Patrick Raiwen - Ayaxia Ediciones

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Patrick Raiwen Ilustradores / Colaboradores Sonne Loyal & Breadfly

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CORONA DE CENIZAS

Patrick Raiwen

Ilustradores / Colaboradores Sonne Loyal & Breadfly

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© 2018 Patrick Raiwenwww.patrickraiwen.com

© Ilustraciones de cubierta e interior: Sonne Loyal & Breadflywww.curioserncurioser.com

© Colaboradores: Sonne Loyal & Breadfly

Primera edición: diciembre 2018

Derechos de edición en español reservados para todo el mundo.

© 2018, Ayaxia Edicioneswww.ayaxiaediciones.com

ISBN: 978-84-947717-9-8

Depósito Legal: M-37460-2018

Impreso en España.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91702 19 70 / 93 272 04 47).

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Nota del editor:

El libro contiene escenas no aptas para menores de dieciséis años.

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La historia que os voy a relatar ocurrió hace mucho tiempo, en una época oscura en ausencia de luz, pla-gada de magia que invocaba lo desconocido y dueña de bestias inimaginables que custodiaban los viejos bos-ques del pasado.

Una antigua, poderosa y salvaje, en la cual, si escu-chabas bien, podías oír el solemne y eterno canto de la naturaleza resonar por entre las rocas.

Para muchos, no es más que un relato repleto de belleza, poder, rencor, deber y amor, como tantos otros, pero para algunos, fue y por siempre será una autén-tica historia, tan real y verdadera como el olor de las rosas cuando florecen en la primavera.

Todo sucedió en el próspero reino de Dalghor, un pintoresco y modesto lugar situado justo en el centro de la gran isla de Nighud. A pesar de ser un sitio gene-ralmente tranquilo, había pasado por diversas etapas que marcaron por siempre el rumbo de sus gentes, co-nocidas por los ciudadanos como Las Eras Lóbregas, debido a las guerras que tuvo el reino con Ziremere por el control de unas minas de oro situadas en los límites de ambos reinos. Siguiéndole, además, devas-tadoras epidemias por la pobreza y mala alimentación

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de sus habitantes que habían dejado tras de sí aquellas crueles batallas. Sin embargo, esos sucesos remotos convirtieron a Dalghor en lo que era conocido tras los siglos: en un reino sólido y fuerte, con habitantes orgu-llosos de la tierra donde nacieron, haciéndose llamar dalghorienses.

El reino estaba rodeado de numerosas montañas y profundos bosques, cercano a una laguna de agua cristalina y atravesado por un serpenteante río. Tenía dos rutas de acceso hacia los países más cercanos: Zi-remere, nación bastante fría situada al noroeste de la isla, con la cual Dalghor había tenido desde siempre in-numerables problemas políticos, y Taiax, gran imperio costero en dirección al sur. Estos proporcionaban co-mercio del exterior y la posibilidad de vender o inter-cambiar los productos característicos de Dalghor.

Su economía se basaba principalmente en la ga-nadería y la agricultura, ya que Ziremere, al ganar la guerra, tomó posesión de las minas de oro. La tierra del reino era fértil, lo que daba lugar a grandes cultivos, en especial, de manzanos, cerezos, fragarias y truferas, además del suficiente alimento para el pastoreo de cabras o la crianza de caballos pura sangre. Aquellos corceles tenían el pelaje brillante y había de distintas tonalidades de rojo, marrón o beige, pero sobre todo predominaban aquellos que tenían las crines blancas y negras. Realmente eran animales fuertes, veloces y for-midables, aptos para los épicos torneos de caballeros que organizaba Dalghor. Aquellas competiciones de caballería tomaron gran popularidad por los alrede-dores. Al igual que los folclóricos bailes y festivales que

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celebraba el reino, dedicados generalmente a la llegada de las estaciones.

Su capital se encontraba en el interior de una ciu-dadela, una gran fortaleza de piedra que amurallaba la ciudad. Un bonito lugar de suelo empedrado y com-puesto por acogedoras casas de coloridos tejados, una gran plaza central y un castillo digno de reyes en el que se reflejaba todo el orgullo y la grandeza del reino.

Aquel majestuoso edificio daba la sensación de rozar las blancas nubes con sus altas torres puntia-gudas, que acababan con agitadas banderas ondeando victoriosas con el viento. Los rosales invadían trepando los grandes muros de piedra y hermosas figuras daban la sensación de cobrar vida en las vistosas vidrieras de colores.

El día en el cual todo comenzó era un agradable día de primavera. Se podían escuchar los melodiosos cantos del petirrojo y del ruiseñor. El cielo estaba azul y los res-plandecientes rayos del sol iluminaban un gran dormi-torio a través del cristal de la ventana. Un suave aroma a incienso y mirra recorría toda la estancia. La habita-ción era lujosa, distinguida, cálida y realizada con sumo gusto para la realeza. Las cortinas eran de un color rojo intenso, pesadas y tupidas, mientras que unas sábanas blancas de seda cubrían una preciosa cama. A su lado, una pequeña cuna de madera de cerezo, rica en deta-lles tallados y con una muñeca en su interior, parecía haber esperado durante bastante tiempo la llegada de un bebé.

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Una delicada y distinguida mujer se acercó a ella, la miró con alegría y deslizó con dulzura su mano iz-quierda sobre la madera. Suspirando, caminó hacia atrás y se sentó en una silla, donde delante tenía un escritorio repleto de libros, entre otros objetos y arti-lugios.

Aquella muchacha estaba embarazada, gozaba de juventud y gran belleza. Tenía un rostro fino, sus cabe-llos eran claros, como el trigo en verano, y poseía una mirada gentil y soñadora. Sus ojos azulados mostraban un pequeño brillo de felicidad. Lucía un elegante y có-modo vestido de tonos morados y granates, con bor-dados de oro fino sobre el pecho. Por su estilizada espalda se deslizaba suavemente la tela del cachemir. En su delicado cuello pendían un par de lustrosos col-gantes y en su cabeza brillaba el símbolo que la repre-sentaba: una flamante corona de oro blanco con rubíes incrustados. Era la reina Alma de Ziremere.

La reina era querida y respetada por la mayoría de sus súbditos como consecuencia del buen trato que mostraba siempre ante ellos, además de la ayuda que esta ofrecía a quien lo necesitaba. También fue un factor clave para la alianza con el reino vecino de Zire-mere, debido a su casamiento con el rey Bastion II de Dalghor.

De repente, alguien llamó a la puerta de la habita-ción. Era el rey, un hombre joven, alto, algunos dirían que apuesto, de mirada grisácea, oscura y penetrante, y aspecto fornido. Su pelo era largo, ondulado y de tonos negros como el azabache, al igual que su espesa barba que cubría gran parte de su cara. Su nariz le daba un

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aspecto serio, mas todo el que lo conocía sabía que era un hombre mucho más cercano de lo que a simple vista aparentaba ser. Aquel día iba vestido con uno de sus ropajes favoritos, que transmitía majestuosidad a los demás.

Bastion era un buen soberano, aunque no fue do-tado de demasiado saber político, a causa de ser coro-nado bastante joven tras la inesperada muerte de sus padres. Cuando tan solo era un zagal de diez años de edad, sus padres murieron en una emboscada mientras realizaban un viaje cercano a los dominios de Xezbet, un reino situado al sureste de Nighud, donde en el pa-sado sus habitantes eran expertos en la nigromancia, artes prohibidas que muchos no se atrevían a men-cionar.

Pese a su triste historia y refugiarse en las grandes celebraciones, como los banquetes o los bailes, cons-tantemente sacaba fuerzas para seguir adelante junto a los sabios consejos de su esposa, la única persona a la que amaba de verdad.

El monarca entró al cuarto tímidamente, dando enormes zancadas y arrastrando su larga capa por la alfombra. Intentaba esconder torpemente algo detrás de él; se trataba de un regalo para su amada.

—Así que aún seguís aquí, mi querida y bella es-posa. ¿Qué estabais haciendo?

—Hola, querido —respondió mientras se levan-taba de la silla—. Escribía en mi diario los avances de mi embarazo. Aunque con lo avanzado que está ya, me cuesta horrores solo el coger la pluma… Ya que tengo hinchados los dedos y mi barriga es tan prominente

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que tengo que rodearla con los brazos para poder es-cribir.

—Deberíais descansar, amada mía, ya sabéis que los esfuerzos pueden ser fatales ante un embarazo como el vuestro —le sugirió el rey, preocupado.

—Os preocupáis en vano, querido. Ya sabéis lo importante que es para mí escribir en mi diario. Me ayuda a recordar quién fui y a todos cuantos amé y ya no están aquí… —dijo la reina con cierta melancolía en su voz—. Mas no os preocupéis. Escribir en el diario tampoco me fatiga tanto, más me fatiga realizar tapices y aún lo hago con cierta destreza a pesar de mi estado.

La reina dirigió una mirada a la cuna, cambiando su tono melancólico por uno más alegre mientras decía:

—Mirad, Bastion, dentro de poco seremos padres… Es todo tan idílico que me cuesta hasta creerlo.

—Tenéis razón —respondió acariciando el vientre de su esposa—. En cualquier momento puede llegar y bendecirnos. Por fin nuestro sueño se hará realidad, después de tantos años.

—Estoy deseando con toda mi alma el poder te-nerlo entre mis brazos y cantarle las más dulces can-ciones de cuna. Nuestro primer hijo, Bastion… —res-pondió con una tierna mirada.

—El primero de muchos —añadió Bastion con voz entrecortada y entregándole un dulce beso en los la-bios—. Por cierto, os he traído un pequeño obsequio.

El rey, bastante inquieto, desveló el presente a su esposa, alegrándose ella al ver de qué se trataba.

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que tengo que rodearla con los brazos para poder es-cribir.

—Deberíais descansar, amada mía, ya sabéis que los esfuerzos pueden ser fatales ante un embarazo como el vuestro —le sugirió el rey, preocupado.

—Os preocupáis en vano, querido. Ya sabéis lo importante que es para mí escribir en mi diario. Me ayuda a recordar quién fui y a todos cuantos amé y ya no están aquí… —dijo la reina con cierta melancolía en su voz—. Mas no os preocupéis. Escribir en el diario tampoco me fatiga tanto, más me fatiga realizar tapices y aún lo hago con cierta destreza a pesar de mi estado.

La reina dirigió una mirada a la cuna, cambiando su tono melancólico por uno más alegre mientras decía:

—Mirad, Bastion, dentro de poco seremos padres… Es todo tan idílico que me cuesta hasta creerlo.

—Tenéis razón —respondió acariciando el vientre de su esposa—. En cualquier momento puede llegar y bendecirnos. Por fin nuestro sueño se hará realidad, después de tantos años.

—Estoy deseando con toda mi alma el poder te-nerlo entre mis brazos y cantarle las más dulces can-ciones de cuna. Nuestro primer hijo, Bastion… —res-pondió con una tierna mirada.

—El primero de muchos —añadió Bastion con voz entrecortada y entregándole un dulce beso en los la-bios—. Por cierto, os he traído un pequeño obsequio.

El rey, bastante inquieto, desveló el presente a su esposa, alegrándose ella al ver de qué se trataba.

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—¡Raisas! ¡Mis flores favoritas! Muchísimas gra-cias, cariño. ¿Cómo las habéis conseguido? —preguntó con dulzura.

Aquellas rosas eran realmente preciosas. Una do-cena, todas ellas abiertas menos una, la más pequeña del ramo. Daban la sensación de ser la mezcla armó-nica entre el amor y la más inocente belleza. Sus pé-talos se fusionaban entre un rojo sangre y un blanco tan pálido como la nieve. En su interior, un pequeño fulgor brotaba de los estambres, dándoles un aspecto aún más hechizante a aquellas flores, que desprendían un exquisito y relajante aroma. No había otro olor igual en todo el mundo.

—Me he levantado esta mañana antes de que sa-liese el alba para recogerlas. Incluso me interné en el bosque con el único propósito de poder entregaros hoy este ramo —confesó mientras se acercaba para darle otro beso—. Mas ahora, debo seguir con mis obliga-ciones. Si me necesitáis estaré abajo. Avisaré también a las sirvientas para que no os falte de nada.

Bastion salió del dormitorio, notándose en su rostro lo feliz que era. Estaba verdaderamente enamo-rado de su esposa y muy pronto tendría a su primogé-nito. Todo era perfecto, aunque no podía olvidarse de la infinidad de tareas que le aguardaban.

La reina se quedó pensativa por un momento y aproximó su nariz para disfrutar de la dulce fragancia del ramo. Caminó hacia el escritorio y agarró con sua-vidad un lujoso jarrón de cerámica donde vertió un poco de agua de una jarra. Dejó reposar las rosas en su

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interior para que no se marchitaran y las acercó a una de las mesillas cercanas a la cama.

Más tarde, Alma se dirigió a la ventana, la abrió y apoyó sus brazos en el alféizar. Sus pupilas se achicaron debido a los destellos del sol, pero enseguida pudo con-templar la majestuosidad del paisaje que reinaba ante ella. Sin embargo, su mirada se fijó en una pequeña ma-riposa de alas azuladas que revoloteaba a su alrededor, y se posó en su dedo índice izquierdo.

Unos segundos después, el pequeño insecto voló hacia arriba perdiéndose de su campo de visión. De re-pente, el azul del cielo comenzó a teñirse de gris, mien-tras que el sol, poco a poco, se cubría por nubes negras que anunciaban una próxima tormenta.

Una figura encapuchada observaba el castillo a la en-trada del bosque. Solamente se podía apreciar su fina barbilla y unos labios color carmín que delataban a una mujer. El viento soplaba con fuerza, revelando lo que eran unos cabellos cual lino recién hilado, casi blancos, a la par que agitaba violentamente sus oscuras vesti-mentas. Así como las flores de la pradera y las ramas de los árboles que crujían detrás de ella. Parecía que el bosque entero rugía ecos de advertencia de la oscura silueta.

Por su cabeza giraban mil y un pensamientos, sobre los cuales una voz predominaba diciendo:

Recuerda que debes regresar una vez cumplida tu misión. Te necesitamos para el aquelarre. No cometas ninguna estupidez, aún no tienes suficiente poder.

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La mujer tenía muy claros sus planes, aunque debía esperar un poco más para llevarlos a cabo. No temía a nada y tampoco le importaban aquellas palabras. Es-taba totalmente decidida a cumplir su objetivo.

Inesperadamente, sus pensamientos fueron inte-rrumpidos cuando un campesino la descubrió mien-tras este regresaba a casa apresuradamente debido al mal tiempo. Era un hombre entrado en años y de pelo canoso. Tenía la cara totalmente esculpida por arrugas y su piel mostraba un aspecto bronceado como con-secuencia de haber trabajado durante largas jornadas bajo el sol.

—¡Oiga! ¿Quién sois? ¿Necesitáis ayuda? —pre-guntó el campesino.

Sin dar una respuesta, la encapuchada se giró algo alarmada por el imprevisto. Cuando vio al humilde tra-bajador, simplemente sonrió con inocencia. El hombre notó algo raro en su sonrisa, fue entonces cuando sus piernas comenzaron a temblar, sintiéndose paralizado a los pocos segundos. Solo le quedaba observar por última vez cómo aquella tenebrosa figura se acercaba hacia él a toda prisa, mientras sentía un dolor intenso en el corazón que apagaba su vida.

Empezó a lloviznar. Alma cerró rápidamente la ventana y echó las cortinas. Tenía un extraño presentimiento. Lo único que la consolaba era sujetar su colgante y aca-riciarse el vientre para notar al bebé.

Nerviosa, se acercó de nuevo al escritorio, apartó sus libros y pasó a toda prisa las páginas de uno de ellos. Aquel libro era distinto al resto, tenía un aspecto

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antiguo y su polvorienta cubierta mostraba signos de no haberse leído durante bastante tiempo. Necesitaba encontrar algo en él para calmar su inquietud. Breves instantes después, logró hallar lo que tanto ansiaba: un viejo papel amarillento, bastante deteriorado, que deslizó sobre la mesa. Lo que a ojos de una persona ig-norante de la nigromancia pudiera ser un papel normal y corriente, era en realidad un peculiar tablero con va-rios dibujos. En su centro, había dibujada una estrella de doce puntas, rodeada por una circunferencia y va-rios enigmáticos grabados. En cada punta de la estrella se podían observar diferentes y orgullosas criaturas que parecían tener vida propia, envueltas además en un pergamino con una palabra escrita.

Todo estaba en silencio en la habitación, no se es-cuchaba nada, ni siquiera las gotas de lluvia o el viento golpeando el cristal de la ventana. El ambiente se enra-reció. Había poca luz en el dormitorio y se podía oler un suave aroma, mezcla del incienso y las rosas.

Alma encendió un par de velas blancas e intentó relajarse, sentándose en la silla. Con la cabeza incli-nada, respiró hondo y se quitó uno de los colgantes que anteriormente pendía de su cuello. Ante sus verdosos ojos, relucía una deslumbrante cadena de oro, seguida de una preciosa y fúlgida esfera de amatista, terminada en una radiante punta dorada. Era un preciado amuleto de adivinación y protección que poseía desde el día en que vino al mundo. Para ella, tenía gran valor, ya que era un regalo de su madre; incluso a veces podía sentir su abrazo al llevarlo puesto.

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La reina cerró los ojos y los volvió a abrir muy len-tamente. Sostenía su extraño talismán con los dedos índice y pulgar izquierdos, suspendiéndolo en el aire sobre el peculiar tablero.

Temblorosa, miró fijamente al centro de la estrella y formuló dudosa una pregunta:

—Péndulo oscilante de encantada esfera, por favor, permitidme de nuevo saber el destino. ¿Qué ocurrirá hoy en Dalghor?

El amuleto comenzó a girar en el sentido de las agujas del reloj al escuchar las palabras de su dueña. El péndulo tiraba ligeramente de su mano hacia la se-gunda criatura que estaba dibujada en la estrella. Un majestuoso corcel, cuya frente irradiaba un largo y afi-lado cuerno, se posaba indomable en el grabado, en-vuelto por un pergamino con la palabra «Pureza».

Los nervios de Alma desaparecieron al leer la res-puesta, creyendo que su significado representaba un nacimiento; el de su esperado primogénito. No había ni hay nada más puro en el mundo que la llegada de un re-cién nacido. Sin embargo, el colgante volvió a tirar hacia otro ser, girando menos tiempo sobre el tercero: una bestia reptiliana y de alas escamosas. Tenía un aspecto feroz y a la vez sabio. Su palabra era «Poder». Todo esto creó sentimientos confusos en el corazón de la dama, haciéndole dudar en seguir con todo aquello, pero no le dio tiempo a reaccionar. El péndulo siguió tirando, pa-sando por la cuarta bestia, la quinta, girando cada vez más rápido y arrastrando con más fuerza la mano de Alma hasta llegar a la sexta criatura: un fantasmagórico

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y sombrío animal donde en su pergamino se mostraba con letras negras la palabra «Muerte».

Al leer aquello, la reina sintió un escalofrío que re-corrió toda su espalda, seguido de un fuerte pinchazo en su mano izquierda. La esfera de su colgante estalló en mil pedazos centelleantes que fueron a parar hacia sus preciosos ojos.

La muchacha gritó asustada. Pensaba que un trozo de cristal la había dejado ciega. Acercó sus manos rá-pidamente e intentó flotarse con ellas para aliviar el dolor. Fue entonces cuando alguien llamó a la puerta de la habitación.

—¡Un momento, por favor! —dijo la reina.Alma abrió sus ojos muy despacio y con cierto

miedo. Solamente tenía un pequeño rasguño cerca del párpado derecho. Acto seguido, escondió a toda prisa el tablero en el libro y ordenó como pudo el desorden que había organizado.

—¡Señora! ¿Os encontráis bien? Soy yo, Liliana. —Se escuchaba al otro lado de la puerta.

—¡Sí, sí, adelante! —respondió algo nerviosa.Al abrirse la puerta, apareció una mujer bajita y

algo regordeta. Sobre sus manos, descansaba una ban-deja de plata y un plato de porcelana que contenía un poco de caldo caliente. Tenía una cara muy dulce y sim-pática. Sus ojos eran tiernos y poseían un tono verdoso como la hierbabuena. En su pelo castaño se apreciaban sus primeras canas que intentaba disimular con un gorro blanco. Iba vestida de amarillo pálido y llevaba encima un primoroso mandil con bordados florales que ella misma había realizado para no ensuciarse. Era

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la encargada de las doncellas y la mejor confidente de la reina.

Aunque Liliana solo fuera una sirvienta, a Alma le encantaba hablar con ella, sentía que era una per-sona en quien confiar. Además, ambas tenían cosas en común y el mismo sueño: el de concebir un hijo. No obstante, dicho sueño nunca se realizó para Liliana, al no poder quedarse encinta.

—Señora, ¿os ha ocurrido algo? Escuché un grito —preguntó preocupada mientras dejaba a toda prisa la bandeja sobre la mesa para acercarse a ella—. ¡Oh! ¡Pero si estáis sangrando! ¡Debo trataros esa herida! —ex-clamó alarmada.

—Solo es un pequeño arañazo. No os preocupéis —intentó tranquilizarla—. Por favor, Liliana, necesito que aviséis urgentemente a mi… ¡Ah! —gritó Alma sin poder acabar la frase.

—¿Qué os ocurre? —preguntó la angustiada sir-vienta.

—El bebé… —respondió Alma, intentando con-trolar su respiración.

—¡El rorro! ¡¿Ya llega?! —exclamó Liliana, mucho más angustiada que antes.

Liliana acompañó a Alma hacia la cama. Inmedia-tamente, avisó a una de las criadas que pululaban por el pasillo para que reuniera a todas las demás, necesi-taba ayuda. La reina sentía un dolor agudo que la estre-mecía; sin duda, el bebé ya estaba en camino.

Mientras tanto, en el salón del trono, se encontraba el rey totalmente ensimismado, sentado en su regia silla dorada decorada por varios blasones.

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La sala era realmente gigantesca. Los altos vitrales casi alcanzaban el prominente techo. Las paredes de piedra se encontraban adornadas con refinadas cor-tinas y banderas de distintos colores cosidas por las mejores hilanderas del reino. En el suelo de mármol, abundaban las alfombras que daban aún mayor visto-sidad a la sala.

El salón estaba tranquilo, como de costumbre. Los guardias del rey hacían su trabajo, manteniéndose rectos y mirando al frente, totalmente serios, atentos hacia cualquier contratiempo. Se sentían orgullosos de lucir el solemne uniforme que los identificaba como miembros de la guardia real, siempre acompañados de sus fieles lanzas para proteger al soberano y su familia.

En ese mismo instante, Bastion terminaba de apa-labrar los arriendos de unas tierras con los duques de Fortdnand. Más tarde, miró con serenidad la intermi-nable lista de deberes pendientes, agarrando la primera hoja que se mantenía en lo más alto. Tenía muchísimo trabajo, más de lo habitual. Debía preparar la presenta-ción del príncipe, ya que cualquier día próximo sería el alumbramiento de su esposa. Quería una celebración inolvidable en la que darían a conocer en sociedad al heredero de la corona. No había limitación alguna al presupuesto para tan magnánima celebración y tam-poco podía faltar absolutamente nada. Todos estaban invitados a la fiesta en la que habría música, juegos y comida, sobre todo comida.

—Veamos qué tenemos aquí… —decía en voz baja el rey mientras leía el papel.

—¡Mi señor! ¡Mi señor! ¡El bebé está en camino!

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Una criada llegó corriendo al salón sujetando su largo vestido violeta y gritando a los cuatro vientos que el príncipe llegaba. Bastion, al escuchar la nueva, se alteró tantísimo que se levantó bruscamente, tirando todo lo que había en la mesa.

—Lo siento, mi señor. Vuestra esposa está alum-brando a la criatura —se disculpó casi sin aliento la criada.

Bastion no dijo ni una sola palabra. Se encontraba paralizado por el temor. ¿Y si a su esposa le sucedía algo mientras daba a luz? ¿Y si el alumbramiento era dema-siado doloroso para ella? Sin pensarlo más, se dirigió rápidamente hacia sus aposentos, donde encontraría a su amada y la nueva vida que tanto anhelaba.

Sin embargo, antes de salir de la sala, un enorme rayo cayó cerca del castillo retumbando e iluminando todo a través de las enormes vidrieras de colores.

Afuera, la lluvia arreciaba y el viento soplaba con fuerza. El cielo estaba cubierto por nubes negras, mien-tras los truenos cada vez sonaban más cerca y terrible-mente. Todos los ciudadanos corrían hacia sus hogares para resguardarse del vendaval.

Al rey le extrañó aquella situación. No se esperaba una tormenta y mucho menos que esta entrase tan li-bremente por su castillo. Meditándolo, caminó un poco hacia delante para ver si estaba todo en orden en el exterior. Pero fue entonces cuando alguien llamó a la puerta del lugar. Tres veces. Aquel sonido pudo escu-charse por todo el salón pese al barullo que había.

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—¡¿Quién llama a la puerta?! —preguntó Bastion con tono autoritario—. ¿Dónde están los guardias que la custodian? —continuó con un tono de voz más alto.

Nadie respondió a la pregunta del monarca, ha-ciendo que este se preocupara. Antes de poder actuar, un rayo cegador de color escarlata destruyó la gran puerta de madera, haciendo volar por los aires a todos los guardias que estaban allí, dejando, además, una gran y espesa humareda gris que ocultaba la visibilidad casi en su totalidad.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó sorprendido y confuso, intentando controlar su ansiedad. Bastion no podía ver nada, lo cual hacía que sus nervios fuesen en aumento. Temía que pudiera tratarse de una inva-sión o trampa de algún reino vecino.

No se oía nada. El silencio era sepulcral. Poco a poco la humareda se disipaba, dejando ver un esce-nario caótico, lleno de escombros y de cuerpos incons-cientes y ensangrentados debido a la fuerte explosión.

Bastion no podía creer lo que estaba viendo y dio unos pasos hacia atrás, atemorizado. Pensaba que no tenía oportunidad alguna al ver aquella masacre ante sus ojos.

—¡¿Quién sois, escoria?! —preguntó con tono amenazante.

Después de unos instantes, realmente angustiosos, el humo se disipó por completo. A la entrada, se apre-ciaba una figura femenina y encapuchada, caminando desafiante hacia él.

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—¿Cómo osáis insultarme? ¡¿Quién os creéis que sois para hablarme así?! —exclamó la mujer, la cual se sentía claramente ofendida.

—Soy Bastion II de Dalghor, rey y soberano de Dal-ghor, además del único propietario de este, mi castillo, en el cual no sois bienvenida. ¡Guardias! —exclamó.

Pero nadie fue en su ayuda. Los guardias que aún seguían con vida apenas podían moverse, estaban gra-vemente heridos.

—Podéis gritar cuanto queráis, que nadie vendrá en vuestro auxilio. Ahora vais a pagar por todo el daño que me hicisteis —amenazó la muchacha con un evi-dente rencor en su voz.

—Decidme, ¿qué queréis de mí? —preguntó Bas-tion, menos altivo, intentando buscar una solución.

—Solo busco una cosa: a vuestro hijo.—¡Jamás dejaré que hagáis daño a mi familia! —

gritó el rey, enfurecido.—Dad gracias a que os aviso. Podría mataros y en-

tonces vuestra querida esposa se quedaría sin esposo ni hijo.

—¡Marchaos de aquí, maldita súcubo, o tendréis que pasar sobre mi cadáver!

Al decir aquellas palabras, dos de los guardias in-tentaron levantarse del suelo, apoyando todo su peso sobre las lanzas. Sabían que ya estaban muertos y lo único que podían hacer era dar algo de tiempo al rey y a su familia.

Bastion los miró a los ojos y les hizo un gesto con la cabeza, sintiéndose orgulloso de ellos y totalmente agradecido por el sacrificio que iban a hacer. No le

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quedaba otra; debía huir a toda prisa y no desperdiciar la oportunidad que le habían dado.

—Quiero que corráis y aviséis al cochero. Que pre-pare un carruaje con los caballos más bravos que dis-pongamos. Confío en vos, señorita —le ordenó el mo-narca en voz baja a la doncella asustada.

La malvada hechicera levantó su brazo y puso la mano al frente. Los guardias se prepararon para el próximo hechizo. De repente, el salón del trono se ilu-minó por completo. La sirvienta salió corriendo a cum-plir el mandato del rey, muerta de miedo. Bastion se apresuró hacia el lado contrario para salvar a su amada y al primogénito.

En los aposentos de los reyes, Alma ya había dado a luz. Fue tan rápido el alumbramiento de la criatura que ninguna de las doncellas, las cuales habían presenciado el nacimiento de decenas de bebés, podía creérselo. La reina se encontraba cansada y débil, más por el hechizo que formuló mientras empezó a dar a luz que por el hecho en sí. Pero, a su vez, más feliz que nunca al ver a la pequeña criatura que tenía entre sus brazos. Había tenido una preciosa niña de grandes ojos celestes y me-jillas sonrosadas que en aquel momento dormía pláci-damente.

—Es una niña preciosa —manifestó Liliana gentil-mente.

—Gracias, Liliana. Sí que lo es —dijo con dulzura mirando a la pequeña.

—Deberíais descansar un poco, señora —le acon-sejó al ver el estado agotado que tenía su reina.

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—Tenéis razón —dijo Alma mientras entregaba la niña a Liliana para que la acostara en la cuna—. Por cierto, ¿sabéis algo de mi esposo? —preguntó preocu-pada.

—Ahora que lo mencionáis, ordené a una de las doncellas que avisaran a su majestad, el rey, mas ya de-berían estar aquí.

En ese mismo instante, apareció Bastion comple-tamente agotado y con el rostro pálido. Cerró la puerta a toda prisa y respiró hondo. Estaba nervioso y tem-bloroso. Intentaba controlar con todas sus fuerzas el miedo que sentía para no preocupar a su esposa.

Por un momento, el rey se tranquilizó al observar la cuna donde se encontraba su hija. Se dirigió a ella y se quedó un rato mirándola, sonriendo levemente.

—Cariño, os presento a vuestra hija. Sé que desea-bais un varón, mas mirad qué ojos y qué bella que se-guro será. Nuestra hijita y princesa.

El rey dirigió su mirada a la de su esposa y sonrió de nuevo. Esa era la familia que tanto deseaba, después de tanto tiempo. No obstante, recordó la cruda realidad y su expresión cambió radicalmente, preocupando a Alma.

—¿Os ocurre algo, querido? —preguntó la reina.—Mi reina, no hay tiempo para explicaciones. De-

bemos marcharnos de inmediato.—¿Cómo? ¿A dónde? Es muy pequeña aún, no po-

demos irnos.—Liliana, por favor, ocupaos de la princesa y se-

guidme —ordenó el monarca.

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La sirvienta estaba confusa al escuchar la orden de su soberano, pero sin mediar palabra, acató el mandato y se dirigió a la cuna. Bastion quería salir cuanto antes del castillo para salvar sus vidas. No tenía oportunidad alguna ante aquella bruja y menos la de proteger a los miembros de su familia. Debían huir a toda prisa.

El rey caminó hacia la cama para tomar en brazos a su esposa, pero justo en aquel momento, la puerta del dormitorio se abrió de par en par con una fuerte rá-faga de viento, mostrando un pasillo totalmente oscuro como una cueva cerrada y virgen.

Todos miraron hacia la puerta, sorprendidos, con los ojos bien abiertos sin saber cómo reaccionar. La encapuchada ya estaba ahí, sonriendo, observando el escenario cubierta por su negra capucha como las alas de un cuervo y recitando unas palabras inentendibles para ellos.

Bastion y Liliana sintieron unos fuertes pinchazos por todo el cuerpo, seguidos de un ligero hormigueo. Ambos quedaron paralizados, completamente inmó-viles, no podían mover ni un solo dedo, ni siquiera pes-tañear.

Alma no sabía cómo actuar. Sus ojos llorosos mos-traban el miedo que sentía, mientras que los latidos de su corazón se aceleraban.

La mujer caminó desafiante hacia la cuna de la pe-queña, evitando su mirada hacia la reina, y pasando al lado de sus víctimas paralizadas, sin que estas pu-dieran hacer nada.

—Así que esta es la criatura… —dijo la encapu-chada con cierta indiferencia en su voz.

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—¿Quién sois? ¡Largaos de aquí! ¡Dejad a mi hija en paz! —gritó Alma intentando levantarse de la cama.

La hechicera miraba sin pestañear al rostro del bebé. Este, al notar la hostilidad que emanaba del am-biente, rompió a llorar.

—No lloréis, desgraciada. Pronto acabaré con vuestro sufrimiento.

La malvada hechicera levantó los brazos hacia arriba delante de la cuna del bebé, repitiendo otras pa-labras. Sobre su cabeza, apareció una gran nube en es-piral de color púrpura que poco a poco giraba cada vez más y más, apareciendo en su interior un gran agujero negro que empezaba a crecer mientras pequeños rayos rojos giraban sobre él.

Los muebles del dormitorio comenzaron a des-lizarse levemente debido a la fuerza del hechizo. Los cristales se rompían, las cortinas se desgarraban, las hojas de papel eran absorbidas por la extraña nube, hasta las rosas del ramo, excepto la más pequeña que seguía aún en el jarrón. Pronto la habitación se vio con-vertida en un abismo, donde trozos de papel y pétalos de rosas eran cubiertos por la oscuridad.

Alma se aferraba a la cama, mirando hacia arriba, mientras su cabellera se agitaba sin control. Bastion luchaba con todas sus fuerzas, desde su interior, para romper el conjuro, pero no podía mover ni un solo dedo por mucho que lo intentase.

La hechicera recitaba una serie de palabras que para ellos seguían siendo inentendibles. Las repitió una y otra vez, hasta cinco veces, dando lugar a que el agujero creciese mucho más.

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A la quinta vez, gritó las palabras mágicas con mayor fuerza que las veces anteriores. El grito había sido escuchado por todos los rincones del castillo. El agujero ya se había formado y daba a la nube un as-pecto terrorífico, como si de un pequeño huracán se tratase, que giraba ahora encima de la cuna de la pe-queña.

—Despedíos del mundo que jamás vais a conocer.Alma caminó temblorosa y agotada hacia la cuna.

Apenas podía mantenerse en pie y debía agarrarse a los muebles para poder avanzar. Tenía que salvar a su hija y tomarla en brazos antes de que el ritual llegara a su fin.

De aquel siniestro agujero negro cayó un rayo si-milar al que había destrozado las puertas del castillo, aunque mucho más intenso, hundiéndose en el cuerpo de la reina, que se sostenía con sus manos en la cuna, consiguiendo así salvar a su hija. Alma sintió un terrible dolor que la acabó de debilitar por completo. La pe-queña princesa no paraba de llorar, mientras su madre la miraba con lágrimas en los ojos. Finalmente, la joven no pudo resistirlo más y se desmayó, desplomándose en el suelo sobre un charco que se había formado con su sangre.

—¡¿Pero que habéis hecho?! —gritó la sorpren-dida hechicera, alterada y colérica, a la reina.

Bastion no daba crédito a lo que acababa de con-templar. Debía de ser fruto del estrés al que había es-tado sometido esos días, se decía a sí mismo. Aquello no podía ser real. Conforme más consciente era el rey de la actual situación, más se disociaba de ella. Aunque

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el soberano en esos momentos permanecía inmóvil por el conjuro de la hechicera, si hubiese tenido pleno con-trol de sus actos tampoco habría podido moverse. Poco a poco se rompía el conjuro que lo tenía preso, y podía empezar a mover algunos dedos de sus manos.

La hechicera estaba totalmente fuera de sí. No podía repetir el conjuro una vez más, y dominada por la furia, se dirigió rápidamente a la cuna para con sus propias manos intentar agarrar a la niña y estrangu-larla, pero finalmente el rey recuperó la movilidad por completo y la empujó violentamente contra la pared. Ante este inesperado giro de los acontecimientos, la bruja salió corriendo y desapareció del castillo entre una niebla que ella misma provocó. Bastion cayó atur-dido al suelo mientras los efectos de la parálisis se des-vanecían progresivamente. Aquel hombre comenzó débilmente a acercarse a su esposa, la cual yacía en el suelo empapada en su propia sangre.

La encapuchada apareció en la entrada del bosque, ex-hausta, con una respiración jadeante y apoyándose en uno de los árboles. Aún lloviznaba y se respiraba el olor de la tierra mojada. La desconocida mujer se quedó mi-rando hacia el castillo, como en su llegada, solo que esta vez con un sentimiento distinto, el cual le hacía retor-cerse por dentro. No quería perder ni un momento más y se giró con ademán de desaparecer de ese lugar para siempre. Sin embargo, un pequeño frasco de cristal se le cayó al suelo, sin romperse. La mujer se detuvo y de un firme pisotón lo reventó contra el suelo. Aquel mo-vimiento brusco provocó que sobresaliera otro de sus

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largos mechones blanquecinos. Por última vez, se giró a mirar hacia el castillo antes de perderse en la línea del horizonte.

Bastion sujetaba la mano de Alma junto a su cara, pa-sando delicadamente los dedos de su amada por su espesa barba, como si aquello lo reconfortase. Poco a poco, la reina comenzó a abrir los ojos muy lentamente.

—Alma mía, lo siento mucho, he sido incapaz de protegeros… perdonad a este vuestro esposo… os lo suplico —rogó el rey, llorando desconsoladamente.

La reina intentó hablar, sin poder pronunciar ni una sola palabra. Le costaba respirar y mantener los ojos abiertos. Apenas tenía fuerzas y sus latidos se apa-gaban.

—Lo siento muchísimo, vida mía… Jamás me per-donaré el daño que os he hecho…

Alma movió lentamente su mano derecha hacia su pecho, en busca del otro colgante que aún seguía en su cuello. Un pequeño amuleto de oro con la forma de una rosa cuyo tallo espinoso se retorcía con sus hojas.

Bastion le sostuvo la cabeza con delicadeza, ayu-dándola a quitárselo. La reina cerró los ojos por un momento, dolorida. Levantó los brazos muy despacio y puso el colgante alrededor del cuello de su amado, señalando con la otra mano la cuna de la princesa.

—Se lo daré, no te preocupes. Te amo… —dijo el rey entrecortadamente, sin poder evitar deshacerse entre lágrimas.

La reina lo miró con dulzura y cerró sus ojos, los más hermosos que el rey hubiese visto jamás, para

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siempre. Bastion no podía creer lo que había ocurrido. Él seguía abrazando su cuerpo inerte, manchado de sangre, sin soltarla mientras lloraba la gran pérdida.

A la mañana siguiente, no se celebró el nacimiento de la princesa sino el funeral de la reina, al que asis-tieron nobles y plebeyos para despedir a su querida soberana, y así honrar su alma desde lo más profundo de sus corazones.

Su cuerpo sin vida yacía bello y sereno como una estatua de mármol en el interior de un ataúd de ma-dera recubierto por esmeraldas, las que en vida habían sido las gemas favoritas de la reina. El inerte cuerpo de Alma yacería en el mausoleo de la familia real, mas su alma inmortal permanecería para siempre en los cora-zones de aquellos que en algún momento la amaron. Era un sepulcro ornamentado con exquisitas estatuas de piedra, simulando a héroes de guerra de la historia del reino, dioses y figuras que hacía alusión a la muerte. Situado justo en el centro de uno de los cementerios del lugar, donde enterraban a los más ricos y a los va-lerosos guerreros que dieron su vida en tiempos de guerra.

El rey aún no era del todo consciente de lo que había ocurrido. No obstante, necesitaba demostrarle a su esposa, una última vez, lo mucho que la amaba. Cuando se disponían a cerrar el sepulcro de la reina, el rey impidió que este se cerrase abalanzándose sobre el difunto cuerpo de Alma, estrechándola entre sus brazos mientras comenzaba a gritar desesperado, roto por el dolor y la desesperación.

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—¡¡¿¿Por qué, dioses, por qué me habéis hecho esto a mí??!! ¡¡De entre todos los castigos que podríais haberme infligido teníais que quitarme lo que más quería!! ¡¡Sin dudarlo os habría entregado mi reino, mis riquezas, todo y a todos cuanto poseo, incluso mi vida misma la hubiese cambiado gustosamente por la suya!!

Lisandru, el canciller del rey, lo agarró alejándolo de aquella que antes fue su esposa y se lo llevó de allí, ya que el fuerte y poderoso rey Bastion se las había visto con el único enemigo que ningún hombre puede afrontar y salir vencedor: la muerte.

Los días pasaron. Para la mayoría fue una situación difícil al principio, aunque el único corazón que pa-recía no sanar era el del rey. Bastión apenas hablaba, no tenía apetito ni ganas de vivir. Rara vez salía de sus aposentos y su aspecto mostraba cierta dejadez. Era como un muerto en vida, sin darse cuenta de las mara-villas que todavía le rodeaban, como su pequeña hija, que estaba siendo cuidada y mimada por las doncellas del castillo. La gente intentaba alentarlo, pero era im-posible. Ni siquiera las alegres canciones de los trova-dores, ni las emocionantes historias de los juglares o los divertidos trucos de los bufones de la corte, conseguían sacarle una pequeña sonrisa en su rostro. Cada día, sus amigos más cercanos le organizaban fiestas para evadir sus tristes pensamientos. Incluso le enviaban grandes regalos, tales como magníficos caballos, majestuosos anillos y poderosas armas forjadas por los mejores he-rreros que jamás hayan existido en Dalghor, intentando por todos los medios hacer que el monarca fuera capaz

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de levantar, un poco, su ánimo. Nada conseguía aliviar la pena que tenía cautivo a Bastion. Estaba totalmente hundido y sentía su espíritu sin ambición alguna, preso del dolor. Solo quería recuperar a Alma, el verdadero significado de su vida.

Pocos días tras el funeral, una noche en la que solo de-seaba descansar de otro insufrible día de la más com-pleta y absoluta soledad, Bastion se hallaba en su habi-tación, sentado sobre el lecho conyugal, el cual también perteneció a Alma días antes. Para olvidar todos sus problemas y no hacer caso a sus destructivos pensa-mientos, se quedó un rato observando la única rosa que todavía seguía en el jarrón de su difunta esposa. La flor se encontraba completamente abierta y resplan-deciente, cuando hacía tan solo unos días, era la más pequeña del ramo, la superviviente de aquella docena de rosas. Bastion acercó su nariz para oler el aroma, ca-yéndole una lágrima por su mejilla derecha al recordar a Alma. En ese instante, escuchó un extraño ruido que provenía de la propia habitación. Enseguida se puso a observar a su alrededor para ver de qué se trataba, y entonces vio la cuna de la princesa. Bastion se levantó, algo inquieto, de la cama, asomándose para ver qué hacía su hija. La pequeña dormía plácidamente. No obstante, como si la niña se hubiese sentido observada, comenzó a abrir muy despacio sus cristalinos ojos. Sus miradas se cruzaron haciendo que el rey sintiese cierta ternura hacia la criatura que lo contemplaba curiosa. La agonía que sentía el rey en su interior se desvaneció al contemplar los grandes ojos celestes de su hija,

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sintiendo paz y alegría. Repentinamente, la princesa se puso a llorar, haciendo que el rey instintivamente la tomase entre sus brazos, meciéndola en ademán de tranquilizarla.

—No dejaré que nadie te haga daño, mi pequeña flor —dijo sonriendo con lágrimas en los ojos.

Desde ese día, Bastion comprendió que no estaba solo. Tenía a una hija que lo necesitaba. Debía seguir adelante, tanto por ella como por él, además de todos sus súbditos, sin importar las dificultades y la nueva situación a la que tenía que enfrentarse sin su amada.

Transcurrió el tiempo, y a medida que la princesa iba creciendo, su padre solamente tenía ojos para su pri-mogénita. Era lo más valioso que tenía, y la llamó por el nombre de Raisie; la más pequeña de las rosas. La única flor que jamás se marchitaría de todo su reino.

Los años siguieron pasando en Dalghor, y no en balde, ya que prosperó aún más de lo que era conocido anteriormente, llegando nuevos habitantes, frecuente-mente, con intención de hospedarse y trabajar en las tierras del lugar.