Cuentos Breves
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ÍNDICE
Café para dos
Visita al museo
Progresiones
Sin título
A solas con mis dos huevos
Café para dos
El hombre caminaba por Madrid un día de abril sin rumbo fijo. Como empujado por una ráfaga
de viento, entró en un bar cercano a la fuente de Cibeles, eligió una mesa y se sentó. Cuando el
camarero se acercó, le pidió dos cafés.
– Para la señora, cortado – dijo señalando la silla vacía que tenía en frente y quedó en silencio.
El camarero no entendía nada: si el hombre estaba solo, por qué pedía dos cafés. Respetando la
premisa de que el cliente siempre tiene la razón, en pocos minutos le llevó el pedido y le cobró
por adelantado, por las dudas.
Intrigado por la actitud del cliente, le observó desde la barra. El hombre hablaba solo,
gesticulaba con las manos y de vez en cuando sacaba servilletas de papel que entregaba al aire.
Cuando el hombre se retiró una hora después y el camarero fue a limpiar la mesa, descubrió que
el pocillo del cortado estaba a medio tomar, que en el borde tenía una marca de labios pintados
y que las servilletas estaban húmedas de lágrimas y tenían restos de pintura para ojos.
Por fin, el misterio había sido desvelado: aquel hombre le había dicho adiós a ese recuerdo.
Visita al museo
Decidí aquella tarde visitar el museo situado cerca de mi casa. Cuando entré, me dirigí al
guardia de seguridad que estaba junto a la puerta:
- Disculpe, ¿podría usted decirme a que hora empieza la visita guiada?
- Dentro de unos veinte minutos más o menos.
Me senté en un banco de diseño en frente de las escaleras mientras observaba las enormes
estancias del viejo edificio, restaurado hacía tiempo, dividido en salas perfectamente
iluminadas, con altos techos, en los que colgaban unas lámparas carísimas, y amplios ventanales
de madera con cristales oscurecidos. Estaba observando la decoración cuando un hombre se
acercó a mí:
- ¿Está usted aquí para ver la exposición de Mario Campos?
- Sí, ¿usted también? El guardia dijo que comenzaría en unos minutos.
- No, yo ya he visto todos sus cuadros y francamente no me parecen tan buenos.
- No supe qué contestar y el hombre, de pie a mi lado, siguió hablando.
- Discúlpeme, no me presenté. Soy Mario Campos. Si quiere, le acompaño a recorrer el
museo.
- Será un placer – contesté.
Mario entonces comenzó a hablar de su vida, de su pasión por la pintura y de sus cuadros.
Estábamos aún en la sala situada en el primer piso cuando un hombre vestido de blanco se
acercó a nosotros y, tomando a Mario por el brazo, lo arrastró con él. Mario intentó resistirse,
pero todo fue en vano, entre gritos y forcejeos el hombre vestido de blanco desapareció con él.
Progresiones
Por Diago Lezaun
La rana llegó a su casa machacada por la jornada de trabajo. Subió despacito los escalones que
separaban el patio del tercero derecha y suspiró mientras buscaba las llaves en el bolsillo.
Así no podía seguir y lo sabía. Se estaba dejando la piel, total, para nada. Con la mierda de
contrato que le habían hecho hace tres años, renovado tres veces y sin perspectivas de mejorar
ni un ápice, en cualquier momento se volvería a encontrar en la fila del paro. Además, en el
nenúfar que le tocaba esta semana y la siguiente no encontraba la postura y empezaba a tener un
dolor continuo de espalda, sabía que para el viernes la molestia se iba a convertir en un infierno.
Lo único que le consolaba un poco era echarse, de vez en cuando, un chupito de ron antes de
irse a la cama. El problema era que cada vez se lo echaba menos de vez en cuando y más cada
noche. Todavía no se había dado cuenta (es lo que tienen las adicciones) que hacía ya tres meses
que era una costumbre en lugar de un lujo.
El día siguiente fue el primero que desayunó ron y llegó un poco contenta al trabajo.
Antes de que le tocara cambiar de nenúfar ya estaba en el paro.
Por aquí pasa alguna vez llamando a los timbres para ver si alguna alma piadosa le da unos
céntimos. A mí me preocupa. Como es tan pequeñita y verde, como el parquet, un día la van a
pisar.
Cuando la vecina llamó al timbre para devolverme un calcetín caído del tendedero, no di
importancia al asunto.
Dejé el calcetín en cualquier parte, regresé al sofá, continué viendo los Teletubbies.
Al día siguiente, la vecina regresó, trayendo esta vez un calzoncillo. No me pareció nada del
otro mundo. Abandoné la prenda en una silla, lié otro canuto.
Esa misma tarde, la vecina me devolvió una camiseta. A la noche trajo un pantalón. A primera
hora de la mañana, unos zapatos.
Ahora sí, sospeché que algo extraño ocurría: los zapatos eran marrones.
No me dio tiempo a pensar mucho en ello, pues a los pocos minutos la vecina volvió, esta vez
con un jersey de lana bastante feo, un mono de mecánico, un tricornio, una estola de adviento y
una capa de tuno.
Extrañome. Acepté las prendas, di las gracias, cerré la puerta.
Poco a poco fui recopilando todo aquello que a la buena señora se le ocurría introducir en mi
casa. El espacio habitable de mi hogar fue reduciéndose, por todas partes se veían prendas
amontonadas. Llegó el momento en que no me atreví a encender la cocinilla por miedo a
prender fuego a la vivienda.
Ahora, mientras escribo esto, oigo llamar a la puerta. Será la vecina. Quisiera abrir y decirle,
Por favor, no traiga más ropa, la situación comienza a ser desesperada, llevo más de un mes
buscando mi cepillo de dientes.
Quisiera abrir, sí, pero no veo manera de abrirme camino hasta la puerta.
A solas con mis dos huevos
Por Choan C. Gálvez
«Si allí donde hay humo hay fuego, en este armario necesariamente hay un huevo», pensé entre
desconcertado y satisfecho del silogismo al encontrar la gallina entre las camisas. Lo hallé en el
cajón de los calcetines blancos, destacando por lo moreno.
A la vuelta del trabajo, un pato me esperaba bebiendo en el fregadero. Le pregunté qué hacía
allí. No supo explicarse.
Encontré su huevo, pues no era pato sino pata, en el carrito de las verduras.
No conociendo las costumbres alimentarias de estas especies, opté por pedir pizza. La comimos
viendo televisión, pues había transportado los huevos al sofá, de manera que pudieran
empollarlos (y empatarlos) con mayor comodidad.
Fue la pata quien comenzó a hablar. No entendí una palabra. Intervino la gallina:
–He de ir a por tabaco. ¿Te importaría hacerte cargo de mi huevo?
–Faltaría más, ve tranquila.
–Te acompaño –sospecho que dijo la palmípeda, a quien de nuevo no entendí. Ambas salieron.
Me acuclillé con ambos huevos bajo las posaderas. Así llevo dos semanas. Las muy traidoras no
han vuelto.