ideas», que es también la omnipotencia de la producción sim­bólica, se encuentra en esta fase sometida al de­seo, pero esos símbolos producidos se liberarán más tarde escindiéndose del deseo para conver­tirse en «poderes» autónomos, exigentes, que marcarán la fase religiosa, como superación de la fase mágica; esos poderes serán, entonces, pode­res mediadores del deseo, símbolos mediadores, lenguaje.

Por su parte Piaget (16), admitiendo el funda­mento último de la argumentación de Frazer y de Freud, precisa que el origen de la «magia infantil» se halla en la fase de vida sincrética del niño, cuando éste aún no ha discernido ni diferenciado entre «yo» y mundo exterior. El «realismo» es precisamente esa confusión entre pensamiento y cosas y «el niño ignora todo lo que es extraño a su sueño y a sus deseos». La participación y la cau­salidad mágica se hacen inteligibles porque para el niño, en esta fase de vida sincrética, existe «con­tinuidad completa entre la vida de los progenitores y la actividad personal», con la particularidad de que va recibiendo un modelo fundamental de con­ducta: el mando; sus órganos corporales y el am­biente externo (la madre, específicamente) obede­cen a sus deseos inmediatos de alimento, calor, etc. « ... hay un período durante el cual los signos son adherentes a las cosas y participan de éstas, aún habiéndose separado parcialmente de ellas». «Lo que la fase mágica, por oposición a las fases ulteriores, presenta de típico, es precisamente que los símbolos se conciben todavía como partícipes de las cosas. La magia es, pues, la fase presimbó­lica del pensamiento»; lo que, según lo expuesto, nos permite concluir que comunicación natural y sacramento, donde «participar es el mensaje», constituyen el grado cero de la comunicación.

4.-CONCLUSION PROVISIONAL

Hemos dejado sin examinar algunas cuestiones importantes que conciernen al concepto propuesto de «comunicación natural», cuestiones que serán tratadas en otro lugar, pero que no es ocioso enunciar ahora. La primera de ellas se refiere a la imposibilidad de una tal comunicación para fun­cionar en más de un nivel lógico, es decir, su imposibilida� de manejar distintas clases lógicas (de acuerdo a la Teoría de los Tipos Lógicos de B.

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Russell) y por tanto su imposibilidad para meta­comunicar y para la negación. La comunicación natural será siempre afirmativa pues la noción «no» exige la escisión en unidades discontinuas de la negación y aquello que es negado. En segundo lugar, esta característica es coincidente con las propiedades que poseen los sueños (ausencia del «no») y con lo que los etólogos denominan comu­nicación animal, rituales también imposibilitados para la metacomunicación. En el actual trabajo

nos hemos limitado a definir el concepto de signo y comunicación natural proviniente de la Ilustra­ción y a comparar e identificar sus rasgos con el concepto de lo sagrado proviniente de la antropo­logía; hemos sugerido que ambos conceptos de­signan fenómenos relativos a la producción simbó­lica y a la formación del yo, que operan solidaria­mente en la comunicación; pero que la comunica­ción, considerada como un sistema de intercam­bio, exige símbolos y sujetos ya formados como

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diferencias. Por tanto, la comunicación natural o

el sacramento, como espacio de las relaciones

humanas, forma un sistema cerrado, clausurado

sobre sí mismo, una ceremonia ( en el sentido de

«figura proléptica» de G. Bueno) donde causa y

fin se identifican (los participantes sólo persiguen

participar), es de carácter exclusivamente afirma­

tivo y sólo apta para la adhesión y, por todo ello,

puede ser calificado como sistema de comunica­

ción alienada. Queda ahora abierta la cuestión de

identificar este tipo de comunicación alienada en

las ceremonias comunicativas de la sociedad mo­

derna, donde el conocimiento es sustituido por el

contacto como fin de la comunicación, y el inter­

cambio entre sujetos libres es sustituido por la

simple adhesión ritual. Es en estas tareasedonde Antropología y Teoría de la Co­

municación comparten un objetivo.

NOTAS

(1) Gérard Namer: «Rousseau, sociologue de la connais­sance», Paris, Ed. Klincksieck, 1978.

(2) Claude Lévi-Strauss: «Jean-Jacques Rousseau, funda­dor de las ciencias del hombre», en AA. VV. «Presencia de Rousseau», Buenos Aires, Nueva Visión, 1972, pp. 7 a 19.

(3) J. J. Rousseau: «Discurso sobre las ciencias y las ar­tes», Madrid, Alfaguara, 1979, p. 11.

(4) J. J. Rousseau: «Essai sur !'origine des langues», Bor­deaux, Ducros, 1970, Edición de Ch. Porset, cap. II.

(5) Jean Starobinski: «J. J. Rousseau: la transparencia y elobstáculo», Madrid, Taurus, 1983, p. 183.

(6) J. J. Rousseau, «Essai», cap. IV, el subrayado es nues­tro.

(7) J. J. Rousseau, «Dialogues», l.º Dialog. O. Completas,París, Gallimard, vol. I, p. 672.

(8) Dan Sperber: «El simbolismo en general», Barcelona,Promoción cultural, 1978.

(9) G. Bateson: «Metálogos: ¿por qué un cisne?», en «Pa­sos hacia una ecología de la mente», Buenos Aires, Carlos Lohlé 1976.

(10) James Frazer, «La rama dorada», Fondo de CulturaEconómica, Méjico, 1956, cap. IV. Sobre el tema del pensa­miento mágico véase el interesante reading de Ernesto de Martino: «Magia y civilización», Buenos Aires, Ed. Ateneo, 1%5.

(11) L. Lévy-Bruhl: «L'experience mystique et les symbo­les chez les primitives», Paris, Alean, 1938. El subrayado es nuestro.

(12) E. Cassirer: «Filosofía de las formas simbólicas», F.C. E., Méjico, 1971, vol. 2.

(13) J. Avello Flórez: «La ceremonia ensimismada: un en­sayo sobre alienación y pacto en la comunicación». Revista Española de Investigaciones Sociológicas. CIS, Madrid, en prensa.

(14) S. Freud: «Totem y tabú», Madrid, Alianza Ed., 1967,Cap. 3.

(15) Id. op. cit. pág. 115.(16) J. Piaget: «La representación del mundo en el niño»,

Méjico, FCE.