La Gaceta del FCE, agosto de 2006

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Agosto 2006 Número 428 Mauricio López Valdés: El quehacer del editor universitario Patricia Piccolini: La selección de originales en la edición universitaria María Teresa Uriarte: El libro de historia del arte en la unam Marcel Thomas: Los libros universitarios antes de la imprenta Fragmentos Lucina Jiménez evoca la cruzada vasconcelista en pro de las bibliotecas públicas Carlos Solís Santos escribe sobre Thomas Kuhn, a propósito de la nueva edición de La estructura de las revoluciones científicas Jesús Silva-Herzog Márquez explora los nexos entre Norberto Bobbio y Francisco de Goya Irlemar Chiampi revisa el concepto de América en José Lezama Lima, a 40 años de su muerte Benedetta Craveri se pasea entre amantes y reinas para entender la “debilidad” de las mujeres Un relato de Esther Seligson Un cuento de Voltaire La universidad y sus libros ISSN 0185-3716

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Agosto 2006 Número 428

■ Mauricio López Valdés: El quehacer del editor universitario■ Patricia Piccolini: La selección de originales

en la edición universitaria■ María Teresa Uriarte: El libro de historia del arte en la unam■ Marcel Thomas: Los libros universitarios antes de la imprenta

Fragmentos■ Lucina Jiménez evoca la cruzada vasconcelista

en pro de las bibliotecas públicas■ Carlos Solís Santos escribe sobre Thomas Kuhn, a propósito

de la nueva edición de La estructura de las revoluciones científi cas■ Jesús Silva-Herzog Márquez explora los nexos

entre Norberto Bobbio y Francisco de Goya■ Irlemar Chiampi revisa el concepto de América

en José Lezama Lima, a 40 años de su muerte■ Benedetta Craveri se pasea entre amantes y reinas

para entender la “debilidad” de las mujeres

■ Un relato de Esther Seligson■ Un cuento de Voltaire

La universidady sus libros

ISSN

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número 428, agosto 2006 la Gaceta 1

Sumario

El quehacer del editor universitario 2Mauricio López Valdés

La selección de originales en la edición universitaria 6

Patricia PiccoliniEl libro de historia del arte en la unam 11

María Teresa UriarteLos libros universitarios antes de la imprenta 14

Marcel ThomasDemocracia cultural 16

Lucina JiménezUna revolución del siglo xx 18

Carlos Solís SantosBobbio y el perro de Goya 20

Jesús Silva-Herzog MárquezLa historia tejida por la imagen 22

Irlemar ChiampiLuciérnagas en Nueva York 23

Esther SeligsonEl poder de las mujeres 26

Benedetta CraveriMujeres, ¡sed sumisas con vuestros maridos! 29

Voltaire

Mauricio López Valdés, editor y poeta, es responsable de las publicaciones en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam ■ Patricia Piccolini, editora argentina, diri-gió entre 2003 y 2006 la editorial de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires ■ María Teresa Uriarte, historiadora, es directora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la unam ■ Marcel Thomas fue conservador de la Ofi cina de Manuscritos de la Biblioteca Nacional francesa ■ Lucina Jiménez, antropóloga de la cultura, es especialista en polí-ticas y gestión culturales, y en artes escénicas ■ Carlos Solís Santos es historiador de la ciencia en la española Universidad Nacional de Educación a Distancia ■ Jesús Silva-Herzog Márquez, analista político, es autor de Andar y ver ■ Irlemar Chiampi, profesora y ensayista brasileña, es autora de Barroco y modernidad ■ Esther Seligson es poeta, narradora y ensayista ■ Benedetta Craveri, profesora de literatura francesa, es autora de La cultura de la conversación ■ Voltaire, pseudónimo de François Marie Arouet, fue una de las más brillantes luces de la ilustración

La universidad y sus librosSe aprehende un libro para aprender. Por eso la producción de libros es consustancial al trabajo académico y educativo de las universidades: ya como vehículo para transmitir conocimien-to, ya como salida a la producción intelectual de quienes labo-ran en los planteles universitarios, los libros encarnan el espí-ritu que mantiene vivas a las instituciones de educación supe-rior. Ese mismo ánimo inspira el trabajo del fce, que desde su nacimiento ha buscado ofrecer a los estudiantes materiales que nutran su formación y a los docentes una vía para dar a cono-cer sus obras. Testimonio de esta vocación son los abundantes convenios de la casa con universidades y centros educativos para editar conjuntamente los textos que a ambas partes inte-resan. Testimonio también es este número de La Gaceta, que ofrece refl exiones sobre el quehacer de los editores universita-rios, amén de los consabidos fragmentos con los que damos a conocer obras de reciente aparición.

Dos editores universitarios, uno mexicano y otra argentina, exploran los retos profesionales y metodológicos que enfren-tan hoy las instituciones de educación superior que aspiran a una sólida presencia editorial. En su turno, una prestigiosa académica y funcionaria de la unam, al narrar la vicisitudes li-brescas de una de las dependencias de esa casa de estudios, plantea los problemas actuales de la edición de obras de histo-ria del arte. Finalmente, con un fragmento de una obra de nuestro catálogo damos cuenta de cómo las universidades me-dievales forzaron el surgimiento de entidades editoras en su entorno.

Ofrecemos por otra parte muy variados trozos de libros que están ya disponibles en las librerías. Lucina Jiménez, coautora con Sabina Berman de Democracia cultural —del que tomamos este fragmento—, se vale de su propia experiencia para evocar la cruzada vasconcelista en pro de las bibliotecas públicas, esos oasis que permiten a la palabra escrita fl orecer en las condiciones más adversas. También compartimos con nuestros lectores parte del estudio introductorio que Carlos Solís Santos preparó a propósito de la nueva edición de La estructura de las revoluciones científi cas, la obra paradigmática —valga la obvia redundancia— de Thomas Kuhn. Del versátil Jesús Silva-Herzog Márquez tomamos un breve ejemplo de su elegante y aguda prosa, en el que explora los nexos entre Norberto Bobbio, autor a quien el fce ha publicado en abun-dancia, y el lúgubre Francisco de Goya. Como recordación de que hace cuarenta años murió José Lezama Lima, retoma-mos un trozo del ensayo que preparó Irlemar Chiampi para La expresión americana, que ha sido reeditada en la colección conmemorativa del 70 aniversario del fce. Y acompañamos a Benedetta Craveri en su presentación de Amantes y reinas, volumen que retrata a las féminas del antiguo régimen francés que ejercieron un sutil poder. Dos textos narrativos redon-dean el número: uno de Esther Seligson, de quien la casa aca-ba de publicar una antología que contribuirá a mantener vivo el interés de los lectores en una obra íntima y por momentos confesional, siempre penetrante; y otro del gran Voltaire, cu-yos cuentos completos están ya en el mercado, en una edición que nos llena de orgullo.

(Valga este paréntesis para una nota en primera persona: con esta entrega, concluyen mis responsabilidades en la direc-

ción de La Gaceta, cargo que ocupé desde comienzos de 2004. Quiero agradecer el entusiasmo y la generosidad de los miem-bros del consejo editorial y de todas las personas que contribu-yeron —con artículos, sugerencias, archivos electrónicos, ejemplares de biblioteca, ilustraciones— a dar forma a la trein-tena de números elaborados en este periodo, así como la dedi-cación de quienes mantienen el contacto con los suscriptores; a partir de septiembre, Luis Alberto Ayala Blanco, auxiliado por Josué Ramírez como editor, ocupará la dirección de esta revista más que cincuentenaria. tgs)

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El quehacer del editor universitarioMauricio López Valdés

Hemos tomado este texto —en el que se aboga por un muy detallado perfi l profesional para quienes se ocupan de las publicaciones universitarias— de la Guía básica de estilo editorial para obras académicas que la UNAM publicará próximamente. El autor, a quien agradecemos su autorización para adelantar aquí un fragmento de la obra, es editor en la Facultad de Filosofía y Letras de esa universidad e imparte ahí un Taller de Edición y Redacción Editorial para los estudiantes de letras

Desde la creación de las universidades en el siglo xiii, con las de París y Bolonia, la publicación de libros ha sido una actividad consustancial a las labores académicas, si bien el surgimiento y desarrollo del libro impreso —a partir del siglo xv— ha ido transformando su función y sus características dentro de las instituciones de enseñan-za superior: de la primordial necesidad de disponer de ediciones “correctas” —sin erratas ni errores de transcripción— para los estudiantes, se ha pasado al requeri-miento de producir no sólo ediciones “correctas”, sino también modélicas en cuanto a rigor académico, corrección idiomática y sistematicidad, y coherencia en el estilo editorial; atractivas con respecto a su factura material y calidad de producción, y eco-nómicamente accesibles. Asimismo, de entonces a la fecha, la edición universitaria ha incrementado el tipo de obras y destinatarios: ya no se trata únicamente de alumnos, sino también de investigadores, docentes y público en general, de tal modo que ha llegado a constituirse como “una de las formas principales de relación de la universi-dad con el conjunto de la sociedad”.1

A diferencia del sector privado de la industria editorial, donde los aspectos fi nan-ciero y comercial tienen una mayor relevancia, la edición universitaria tiene como fi nalidad primordial satisfacer las necesidades académicas que conlleva su función sustantiva, así como subsanar, en los ámbitos que le competen, los vacíos culturales propiciados por la carencia de obras importantes para la cultura nacional y de escaso interés comercial, por lo que resultan económicamente “inviables” para el sector privado. En palabras de Noé Jitrik, las funciones de la edición universitaria son las siguientes:

■ poner en circulación obras, autores y problemas que tienen que ver con la identi-dad, el valor y el futuro de la cultura nacional y no son objeto de las editoriales privadas por razones comerciales;

■ ayudar al estudioso y al estudiante acercándole obras y autores indispensables para la formación y la investigación, tanto en lo que respecta a un saber establecido como a un saber en elaboración;

■ dar a conocer los resultados del trabajo de la propia universidad, en la medida en que aporten al conocimiento en general y al desarrollo de la cultura del país.2

En una institución de enseñanza superior, el quehacer editorial constituye una acti-vidad connatural a la vida académica, pues ha de encauzar y difundir —más allá de los recintos universitarios — la labor de docentes e investigadores, y llevarlo a efecto con la calidad que en el cuidado editorial exigen tales obras especializadas. Para ello, es

1 Jesús Anaya Rosique, “La actividad editorial universitaria en Latinoamérica”, en Libros de México, México, Caniem, enero-marzo, 1989, núm. 14, p. 53.

2 Noé Jitrik, apud J. Anaya Rosique, “La actividad editorial universitaria en México. Nocio-nes y aproximaciones”, en Libros de México, México, Caniem, abril-junio, 1989, núm. 15, p. 41.

Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaTomás Granados Salinas

Consejo editorialConsuelo Sáizar, Ricardo Nudelman, Joaquín Díez-Canedo, Martí Soler, Axel Retif, Luis Alberto Ayala Blan-co, Max Gonsen, Nina Álvarez-Icaza, Paola Morán, Luis Arturo Pelayo, Citlali Marroquín, Geney Beltrán Fé-lix, Miriam Martínez Garza, Fausto Hernández Trillo, Karla López G., Alejandro Valles Santo Tomás, Héc-tor Chávez, Delia Peña, Antonio Hernández Estrella, Juan Camilo Sie-rra (Colombia), Marcelo Díaz (Espa-ña), Leandro de Sagastizábal (Argen-tina), Miriam Morales (Chile), Isaac Vinic (Brasil), Pedro Juan Tucat (Ve-nezuela), Ignacio de Echevarria (Es-tados Unidos), César Ángel Aguilar Asiain (Guatemala), Rosario Torres (Perú)

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

Diseño y formaciónMarina Garone, Mónica Huitróny Emilio Romano

IlustracionesEmilio Romano

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Pi-cacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, ex-pedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.

Correo electró[email protected]

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menester que los profesionales a cargo de dicha tarea posean un conocimiento profundo de todos los procesos de la edición en general y de la universitaria en particular, lo que abarca desde los aspectos técnicos e intelectuales hasta aquellos de índole jurídica, académico-administrativa y comercial. Adicio-nalmente, ha de estar especializado en una de las cinco grandes áreas de la edición universitaria (las cuales asimilan más funcio-nes que en las casas editoras de la iniciativa privada): 1] coor-dinación académico-administrativa y producción; 2] redacción editorial; 3] diseño y formación; 4] difusión y comercialización, y 5] almacén.3

En la coordinación académico-admi-nistrativa y producción, el perfi l profe-sional ha de ajustarse a lo siguiente:

■ conocer y llevar a la práctica el ma-nual de procedimientos editoriales de la institución (si no lo hay, es su res-ponsabilidad elaborarlo como pro-puesta para ser evaluado y afi nado por el resto del departamento o coor-dinación de publicaciones y por el comité editorial); cono-cer los respectivos ordenamientos jurídicos vigentes, tanto nacionales e internacionales (Ley Federal del Derecho de Autor, Convenio de Berna, Tratado de la Organización Mundial de Propiedad Intelectual, etcétera), como los espe-cífi cos de la institución;

■ conocer sufi cientemente todos los procesos editoriales; do-minar la redacción editorial y las fases y tipos de producción (preprensa, impresión, encuadernación y empaque);

■ poseer conocimientos generales de administración, cálculo editorial (disciplina dedicada al estudio y práctica de la de-terminación de costos, precio de venta y factores aplicables para establecer éste), planeación organizativa (“organizacio-nal”, en la jerga del gremio), promoción y comercialización.

3 La organización de una editorial del sector privado difi ere según la magnitud estructural, la visión y la política de la empresa. Sin embargo, por lo general cuenta con las siguientes áreas: 1] editorial, dedicada a la búsqueda de autores y obras, así como la preparación de las mismas para ser publicadas (incluye los departamentos de derechos y de corrección, si bien este último puede pertenecer al área siguiente); 2] producción, encargada del diseño y la composición (a veces también la corrección), así como de supervisar los trabajos de preprensa, impresión y encuadernación; 3] mercadotecnia, cuya labor es la de establecer las estrategias de promoción acordes con el perfi l del lector; 4] ventas (en ocasiones, se halla agrupada con la de mercadotecnia), que se encarga de la promoción y comercialización de cada título y del fondo editorial vigente; 5] distribución, cuyas responsabilidades consisten en recibir los tirajes entregados por la imprenta, almacenaje, entrega de pedidos, facturación y cobranza; 6] administración, abocada a todas las actividades fi nancieras y de conta-bilidad, así como a aquellas de índole operativa (cómputo, personal, adquisiciones de insumos) y fi scal. (Cf. Gordon Graham, “¿Qué hacen los editores?: del autor al lector”, en Libros de México, México, Caniem, octubre-diciembre, 1992, núm. 29, pp. 11-24; Datus C. Smith, Guía para la publicación de libros, traducción de Danny Clint y J. David Rodríguez Álvarez, Guadalajara, Universidad de Guadalaja-ra-Asedies, 1991, Soliloquio, 288 pp.; Leandro de Sagastizábal y Fer-nando Esteves Fros, comps., El mundo de la edición de libros, Buenos Aires, Paidós, 2002, Diagonales, 272 pp.)

Tales habilidades y conocimientos son los que ha de poseer quien encabece el departamento o coordinación de publicacio-nes de una institución, pues sus funciones consisten, primero, en organizar las obras que serán presentadas al comité edito-rial, así como dar seguimiento a los respectivos dictámenes, clasifi cando las obras según tres categorías: rechazadas, apro-badas con recomendaciones y aprobadas sin restricción alguna. Asimismo, en los dos últimos casos debe elaborar los contratos de edición y planear y calendarizar los procesos subsecuentes, determinando, a la vez, el presupuesto preliminar de cada títu-

lo y proporcionar tal información al de-partamento de contabilidad, a fi n de que éste programe los pagos en las fechas previstas. Otra de sus responsabilidades es asignar el trabajo a los colaboradores —internos y externos—, según la espe-cialidad de cada uno de ellos, y supervi-sar la fase de producción, desde la entre-ga a la imprenta hasta la recepción del tiraje. Por último, ha de establecer el precio de tapa o de venta al público (pvp)

y participar directamente en las estrategias de promoción y venta.

Por su parte, el especialista en redacción editorial (cuyo perfi l, más que el del corrector de estilo y de pruebas, es el idóneo para la edición universitaria)4 ha de poseer un conoci-miento profundo de las fases y materias enumeradas a conti-nuación:

■ todos los procesos de la edición, esto es, cada una de las fases y labores que hacen posible transformar una obra es-pecífi ca en un determinado libro, lo que abarca desde la recepción de originales de autor hasta la producción y las estrategias de promoción;

■ tipos de obras, en especial las académicas, tanto en el nivel del discurso como en el del texto, así como de los diversos paratextos autorales y editoriales,5 a saber, aquellos ubicados “junto al texto” (peritextos: información de cubierta y porta-da, epígrafes, dedicatorias, prólogo, intertítulos, notas a pie de página, ilustraciones, tablas, recuadros, dossiers, folios, cornisas, basas, índices particulares, comentario de forros y fajilla promocional) o los que se hallan físicamente fuera del libro (epitextos: reseñas, entrevistas, presentaciones del libro, carteles, impresos publicitarios, boletines de prensa y anun-cios);

4 La diferencia entre el corrector (de estilo y de pruebas) y el editor especializado en redacción editorial no sólo radica en la capacitación requerida para uno y otro, sino también en el nivel de responsabili-dad, visión y participación en todos los procesos —técnicos, intelec-tuales, económicos y comerciales— que conlleva la transformación de una obra específi ca en un libro determinado. Mientras el corrector interviene sólo en una parte de tales procesos, el editor lo hace en cada uno de ellos, atendiendo, siempre, los intereses del autor, de la casa editora y del lector. (Vid. Mauricio López Valdés, “Corrección de estilo y redacción editorial: volver al humanismo”, en Libros de Méxi-co, México, Caniem, julio-septiembre, 2001, núm. 62, pp. 5-12.)

5 El paratexto es “todo aquello por lo cual un texto se hace libro y se propone como tal a sus lectores”. (Gérard Genette, Umbrales, traducción de Susana Lage, México, Siglo XXI, 2001, p. 7.)

En una institución de enseñanza superior, el quehacer editorial constituye una actividad connatural a la vida académica, pues ha de encauzar y difundir la labor de docentes e investigadores, y llevarlo a efecto con la calidad que en el cuidado editorial exigen tales obras especializadas

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■ tipos de libros según las diversas clasifi caciones (en función de la clase de obra, de la realización editorial y de las cate-gorías comerciales);

■ partes de la obra y del libro, y la función que cada una de éstas desempeña en la totalidad de una y otro;

■ los varios perfi les de lector, especialmente el de publicacio-nes académicas;

■ legibilidad, en sus distintas clases: lingüística (construccio-nes sintácticas, consecuencias del abuso de palabras funcio-nales, etcétera), material (referida a la elección y disposición tipográfi ca y su interacción con el papel), psicológica, prag-mática y conceptual;

■ gramática del español, tanto la norma panhispánica culta como la del área idiomática en que se ubica la institución editora, además de la gramática histórica;

■ ortografía y sistemas parciales de la lengua grafémica (sig-nos auxiliares y de puntuación, por ejemplo, en tanto indi-cadores de modalidad o demarcadores estructurales del discurso), que va más allá del mero conocimiento de la nor-mativa vigente, pues incluye múltiples casos no considera-dos en ésta y que han de resolverse de manera fundamenta-da y sistemática en la praxis editorial;

■ prescripciones y criterios del estilo editorial (aparato crítico, uso de mayúsculas, abreviaciones, guarismos o vocablos, así como de las distintas series o variedades tipográfi cas [cursi-vas, versalitas, negras], etcétera);

■ las series, colecciones y, en general, todas las publicaciones del fondo editorial de la institución en que colabora, tanto en lo referente a los tipos de obras de cada serie o colección, como en lo relativo a las características gráfi cas y tipográfi -cas de las mismas;

■ terminología especializada y nociones de otras lenguas; ■ composición tipográfi ca, tipología, tipometría y ortotipo-

grafía (referida a las normas que regulan la adecuada com-posición tipográfi ca);

■ fundamentos de diseño gráfi co editorial; ■ cálculo editorial y calibrado de originales; ■ derechos de autor; ■ aspectos básicos de promoción y comercialización.

Las funciones del editor-redactor consisten, primero, en co-rroborar, cuando los dictaminadores hayan indicado observa-ciones, si éstas fueron consideradas e incluidas por el autor; en segundo término, ubicar la obra dentro de una colección o serie, o bien, si es lo pertinente, fuera de ellas; y, en tercer lu-gar, en el calibrado del original de la obra a su cargo, esto es, calcular la conversión de cuartillas a páginas formadas, a fi n de saber cuántas páginas totales tendrá el libro, pues tal informa-ción es indispensable para que el coordinador de publicaciones solicite cotizaciones de cada proceso y asigne un presupuesto. Otra de las actividades del especialista en redacción editorial consiste en preparar dicho original de autor: efectuar una lec-

tura de inspección o “prelectura”,6 con la fi nalidad de identifi -car las características y condiciones generales del texto (estruc-tura, aparato crítico, redacción, legibilidad lingüística, estilo del autor, etcétera) y poder defi nir, así, el nivel de corrección requerido y el tiempo que ésta conllevaría; organizar los archi-vos electrónicos de la obra según los procedimientos estableci-dos en el departamento de publicaciones; eliminar de los mis-mos aquellas instrucciones de formato que son inapropiadas para la composición tipográfi ca; aplicar los criterios tipográfi -cos generales en cada archivo, por ejemplo, jerarquización de títulos, subtítulos e incisos, disposición de citas textuales en párrafos sangrados y reubicación de notas al fi nal del archivo, sustituyendo la numeración de éstas por caracteres “reales” (es un proceso manual, caso por caso), ya que las notas creadas automáticamente en el procesador de textos no siempre son bien identifi cadas por el programa de formación o composi-ción tipográfi ca.

Una vez concluida dicha labor, ha de realizar una impre-sión láser para efectuar en ella la corrección de estilo, que, grosso modo, “consiste en la revisión literaria del original, tanto desde el punto de vista lingüístico, gramatical y ortográfi co como desde el semántico y léxico”.7 Pero además de aplicar las normas de corrección idiomática —tanto en la expresión (la obra como discurso) como en la redacción (la obra como texto, esto es, en los niveles micro y macroestructurales)—, el editor-redactor ha de aplicar también los criterios de estilo editorial, cuyo carácter es normativo y unifi cador: empleo de abreviaciones (siglas, acrónimos, abreviaturas y símbolos); gua-rismos o vocablos para manifestar cantidades; en los casos no previstos por la preceptiva ortográfi ca o en que hay desacuerdo con ella, uso de mayúsculas, acentuación, signos auxiliares y de puntuación; variedades tipográfi cas (cursivas, negras y versali-tas); ordenación del aparato crítico y, en voces de lenguas de alfabeto no latino, ajustarlos a los criterios de transliteración adoptados.

Dicho profesional, además, ha de subsanar los errores y erratas, así como los vicios de lenguaje: cacofonía, barbarismo, ultracorrección, solecismo, anacoluto, queísmo, dequeísmo, leísmo, laísmo, loísmo, monotonía (léxica y sintáctica, pala-bras-comodín y muletillas) y pleonasmo. Asimismo, es su res-ponsabilidad verifi car la exactitud de datos y denominaciones (nombres, títulos de obras citadas, fi chas bibliográfi cas, etcéte-ra), garantizar la apropiada regulación del lenguaje de acuerdo con el estilo del autor y el perfi l de lector al que se dirige la

6 Vid. Mortimer J. Adler y Charles van Doren, Cómo leer un libro. Una guía clásica para mejorar la lectura, México, Debate, 2000, 416 pp.; Aníbal Puente, dir., Práctica de la lectura y acción docente, Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1991, Biblioteca del Libro, 402 pp.

7 José Martínez de Sousa, Manual de edición y autoedición, Madrid, Pirámide, 1999, p. 188.

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obra, el empleo preciso de la terminología especializada y, también, que en la correlación de la red argumental del texto no haya inconsistencias o carencias (en cuyo caso se amerita la consulta al autor). “Se trata, pues, de [una] tarea delicada y difícil, que no sólo requiere experiencia y conocimientos, sino también prudencia exquisita para saber cuándo hay que apli-carse a corregir y cuándo debe uno abstenerse o, en su caso, consultar con quien proceda”.8

El planteamiento de organización es-tructural de las instancias editoriales de una institución de educación superior (postulado arriba) contempla la confor-mación y funcionamiento común de las universidades de nuestra área idiomática (un caso distinto, pero aislado, es el de la Complutense) y en particular de México, en las cuales hay un estrecho vínculo entre la dependencia editora y la académico-administrativa, de modo que comparten la infraestructura mate-rial, una parte de los recursos humanos y un presupuesto global, lo que no sucede en la mayoría de las universidades de países anglófonos y francófonos, donde las instancias editoras son más independientes del resto de la universidad e incluso hay algunas por completo autónomas, cuya operación se aproxima bastante al de las editoriales de la iniciativa privada.

Aunque casi todas las universidades de naciones hispánicas cuentan con una sola instancia editora, la pertinencia o no de ello depende, en buena medida, de la cantidad de títulos pu-blicados anualmente. Mientras el común de las universidades españolas publica, en promedio, 91 títulos cada año (cifra cer-cana a la producción de El Colegio de México), las de Colom-bia, en su mayoría, editan menos de 50 en dicho periodo.9 Sólo unas cuantas universidades de nuestra área idiomática publican más de 400 títulos al año, y entre ellas se encuentra la unam, que, según la información del Sistema Dinámico de Estadísticas Universitarias,10 edita en promedio 442 nuevos títulos de libros cada año, si bien otra fuente registra cerca de 400 novedades y 300 reimpresiones, además de 300 revistas.11

Aun considerando un margen de inexactitud, esta somera comparación de cifras permite ubicar, grosso modo, la actividad editorial universitaria en los ámbitos nacional e internacional, y de modo particular la de nuestra máxima casa de estudios, cuyo papel es protagónico y constituye, en realidad, un conglo-

merado de casi cien instancias editoras. No obstante, más allá de la magnitud y producción de cada editorial universitaria, la mayoría comparte defi ciencias estructurales y operativas, por lo que aún falta mucho por hacer en las prácticas editoriales de las instituciones de enseñanza superior de nuestro país. En términos generales, creo que, para alcanzar el nivel óptimo en materia editorial, las instituciones de enseñanza superior en México han de considerar las acciones siguientes:

■ establecimiento y aplicación de una política editorial, de un manual de procedimientos y de una guía o ma-nual de estilo;

■ defi nición clara de las áreas que conforman los procesos editoriales, así como del perfi l profesional y las funciones de quienes intervienen en ellos;

■ selección del personal de acuerdo con la especialidad de las tareas que debe desempeñar y no con los requisitos

aplicables específi camente a docentes e investigadores (caso más frecuente de lo que se supondría);

■ instauración de un programa continuo de profesionaliza-ción y actualización de los colaboradores internos (cursos, talleres y seminarios);

■ desarrollo, junto con docentes e investigadores, de activi-dades de capacitación autoral en todos los aspectos de la ‘función autor’ dentro del circuito del libro;

■ establecimiento de criterios reales para determinar tirajes y precios de tapa, sin soslayar, en ningún momento, la natu-raleza y función cultural de las publicaciones universitarias, pero sin llegar al extremo del subsidio continuo (ha de buscarse el equilibrio entre obras que ameriten un subsidio parcial y las que tienen un comportamiento económico fa-vorable en esta clase de libros);

■ supervisión rigurosa de inventarios y funcionamiento de bodega;

■ clasifi cación de los tipos de libros y destinatarios del fondo editorial (catálogo vigente);

■ realización de estudios para identifi car plenamente todas las características del perfi l de lector de las distintas categorías de su fondo editorial, y, también, para detectar las carencias bibliográfi cas en los ámbitos que le competen;

■ generación de proyectos editoriales que satisfagan una im-portante necesidad académica y para los cuales se dispone de autores potenciales (docentes e investigadores cualifi ca-dos en el tema);

■ realización de un mapa y de un calendario con los puntos y tiempos (actividades periódicas: ferias, coloquios, congre-sos) de venta directa —la más exitosa en tal clase de libros— idóneos para su fondo editorial según las distintas categorías de éste, con la fi nalidad de comercializarlo ahí;

■ además de incluir la impresión bajo demanda en la planea-ción de los nuevos títulos, considerar tal vía para recuperar el fondo editorial agotado y que no amerita una reedición;

■ diseño de una estrategia promocional y de distribución, tanto nacional como internacional;

■ búsqueda y consolidación de alianzas estratégicas con otras dependencias e instituciones de enseñanza superior (nacio-

8 Idem.9 Tales cifras son las que proporcionan, respectivamente, la Aso-

ciación de Editoriales Universitarias Españolas y la Asociación de Editoriales Universitarias de Colombia para el lapso 1998-2002. En cuanto a El Colegio de México, me baso en sus informes de activida-des correspondientes a 2003 y 2004.

10 Universidad Nacional Autónoma de México, Dirección Gene-ral de Planeación, Sistema Dinámico de Estadísticas (en línea: www.estadistica.unam.mx, consultado el 4 de mayo de 2005), México, unam. Los datos en que me baso corresponden a los años 1999-2003.

11 Datos tomados del estudio realizado en 2003 por Carmen Cere-zo Jiménez, M. Socorro Flores Ramírez, Elisa García Amaro y Pablo Martínez Losada como trabajo fi nal del diplomado Los Procesos en la Edición de Libros, impartido por la unam y la Caniem.

Aunque la organización de las instancias editoriales universitarias ha de ajustarse a las condiciones reales de infraestructura, presupuesto y organigrama, ello no se aparta de las funciones y procedimientos que exige la edición en general y la académica en particular, independientemente de la cantidad de colaboradores y de títulos publicados anualmente

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nales y extranjeras), a fi n de optimizar recursos (económi-cos, materiales y humanos) y expandir los alcances de su presencia institucional y de su mercado lector.

Aunque la organización de las instancias editoriales universita-rias ha de ajustarse a las condiciones reales de infraestructura, presupuesto y organigrama, ello no se aparta de las funciones y procedimientos que exige la edición en general y la académi-

Aquí se propone un proceso de selección de originales para la edición universitaria que contemple tanto los aspectos estrictamente académicos como aquellos que derivan de una mirada editorial, atenta a la conformación de un público de lectores y a los requerimientos mismos de la lectura. Lo hemos tomado del número inaugural de Páginas de

Guarda, revista bonaerense de la cátedra de Corrección de Estilo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; agradecemos a esa publicación y a la autora las facilidades para reproducirlo

La secuencia escritura (de un texto)-publicación (del libro al que dio origen ese texto) parece fi rmemente establecida en el sentido común, como si ambas actividades estuvieran unidas por una suerte de vínculo natural. Esta secuencia, sin embargo, sólo existe como tal en los casos de textos que se transforman en libros efectivamente publicados, ya que muchos textos, la mayoría, nunca llegan a dar origen a publicaciones de ningún tipo.

Para los docentes e investigadores de nuestras universida-des, la secuencia escritura-publicación del libro en una edito-rial universitaria también suele ser concebida como natural, a diferencia de la secuencia escritura-publicación en una revista especializada, mediada por el procedimiento del referato, y de la secuencia escritura-publicación en una editorial comercial, mediada por decisiones atribuidas generalmente a las posibili-dades de venta del futuro libro.

La selección de originales en una editorial universitaria a menudo es considerada una práctica incompatible con la lógica académica (el razonamiento podría ser: el autor ha obtenido su cargo por concurso; por lo tanto, su texto es bueno, y como es bueno, merece publicarse), sólo entendible en términos de afi nidades políticas o equilibrios de poder entre carreras. Esa percepción se refuerza cuando los textos ya fueron evaluados favorablemente en alguna instancia previa. Como no es común que a la edición universitaria se le exijan resultados comercia-les, la publicación de un manuscrito sólo parece estar amena-zada por los crónicos problemas presupuestarios. En suma, el

profesor o investigador que entrega un texto que considera un original a una editorial universitaria espera, si no median mo-tivos de orden económico, verlo convertido en una publica-ción. La evaluación favorable por parte de alguna instancia académica, como ya mencioné, refuerza ese destino natural del texto en cuestión. Y es más: si los motivos que impiden ese desenlace son presupuestarios, el autor está dispuesto, por lo general, a solventar al menos parte de los gastos o a cubrirlos con algún subsidio oportuno.1

La confusión entre lógica académica y lógica editorial, en un contexto de deterioro institucional y precariedad de recur-sos, hace que muchas editoriales universitarias eludan la que debería ser una de sus tareas centrales: la selección de los ori-ginales recibidos. De ese modo, pierden su carácter de edito-riales para transformarse en organismos que ofrecen servicios de edición a los docentes o investigadores, que “necesitan” publicar porque la carrera académica así lo exige.

Textos y originales

En las editoriales universitarias el proceso de edición se inicia, por lo general, en el momento en que el editor recibe el texto escrito o recopilado (o los textos escritos o recopilados) por un autor o grupo de autores. Son pocas las editoriales que aceptan también proyectos editoriales y menos las que los generan. De todos esos textos, algunos —sólo algunos— darán o deberían dar origen a algún tipo de publicación. Podemos llamar origi-nales a los textos que se encuentran en el comienzo de la ruta de producción de un libro, aunque para llegar a ese libro sean necesarias innumerables y profundas intervenciones o la rees-

La selección de originales en la edición universitariaPatricia Piccolini

ca en particular, independientemente de la cantidad de colabo-radores —internos y externos— y de títulos publicados anual-mente, si bien resulta obvio que ha de haber una relación proporcional entre éstos y aquéllos. No obstante, es a partir del pleno conocimiento de la naturaleza y características de la edición universitaria como puede lograrse el buen cumpli-miento del papel que esta clase de libros desempeña en el ámbito académico y en la cultura nacional. G

1 Véase Leandro de Sagastizábal, Informe sobre la situación y pers-pectivas de las editoriales universitarias en Argentina, 2002, Instituto Internacional para la Educación Superior en América latina y el Cari-be-Unesco. Disponible en internet: www.iesalc.unesco.org.ve/pro-gramas/editorial/nacionales/informes/argentina/edit_ar_sagastizaba.pdf. De las once editoriales universitarias argentinas que aportaron información para este estudio, cinco mantenían sistemas de fi nancia-miento de las ediciones donde los costos eran compartidos por los autores y la editorial. (Consulta: 10 de febrero de 2006.)

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critura de páginas enteras. Los originales son los textos donde hay un libro en germen.2

Los requisitos elementales

¿Qué requisitos tiene que tener un texto que llega a una edito-rial universitaria para ser considerado un original? Señalaré primero los más básicos.

No está mal comenzar por una cuestión material: la exten-sión. Mucho se ha discutido y se discute en las editoriales acerca de la conveniencia o no de editar libros voluminosos. Aquí no me refi ero a ese tipo de decisiones, sino, más sencilla-mente, a la imposibilidad de que veinte o treinta páginas compuestas en una ti-pografía y un interlineado estándares puedan dar origen a un libro convencio-nal, de texto corrido (para los libros donde la imagen juega un papel prota-gónico, el cálculo, por supuesto, es otro; como también es otro si el formato o la tipografía, o las características del libro como objeto se apartan de lo común). Veinte o treinta páginas no pueden dar origen a un libro por la sencilla razón de que un libro no puede tener 16 páginas, ni 24, ni 32, a menos que se trate de un libro para niños pequeños, o de poesía, o que inte-gre una colección con características especiales.

No es raro que a las editoriales universitarias lleguen textos de artículos que fueron rechazados para su publicación en re-vistas debido a su extensión excesiva, y cuyos autores deciden, entonces, proponerlos como originales de libros, en la creencia de que la diferencia entre unos y otros radica en el número de palabras. En algunos casos, generalmente unos pocos, el inte-rés del texto presentado justifi ca un trabajo de ampliación o reformulación que pueda convertirlo en el original de un libro.

Este primer requisito, relativo a la extensión, debe contem-plarse también en la estructura interna del texto. La extensión de las partes que lo integran debe guardar una cierta lógica: es difícil pensar que un libro pueda estar compuesto por un capí-tulo de 150 páginas y seis capítulos de 10 (a menos que, por ejemplo, los seis capítulos cortos sean comentarios del prime-ro, o ejemplifi quen sus planteamientos, o apliquen a casos particulares sus herramientas de análisis; en suma, sean cuali-tativamente diferentes de aquel).

Un segundo requisito, también relacionado con la materia-lidad, es la completitud del material entregado. Los libros que se publican en las editoriales universitarias, aun los de factura más sencilla, suelen tener, además del cuerpo principal, notas, listados bibliográfi cos, índices y otros materiales complemen-tarios, que no pueden faltar en la presentación. En los libros con imágenes (ilustraciones, fotografías, croquis, planos, ma-pas, infografías), estas forman parte del original y, según el caso, deben ser aportadas junto con los textos o sugeridas por el autor o los autores. Es importante tener en cuenta que las imágenes tienen sus propios requerimientos, tanto de calidad técnica como en lo relativo a los derechos de reproducción,

por lo que esta cuestión debe ser atendida siempre antes de tomar la decisión de publicar. En los casos en que las imágenes deban obtenerse mediante una producción específi ca, el texto presentado debe incluir un apartado con toda la información necesaria para organizar esa producción (bocetos, modelos, códigos de identifi cación, locaciones, etcétera).

No tener en cuenta este requerimiento y aceptar entregas incompletas no sólo conspira contra una evaluación razonada (obliga a tomar una decisión sin tener todos los elementos de juicio), sino que, de ser esta positiva, pone en riesgo la marcha del proceso de edición, y aun la posibilidad material de “hacer” el libro (piénsese, por ejemplo, en imágenes in-

dispensables de las que no se pueden obtener los permisos de reproducción).

Un tercer requisito es que el texto esté libre de plagios y autoplagios. Las situaciones donde el plagio es inten-cional y el plagiador consciente de su acción son poco frecuentes en la edición universitaria, aunque existen y deberán ser detectadas lo más tempranamente

posible. Más común —y quizá más alarmante por su frecuencia y por la falta de conciencia que implica— es la inclusión de textos bajados de Internet: sin mención de la fuente, aunque consignando que no son propios, o con mención de la fuente pero con una extensión que obliga a solicitar autorización para su trascripción o, en una variante de esta última modalidad, conformando un capítulo por sí mismo (como si el autor dijera “este texto de Internet está muy bien, yo no lo podría decir me-jor, por lo tanto lo incluiré como un capítulo de mi libro”). El autoplagio, en sus variantes —pasajes extensos, entrecomilla-dos o no, parafraseados o literales, o aun capítulos o fragmen-tos sustantivos de capítulos de libros ya editados— también suele darse con cierta frecuencia.

Este tercer requisito podría englobar también la necesidad de que la estrategia de escritura del texto presentado sea algo sustantivamente diferente de enlazar citas textuales con mo-destos comentarios o presentaciones. Más allá de las cuestiones legales, esta estrategia, que quizá pueda ser útil para confeccio-nar guías de lectura de los textos trabajados en una materia, pierde todo interés cuando se trata de elaborar textos para un público más amplio de lectores, no necesariamente alumnos de esa cátedra, ni con los mismos recorridos de lectura.

Cuarto requisito elemental: una cierta vocación de vigencia del texto presentado, que lo proteja de una rápida desactualiza-ción. Los tiempos y los modos de la edición universitaria en nuestro país, si bien no deberían ser computados apresurada-mente en forma negativa, suelen ser, por cierto, poco compa-tibles con los instant books, o con la lógica periodística, por lo que de existir colecciones integradas por títulos de este tipo deberían asegurarse para ellas canales editoriales, y fundamen-talmente administrativos, que las hagan viables.

A veces, la posibilidad de que el texto quede rápidamente desactualizado no es el problema más grave, y sí lo es el de la falta de pertinencia de la información brindada. Es el caso de los textos con marcas temporales del estilo “este cuatrimestre las clases se dictarán los jueves de 19 a 23”. Estas marcas son habituales en las guías de cátedra devenidas posibles originales de libros, que a menudo incluyen otras secciones que no exis-tían en la guía original y para los que se suprimen —a veces de

2 El lector interesado en la relación autor-editor durante el pro-ceso de evaluación de los textos presentados como originales puede encontrar una estimulante —y deliciosa— colección de ejemplos en Italo Calvino, Los libros de los otros, Barcelona, 1994, Tusquets.

La selección de originales en una editorial universitaria a menudo es considerada una práctica incompatible con la lógica académica, sólo entendible en términos de afi nidades políticas o equilibrios de poder entre carreras

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manera poco cuidadosa— referencias como la citada. En esas trasformaciones en que parece operarse por acumulación (“ya es demasiado extensa como guía; puede ser un libro”, o “si le agregamos dos artículos ‘es’ un libro”), suele faltar una unidad de sentido del conjunto. A esa unidad indispensable se refi ere el quinto requisito.

Quinto requisito elemental: el texto debe tener una cierta unidad, que luego podrá trabajarse y mejorarse en la etapa de edición propiamente dicha (editing), pero que, más allá de la intención del autor, debe poder advertirse en una primera lec-tura. En efecto, un original —si se exceptúan las obras comple-tas o ciertas antologías literarias— rara vez consiste en una colección de textos cuyo único punto de unión es haber sido escritos por la misma persona. En la edición universitaria este problema se amplifi ca, ya que una parte importante de los textos presentados son compila-ciones de artículos —aunque a veces es-tos lleven el rótulo de capítulos—, un formato cuyo protagonismo puede de-berse tanto al interés por reunir obras dispersas por los azares de la vida académica —pero que dialogan entre sí—, como a la estrategia de acumulación mencionada en el apartado anterior. Es frecuente que estas recopilaciones reúnan artículos que correspondan a diferentes etapas e intereses a lo largo de una carrera académica, o que agrupen textos de intencionalidad didáctica y textos más especulativos o, en el sentido opuesto, que incluyan artículos que se superponen en su contenido o se parafrasean entre sí; en suma, que pongan juntos textos que difícilmente acepten un “envase” común. Más allá del valor que pueda tener cada uno de estos textos si se le considera en forma individual, es el conjunto el que debe ser evaluado a la hora de decidir la publicación o no del material.

Un último requisito elemental: que el texto pueda leerse de manera autónoma, sin necesidad de consultar al autor o asistir a sus clases. Esta autonomía, que también puede trabajarse en la etapa de edición, debe estar asegurada desde el comienzo por una cuidadosa escritura del texto, que de ningún modo puede ser asimilada a la corrección más o menos automática de la transcripción de clases grabadas. No me refi ero aquí a los originales de libros que consisten en versiones escritas de con-ferencias, o que incluyen transcripciones de producciones orales —estudios etnográfi cos, por ejemplo—, todos los cuales exigen particulares tratamientos editoriales, sino a los textos elaborados a partir de las transcripciones, por comodidad o por falta de herramientas más funcionales. En casos extremos —pero no infrecuentes— la falta de autonomía radica en la imposibilidad del lector de “ver” las imágenes que acompañan la exposición oral. Menos evidente, pero también problemáti-ca, es la presencia en los textos de referencias contextuales que sólo pueden adquirirse de manera presencial. Si el autor no repone la información aportada por estos dispositivos, o por las preguntas de los alumnos en la clase trascrita, el lector tendrá severas difi cultades para comprender lo que se está diciendo.3

Hasta aquí seis requerimientos elementales, propios de cualquier editorial cuya gestión tenga un carácter profesional. Si los he señalado aquí con cierto detalle es porque son fre-cuentemente desatendidos; la rutina de evaluación de los textos que se presentan en las editoriales universitarias debe incluir, por lo tanto, su revisión minuciosa. (El incumplimiento de estos requisitos merecería ser analizado en relación con cues-tiones más generales: por un lado, la falta de familiaridad de muchos profesores con las características del libro en tanto artefacto complejo, que no les impide, sin embargo, manejarse con comodidad en el mundo académico, aunque quizá no en

sus zonas más prestigiosas; por otro, los estándares de calidad de las editoriales universitarias —en muchos casos infe-riores a los de las editoriales comercia-les—4 y la capacidad de producción de prestigio de estas mismas editoriales).

La mirada de los pares

En el ámbito universitario la evaluación de los pares —referato— es la forma establecida para decidir si un texto se publicará o no en una revista académica. Este pro-cedimiento concluye con la aceptación del artículo, con su aceptación sujeta a cambios sustanciales encomendados al au-tor, o con el rechazo. En el primer caso (aceptación), es habi-tual que también se sugieran correcciones y ampliaciones puntuales. Los evaluadores son, necesariamente, especialistas en el tema tratado en el artículo.

El referato ha sido objeto de cuestionamientos de diverso tipo, especialmente en el área de las ciencias sociales y las hu-manidades: se le reprocha, fundamentalmente, su inadecuación a disciplinas donde hay una pluralidad de paradigmas en juego —pluralidad que volvería ilegítimo todo juicio emitido por un réferi que no comparta el paradigma del autor del texto evalua-do— y a los estilos de trabajo propios de estas disciplinas, más proclives a la formación de pequeños grupos nucleados alrede-dor de revistas con una identidad defi nida.5

Más allá de que se compartan o no estas consideraciones, lo cierto es que la instancia del referato obliga, al menos, a una revisión atenta del texto por parte del autor que va a ser eva-luado y a un compromiso equivalente por parte de los evalua-dores. No es poco en un contexto donde los tiempos y las de-mandas no parecen privilegiar la lectura. Si las evaluaciones críticas son hechas con rigor, honestidad intelectual y amplitud

3 En la etapa de edición propiamente dicha, una de las tareas de los editores es asegurar esta autonomía de lectura. Es frecuente que los autores, aun los más expertos, tengan difi cultades para advertir problemas en este sentido. Un caso: ante un señalamiento puntual

del editor, por ejemplo la existencia de un salto en la progresión de la información entre un párrafo y otro, muchos autores salvan el hiato oralmente, como si en el libro publicado pudieran controlar la com-prensión de su texto desde fuera.

4 La baja calidad de la producción puede adjudicarse a la inexisten-cia de un mecanismo de selección de originales y al desconocimiento de los procesos técnicos, fundamentalmente de la edición propiamen-te dicha (editing).

5 En el número 22 de Sociedad, la revista de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, profesores de esa casa de estudios analizan críticamente este procedimiento de selección. Véase especialmente el artículo de Lucas Rubinich, que describe con más distancia la oposición (“comedia de enredos”, la llama) entre defensores y detractores del referato. (“El referato a examen”, en Sociedad, núm. 22, primavera de 2003.)

La confusión entre lógica académica y lógica editorial, en un contexto de deterioro institucional y precariedad de recursos, hace que muchas editoriales universitarias eludan la que debería ser una de sus tareas centrales: la selección de los originales recibidos

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de criterio, y abren la puerta para revisiones que enriquecen el texto y lo sitúan mejor en el estado de la cuestión, mucho se habrá avanzado en el propósito de ofrecer al lector fi nal de la publicación un material valioso. Y si las evaluaciones, hechas con el mismo rigor, honestidad intelectual y amplitud de crite-rio aconsejan no publicar el material, no se estará ante otra cosa que la función editorial esencial, que es elegir, dentro de un número generalmente alto de textos, aquellos que merecen ser publicados.6

¿Es posible y conveniente aplicar el procedimiento del refe-rato también a los manuscritos de libros? Estoy segura de que sí: bien realizado, el referato puede brindar una muy valiosa información acerca de la calidad del texto en aspectos clave como la veracidad de lo expuesto, la ausencia de errores, la actualidad de los planteos, la rigurosidad de los procedimientos empleados para arribar a los resultados y la pertinencia de las referencias bibliográfi cas. Las debilidades fundamentales del procedimiento —que no justifi can su no utilización, sino que más bien constituyen un argumento para recomendar la nece-sidad de otras miradas— radican en las características mismas de los evaluadores. Por un lado, estos conocen el tema y a veces tienen difi cultades para ponerse en el lugar de un grupo de lectores más amplio; “están en la conversación”, por decirlo de algún modo, y reponen automáticamente los implícitos del texto. Por otro, suelen ser lectores habituados a evaluar artícu-los individuales, y no es raro que pasen por alto la arquitectura total del texto, al que leen como sumatoria de capítulos, sin percibir sus problemas de organización general. Una tercera difi cultad está relacionada con condicionantes contextuales: en nuestro medio, los réferis realizan sus tareas ad honorem. La práctica del referato como suerte de carga pública, sin retribu-ción económica, puede no generar mayores problemas en el caso de la lectura de artículos, pero resulta un inconveniente de peso cuando lo que se exige es la lectura minuciosa de un texto más extenso. No es infrecuente que esa lectura se haga, enton-ces, sin la atención debida o en tiempos excesivamente largos.

Si existe una fi rme decisión política de profesionalizar la actividad editorial, este inconveniente no será, seguramente, difícil de salvar. El número de textos sometidos al procedi-

miento del referato, además, será menor que el número de textos presentados, ya que sólo pasarán por esta instancia aque-llos que cumplan con los requerimientos elementales listados más arriba. Por último, el editor a cargo o el comité editorial dispondrán de una autonomía que les permitirá elegir, entre los posibles réferis —con un amplio dominio de su campo dis-ciplinario—, a los mejores lectores.7

La mirada editorial

Para tomar la decisión de publicar o no una obra, es indispen-sable que el comité o consejo editorial —el organismo que tiene a su cargo esa decisión— cuente también con elementos de juicio específi camente editoriales, que el editor puede gene-rar en paralelo con el trabajo de los réferis.

¿Qué debería revisarse en esta instancia estrictamente edi-torial? En primer lugar lo que podría defi nirse como orienta-ción hacia los lectores: es preciso que el texto presentado tenga algo que decir a alguien distinto de su autor o autora, un algo que justifi que su salida del ámbito de la intimidad (el proceso de escritura es de ese orden) y su ingreso al ámbito público. En la vida universitaria suelen escribirse textos que son simple-mente ejercicios, o que sólo tienen sentido dentro de una situa-ción de aprendizaje, o que funcionan como instancias de regis-tro o evidencia de tareas realizadas. Está muy bien que se es-criban esos textos en el marco de esas prácticas, pero es difícil justifi car que esos textos —por el solo hecho de haber sido aceptados en su contexto de producción original— necesaria-mente deban dar lugar a publicaciones.

El texto debe hacer, también, un aporte original, ya sea por la temática abordada o por su tratamiento. Por esta razón es preciso que el editor explore la oferta editorial existente y eva-lúe si el texto presentado, de convertirse en libro, puede llegar a ocupar un lugar vacante o tener ventajas competitivas con respecto a títulos similares en el mercado o si, en cambio, se va a diferenciar poco del resto o no va a alcanzar siquiera los atri-butos básicos esperables en libros del mismo tipo.

Una tercera condición está relacionada con la conformación de un fondo editorial coherente y organizado. El futuro libro debe poder integrarse en alguna de las colecciones ya existen-tes. Esto supone no sólo una cierta compatibilidad con los términos en que ha sido pensada esa colección, sino también la ausencia de superposiciones o reiteraciones (el libro no debe tratar temas muy semejantes a los abordados por otro título de la misma colección, por ejemplo). Por supuesto que el libro

6 En su sugerente “Publicar o perecer, ¿una empresa enfermiza?”, Mohamed Gad-el-Hak hace el siguiente razonamiento: “Si, diga-mos, el 80 por ciento de los journals en un determinado campo acep-tan el 20 por ciento de los papers recibidos, probablemente exista una necesidad de esos journals. Si, por otro lado, el 80 por ciento de los journals aceptan el 80 por ciento de los manuscritos recibidos, quizás haya un exceso de journals en ese campo.” (Mohamed Gad-el-Hak, “Publish or Perish: An Ailing Enterprise?, en Physics Today online, disponible en internet: www.aip.org/pt/vol-57/iss-3/p61.html; hay traducción en español en UTec Noticias, revista virtual de la Univer-sidad Tecnológica Nacional, Regional Bahía Blanca: www.frbb.utn.edu.ar/utec/18/n07.html) (Consulta: 10 de febrero de 2006.)

7 No pretendo dar una defi nición de buen lector; sólo me gustaría señalar tres rasgos que, con antecedentes académicos de similar rele-vancia, suelen hacer la diferencia: gusto por la lectura de distinto tipo de libros, sensibilidad a la belleza de la expresión escrita y autonomía intelectual.

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puede iniciar una nueva colección, pero esta posibilidad debe ser convenientemente evaluada para asegurar que la colección creada se diferencie claramente de las existentes, sea capaz de albergar títulos de cierta diversidad y pueda mantenerse viva a lo largo del tiempo.

Un cuarto requerimiento de carácter editorial: el presu-puesto debe permitir realizar de manera profesional el proceso de edición del libro. Sería desatinado, por ejemplo, aceptar la publicación de un libro que requiere imprescindiblemente imágenes a cuatro colores, sabiendo que sólo se tiene dinero (o sólo se puede conseguir dinero) para hacer la impresión a una sola tinta.

Finalmente, esta revisión de carácter editorial debería poder estimar si el futuro libro puede resultar de interés para un cier-to número de lectores. Así como el hecho de tener asegurada una venta de varios miles de ejemplares (piénsese en las edicio-nes universitarias dirigidas a públicos cautivos) no justifi ca por sí solo la edición de un libro, tampoco parece razonable decidir la publicación a sabiendas de que el libro tiene escasas posibi-lidades de interesar. En ese caso, la decisión —que sería sin duda de carácter excepcional— debería sostenerse con razones de peso, convenientemente fundadas.

Un horizonte con lectores y lecturas

A diferencia de otras áreas donde la norma buscada —y no pocas veces conseguida— es la excelencia, la actividad editorial en el medio universitario presenta falencias que solo un análi-sis demasiado rápido puede atribuir en primera instancia a la falta de presupuesto. Hay, sin duda, editoriales universitarias que muestran proyectos independientes y profesionales, pero también existe un número importante que no logra diferenciar claramente su función de la del resto de la burocracia acadé-mica:8 suelen ser organismos que prestan servicios editoriales (fundamentalmente de puesta en página y de gestión de la

8 Leandro de Sagastizábal plantea claramente esta distinción en Informe sobre la situación y perspectivas de las editoriales universitarias en Argentina, ya citado.

impresión) a docentes que parecen más sensibles a las presio-nes de la carrera académica que al propio deseo de comunicar hallazgos, presentar nuevos abordajes de temas conocidos o infl uir en la agenda pública. Y es aquí donde puede encontrase una clave para entender la persistencia de formas y procedi-mientos a todas luces precarios y poco efectivos: el éxito o el fracaso de estas experiencias se mide, exclusivamente, en términos de la satisfacción del autor o los autores. La amenaza de una valoración negativa por parte de los lectores resulta prácticamente impensable, habida cuenta de que los libros editados tienen una muy baja probabilidad de ser leídos (por ausencia de mecanismos de promoción, y aun de distribución, por el poco interés que reviste el tema, por la factura defi ciente o, ya comprado el libro, por los problemas que presentan sus textos: oscuridad, vaguedad, confusión, etcétera). Esta lógica —que no deja de ser funcional a los modos habituales de enca-rar la gestión en los ámbitos universitarios— se refuerza por la ausencia de objetivos comerciales y económicos: por tradición o por decisión política, la edición universitaria está “liberada” de la obligación de llegar a un número considerable de lectores y de recuperar tan siquiera algo del dinero invertido.9

La profesionalización de la actividad editorial en nuestras universidades y facultades implica mucho más que la incorpo-ración de modalidades actualizadas de gestión y manejo técni-co de la edición: supone un verdadero cambio cultural para orientar la actividad hacia sus objetivos específi cos. En ese marco, un cuidadoso proceso de selección de originales ayuda-rá a poner en evidencia la transparencia de los procedimientos adoptados, contribuirá a mejorar la calidad de los títulos ofre-cidos y repondrá al lector y a la lectura como referencias bási-cas del proceso de edición y de la actividad editorial en su conjunto. G

9 La ausencia de obligaciones económicas suele defenderse aso-ciándola a la posibilidad de privilegiar la calidad por sobre toda otra consideración. Lo cierto es que las editoriales universitarias con proyectos no profesionales raramente aprovechan esa posibilidad, y pierden, en cambio, el recordatorio cotidiano del interés o desinterés de los lectores que las cifras de ventas podrían darle.

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El libro de historia del arte en la unamMaría Teresa Uriarte

Aunque la Universidad Nacional Autónoma de México es hoy una de las principales editoriales latinoamericanas, dado el elevado número de obras que publica cada año, en realidad es un conglomerado de entidades editoras. La directora de su Instituto de Investigaciones Estéticas presenta aquí un balance de la trayectoria de este organismo y un diagnóstico de los problemas que tanto la edición universitaria como la de libros de arte enfrentan hoy

En una famosa conferencia que se titula “El libro”, Borges dice: “De los diversos instrumentos del hombre, el más asom-broso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.” Entonces, qué mejor instrumento podría utilizarse para el aprendizaje y para la enseñanza sino el libro.

El libro existe mucho antes de que hubiera universidades, pero la universidad no existiría sin el libro. A su vez, la univer-sidad ha infl uido profundamente en él. La universidad nace durante la edad media, en algún momento impreciso de un periodo que va del siglo x al xii. Para que tan notable suceso tuviera lugar hay que señalar en primera instancia la existencia de una revolución urbana —es decir, las ciudades cambian y se desarrollan como nunca antes al realizar más activamente fun-ciones comerciales, artesanales e industriales—; este cambio genera una evolución en el ámbito escolar: por un lado están las escuelas monásticas tradicionales —reservadas a los futuros monjes— y por el otro, las escuelas urbanas, abiertas a todo el mundo interesado en aprender y cono-cer todo lo que se sabe. De modo que a fi nales del siglo xii, las escuelas de Bolo-nia, París y Oxford son las primeras en ser llamadas “universidades”, y los pro-fesores que en ellas enseñan son los “hombres nuevos”, los que quieren ha-cer algo “nuevo” y a los que Jacques Le Goff llama “intelectuales” precisamente porque son docentes y pensadores, y difunden sus ideas mediante libros (Los intelectuales en la edad media, México, Gedisa, 1987).

Para cuando llega el siglo xiii, el libro se ha convertido en la base de la enseñanza y la universidad en su taller. El libro uni-versitario es un objeto completamente diferente del libro que existe antes de la aparición de la universidad, como ya se dijo, pues se da en un contexto económico y social enteramente nuevo. Este libro es expresión de otro mundo; hasta la escritu-ra cambia y se adapta, el tipo de letra varía según la universidad; así, tenemos la parisina o la inglesa. En el cambio del tipo de letra habrá que tener en cuenta un desarrollo digamos tecnoló-

gico: ya no se usa más la caña (o cálamo) sino la pluma de ave, que permite realizar el trabajo con más facilidad y soltura.

Los estudiantes y los profesores de la Universidad de París debían leer a los autores que fi guraban en los programas; así, para facilitar su estudio los estudiantes comenzaron a tomar notas (relationes) de las clases que impartían los profesores. Por tal motivo los cursos también comenzaron a publicarse, y esto debía hacerse rápidamente para que pudiesen consultarse en el momento de los exámenes; casi al fi nal de las clases se editaba un cierto número de “ejemplares”.

La base de la edición de estos cursos es la primera copia ofi cial de la obra que se quería poner en circulación. Esta pri-mera copia se hace en cuadernillos de cuatro folios; cada uno de estos cuadernillos está constituido por una piel de carnero doblada en cuatro; a la reunión de estas piezas (o pecias) se le llama “el ejemplar”, que está corregido y controlado por la universidad y constituye el texto ofi cial. La ventaja de que es-tuvieran separados era que, si un libro constaba de veinte cua-dernillos, cada uno se daba a un copista diferente y en poco tiempo podía tenerse una copia más o menos fi el del ejemplar. La publicación del texto ofi cial adquiere una gran importancia para las universidades, al punto de que, para 1264, en los esta-tutos de la Universidad de Padua se declara que “Sin ‘ejempla-res’ no habría universidad”, o lo que es lo mismo sin libro no habría universidad.

Esta intensifi cación del uso del libro tiene una serie de con-secuencias técnicas; por ejemplo, en la calidad del pergamino, que en Italia llega a ser muy blanco y delgado. También en lo que respecta al formato, que se hace más pequeño y manejable, o manuable, de manera que sea fácil transportarlo; es la era de los “manuales”, que en cierto modo dan testimonio de la velo-cidad de circulación de la cultura escrita y su difusión. Según

dice Jacques Le Goff, es el momento en que el libro se convierte en un instru-mento, y qué instrumento, como dice Borges.

El libro también es un producto in-dustrial y un objeto comercial. Alrededor de la Universidad de París se constituye un conjunto de copistas, con frecuencia estudiantes pobres que ganan así su sustento, y la relación entre el libro y la universidad se hace más estrecha aún.

Cambridge University Press se jacta de ser la imprenta y editorial más antigua del mundo, fundada en 1534 mediante una cédula real otorgada por Enrique VIII. Actualmente publica al año más de 2 mil títulos y 150 revistas especializadas, no sólo en Cambridge, sino también en cinco ciudades más.

Durante la segunda mitad del siglo xv, en 1478, veintitantos años después de la publicación de la Biblia de Gutenberg (1450-1455) y muy pocos del establecimiento de la primera imprenta en Inglaterra, la Universidad de Oxford imprime su primer libro. Actualmente Oxford University Press es la edito-

Los libros académicos ponen al alcance de los lectores todo el valioso conocimiento generado por el estudio y la investigación de las escuelas, facultades, centros e institutos de las universidades. Y por el número de títulos las editoriales universitarias son entidades culturales muy impresionantes

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rial universitaria más grande del mundo, pues publica anual-mente más de 4 mil nuevos títulos, principalmente en Oxford y Nueva York, pero también edita en diez ciudades más.

En Estados Unidos la actividad de la editoriales universita-rias es también notable. Existe la Association of American University Presses, que agrupa a 125 editoriales universitarias, casi todas estadounidenses, que producen anualmente alrede-dor de 10 mil títulos. En México ya existe una asociación de editoriales universitarias, la Red Nacional Altexto de Editoria-les de Institución Superior, establecida en 2005, en el marco de la xix Feria del Libro de Guadalajara.

Las editoriales universitarias realizan tareas que no son he-chas por nadie más. Prestan servicios que son de un valor ines-timable, no sólo para el medio académico, es decir los alumnos, profesores, investigadores y el resto de la comunidad universi-taria, sino también para un público más amplio de lectores, y en última instancia para la sociedad. Los libros académicos po-nen al alcance de los lectores todo el valioso conocimiento ge-nerado por el estudio y la investigación de las escuelas, faculta-des, centros e institutos de las universidades. Y por el número de títulos las editoriales universitarias son entidades culturales muy impresionantes. Hubo un tiempo en que la editorial que más títulos producía al año en toda Latinoamérica era la unam.

La Universidad Nacional de México comienza a editar en 1934, fecha en la que se adquiere la Editorial Razón, además se recibe apoyo del gobierno y maquinaria donada por Miguel

Lanz Duret —director entonces de El Universal—. Casi ense-guida el Instituto de Investigaciones Estéticas (iie) comienza a publicar una revista especializada y libros de historia del arte. La fundación del instituto se remonta a 1935, con el nombre de Laboratorio de Arte, que para 1936 recibe el nombre de Instituto de Investigaciones Estéticas y en 1937 publica el nú-mero 1 de la revista Anales del Instituto de Investigaciones Estéti-cas. La revista se ha publicado ininterrumpidamente desde en-tonces, es decir desde hace 69 años, y en 1985 se rediseñó y comenzó a editarse semestralmente. Actualmente la revista tiene un consejo internacional de asesores, un consejo editorial formado por miembros del iie y de otras instituciones afi nes, ha puesto online los últimos 20 números y es uno de los sitios más visitados de la página de Estéticas.

También en 1937 el iie edita su primer libro, Grabado en lámina de la Academia de San Carlos, con textos de Justino Fer-nández, siguiendo la más antigua tradición de la universidad, que publica libros y revistas como apoyo a la docencia y a la investigación, para dar cumplimiento a su función de promo-tores del conocimiento nuevo.

Hoy el libro, y por ende el libro de historia del arte, se en-cuentra en crisis. Con la aparición de las nuevas tecnologías, hay profetas que incluso anuncian su desaparición. Desde siempre se ha pronosticado el fi n de los tiempos, la muerte del capitalismo, la muerte de dios, el fi n de la historia, ahora toca al libro el turno de formar parte de este grupo de venerables cadáveres, que por otra parte gozan de bastante buena salud.

Además de los problemas inherentes a toda publicación, por su objeto de estudio los libros de historia del arte tienen pro-blemas de toda índole, debido a la necesidad de trabajar con reproducciones de obras de arte. Los problemas van desde el económico, que compartimos con todo tipo de publicaciones pero que en nuestro caso se ven aumentados por el pago de los permisos de reproducción, pasando por la difi cultad de obtener buenas reproducciones, la reducción de los tirajes, hasta la cen-sura. En la Ley Federal del Derecho de Autor mexicana, el ar-tículo 21, fracción iii, habla de que el poseedor de los derechos de autor puede vetar la reproducción de una obra en caso de que se atente o se demerite la misma o a su autor. Tal es caso de una obra de Orozco, cuyo permiso de reproducción le fue negado a la revista Anales porque se decía que el artista “mos-traba su misoginia”, y eso jamás debía decirse de José Clemente Orozco.

En el amanecer de la internet se pensó en que viviríamos una nueva edad de oro de la libre circulación y utilización del conocimiento; no obstante, las leyes sorbe derecho de autor que, con algunas variantes, poseen todos los países, se han vuelto una especie de freno a estas aspiraciones. Para los libros de historia del arte esto resulta catastrófi co; tal es la opinión de Eve Sinaiko, encargada de publicaciones de la College Art As-sociation. Cada día es más difícil y más caro obtener los permi-sos de reproducción de la imágenes que necesariamente ilus-tran los textos de historia del arte. Los poseedores de los derechos de autor o del copyright de una gran cantidad de obras de arte tratan de lucrar con sus valiosas posesiones. Incluso los museos custodiados por el estado atienden la solicitud de cada permiso de reproducción sólo con ánimo mercantil, aunque los solicitantes sean académicos, ciudadanos del mismo estado que pagan impuestos para que éste custodie la obra de arte objeto de su estudio, y cuyo valor aumenta con cada estudio e investi-

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gación que se haga de las obras de su acervo. Hay académicos y editores que vislumbran ya una historia del arte sin imágenes. En suma, que los dueños de las obras de arte y de los derechos de autor podrían estar matando a la gallina de los huevos de oro. Cabe mencionar que la unam, y en particular el iie, man-tiene acuerdos muy favorables con instituciones nacionales, como el inah, el Museo Nacional de Arte, el Museo de Arte Moderno, el fi deicomiso Diego Rivera y Frida Kahlo, el Mu-seo Tamayo, entre otros.

También está el caso de los museos que poseen las obras pero no los derechos de autor de las mismas, que cobran de 300 a 500 dólares por alquilar una transparencia durante tres meses y que al pie de página, con letra de 5 puntos, avisan que además del pago y trámite hecho en el museo deberán solicitar el permiso de reproducción a otra instancia, y que no se res-ponsabilizan de las consecuencias por el incumplimiento de este requisito.

A pesar de las nuevas tecnologías, imprimir libros de histo-ria del arte resulta sumamente caro. Muchos de nuestros títu-los pueden imprimirse con modestia, en papeles comunes, en blanco y negro, con tirajes muy bajos, pero algunas ediciones deben tener una gran calidad. Tal es el caso de los catálogos del proyecto Pintura Mural Prehispánica en México, pues precisa-mente de lo que se trata es de hacer un registro lo más fi el de estas frágiles manifestaciones artísticas; somos conscientes de que la película fotográfi ca sigue teniendo reacciones químicas con el paso de los años, que la nueva fotografía digital presen-ta el problema de la falta de una prueba de comparación, que no sabemos si podremos “ver” los archivos digitales dentro de unos años, no sabemos si los soportes materiales de estos archi-vos (disquetes, cd, discos duros) resistirán por varios años, pero sí sabemos que hay libros que han durado cinco siglos. Con el paso del tiempo, tal vez los murales desaparecerán, las fotografías cambiarán de color, los archivos se corromperán, los programas serán otros y sólo quedarán los libros de la pin-tura mural prehispánica, puesto que los papeles sí se hacen mejor de lo que se hacían hace 50 o 60 años.

El iie publica anualmente entre 15 y 17 títulos, dos de los cuales son números de la revista Anales, 1 o 2 reediciones, 2 o 3 coediciones y 10 o 12 nuevos títulos. Tanto la revista como los libros son sometidos al arbitraje de los pares, lo que hace que nuestras publicaciones tengan una gran calidad académica. A pesar de la vicisitudes antes mencionadas, Estéticas ha man-tenido una producción editorial constante desde 1937: ha edi-tado 385 títulos de ocho temas básicos, aunque con cierta predilección por el arte novohispano y el arte contemporá-neo.

Además de esta producción, el instituto mantiene otros pro-yectos editoriales colectivos, como es la edición del Coloquio Internacional de Historia del Arte, que se celebra anualmente desde 1975. Estéticas también es la sede del Seminario de Es-tudio y Conservación del Patrimonio Cultural y sus memorias se editan sistemáticamente. Otra serie que ya lleva 30 volúme-nes son los Catálogos de Documentos de Arte que se editan bajo demanda; con ella el instituto intenta difundir informa-ción acerca de la historia del arte que se encuentra en archivos históricos nacionales y extranjeros. Se trata de un instrumento de consulta para los que desean acercarse a las fuentes prima-rias. Estéticas da cuenta de sus actividades mediante tres bole-tines, uno de los cuales es electrónico. También se editan otros

productos editoriales que sirven a distintos propósitos, como la difusión de la investigación. Esta intensa labor editorial ha te-nido sus recompensas, pues durante los últimos años varios de nuestros títulos han obtenidos reconocimientos por su calidad académica y editorial, como en 2000 el premio que otorga la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana al arte editorial en el género precisamente de arte o una mención honorífi ca en el Premio Arnaldo Orfi la 1998 a la Edición Uni-versitaria.

A lo largo de la historia del instituto se han publicado las obras de las mejores mentes dedicadas a la historia del arte, desde los más connotados especialistas hasta los trabajos de los estudiantes más prometedores, con frecuencia haciendo caso omiso de la viabilidad comercial. Esto último no por frivolidad o capricho, sino como una contribución al estudio del arte, sobre todo del mexicano. Entre los más sobresalientes mencio-naré a Manuel Toussaint, Salvador Toscano, Justino Fernán-dez, Francisco de la Maza, Beatriz de la Fuente, Elisa Vargas-lugo, Jorge Alberto Manrique, más tarde Rita Eder, Clara Bargellini y Fausto Ramírez, y entre las generaciones más jó-venes Jaime Cuadriello y Renato González Mello.

La intensa labor de nuestros comités editoriales a lo largo de los años es una muestra de la voluntad y perseverancia de un grupo de académicos que están empeñados en difundir el co-nocimiento en historia del arte que se estudia y se genera, bá-sicamente en español, con el único requisito de ser de gran calidad. G

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Aunque aparece sólo con las fi rmas de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin, La aparición del libro —el texto que refundó el modo de estudiar la historia de los libros y que el FCE publicó en 2005 en coedición con Libraria dentro de la colección Libros sobre Libros— es en cierto sentido una obra colectiva. Tomamos aquí un fragmento de la porción redactada por quien fuera conservador de la Ofi cina de Manuscritos de la Biblioteca Nacional, en París, en el que se describe la génesis de la edición universitaria

Como en el transcurso de los siglos anteriores, los monasterios continuaron, incluso en el periodo llamado laico, copiando los diversos manuscritos que eran necesarios para su uso personal. Las reglas de las órdenes monásticas previeron siempre cierto número de horas de trabajo intelectual al día, y la copia de manuscritos representaba parte importante de este trabajo. Los scriptoria, organizados según las prácticas tradicionales, no dejaron de producir obras de estudio y manuscritos litúrgicos y no lo dejarían de hacer sino hasta que la imprenta relegara el manuscrito al dominio del pasado. Y aun entonces, tanto por tradición como por necesidad, los monasterios continuaron, hasta bien entrado el siglo xvi, copiando misales, antifonarios, breviarios, etcétera. Pero el rasgo dominante del nuevo perio-do que se inicia a principios del siglo xiii es que los monaste-rios ya no son los únicos productores de libros y sólo los pro-ducen para su uso exclusivo.

Los centros de la vida intelectual se desplazan y serán las universidades donde los sabios, los profesores y los estudiantes organizan, junto con los artesanos especializados, un activo comercio de libros.

Es cierto que en ocasiones, y durante más tiempo en Inglaterra que en Francia, a tal o cual monasterio, donde las grandes tradiciones de la caligrafía y la ilustración se habían conservado particularmente bien, le solicitara un soberano o un gran señor la ejecución de manuscritos de lujo, cuya venta constituiría un recur-so complementario de ingresos para la abadía. Sin embargo, esto sucede cada vez menos. En Inglaterra el caso de John Lydgate, monje de Bury, quien compuso y copió hasta su muerte en 1446 los textos de lengua inglesa para el uso de laicos, a quienes se los vendía, es excepcional.

A principios del siglo xiii, y aun desde fi nes del xii, la apa-rición y el desarrollo de las universidades dieron origen a un nuevo público lector que, si bien era de clérigos en su mayoría, no tenía lazos estrechos con más establecimientos eclesiásticos que el alma mater, mientras estaban ligados a ésta.

Para preparar sus clases, los profesores tenían necesidad de textos, obras de referencia, comentarios. Sabemos de la impor-

tancia que tenían en la enseñanza medieval la glosa, la discu-sión, el comentario de un texto considerado autoridad, y esto en todos los terrenos del conocimiento. Era indispensable que pudieran disponer cómodamente de estos instrumentos de trabajo, y en consecuencia que la universidad organizara una biblioteca que pudieran consultar. Pero no siempre era posible, ni fácil, comprar los textos copiados; por lo tanto, se imponía la creación de talleres donde las obras indispensables se copia-ran a un precio razonable y en el menor tiempo.

Esto no excluía la consulta de bibliotecas que no fueran de la universidad, donde se podían encontrar obras raras y, sin embargo, útiles. El préstamo de libros era una institución muy común en la edad media y los establecimientos monásticos, los cabildos, etcétera, prestaban con frecuencia obras de las que no hubieran aceptado deshacerse defi nitivamente para venderlas a las nuevas bibliotecas universitarias.

Pese a la importancia de la enseñanza oral, los estudiantes necesitaban también poseer un mínimo de libros. Si bien po-dían tomar lo que llamaríamos “notas de clase” y fi arse en gran parte de una memoria que los métodos de aprendizaje en uso en la edad media habían desarrollado considerablemente, no por ello tenían menos necesidad de un mínimo de obras. Si no tenían el tiempo para hacer las copias ellos mismos y eran su-fi cientemente ricos para permitírselo acudían a copistas profe-sionales, cuyo número se multiplicaba alrededor de las univer-sidades.

Poco a poco se forma así, en cada centro universitario, una verdadera corporación de profesionales del libro, clérigos o en ocasiones laicos —los libreros eran laicos; los copistas o “escri-bas” frecuentemente eran clérigos— que pronto fueron vistos

como parte de la universidad a la que servían. Como tales, gozaban de ciertos privilegios, en particular la exención de la talla y del tributo, y dependían en el plano judicial de las autoridades univer-sitarias —privilegio de commitimus, que se remonta para ellos a principios del siglo xiii.

A cambio de estas ventajas, libreros, estacionarios —término que se remonta a la antigüedad romana y que fue usado nuevamente por las universidades italia-nas— y copistas estaban sujetos a un es-

tricto control por parte de la universidad. Servidores de una gran corporación que los protegía, no eran libres, como los simples artesanos, para trabajar por su interés personal. En todo momento, la organización misma de su trabajo les recor-daba que realizaban de hecho lo que llamaríamos un “servicio público”.

Varios documentos, de los cuales los principales datan de 1275, 1302, 1316, 1323 y 1342, nos permiten hacernos una idea precisa de sus labores. Nombrados después de una in-

Los libros universitarios antes de la imprentaMarcel Thomas

Con objeto de permitir la multiplicación de las copias en las mejores condiciones, sin alterar el texto y sin una especulación abusiva por parte de los copistas, la universidad dispuso un sistema muy ingenioso de préstamo de manuscritos cotejados y revisados cuidadosamente, a partir de los cuales se podían realizar las copias a cambio de una remuneración tasada

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vestigación previa, que permitía a las autoridades asegurarse de su buena reputación y de sus capacidades profesionales, los libreros y estacionarios debían depositar una fi anza y prestar juramento a la universidad. Una vez que estaban en posesión del ofi cio, veían sus actividades estrictamente delimitadas y vigiladas constantemente. El librero no era tanto un comer-ciante como un depositario de libros; los manuscritos, debido a su relativa rareza, se revendían y pasaban de mano en mano durante muchas generaciones de estudiantes y profesores. Este comercio de ocasión se realizaba por intermedio de un librero, mas éste no era la mayoría de las veces sino un intermediario entre el vendedor y el comprador, y la fi anza que debía deposi-tar para establecerse garantizaba su solvencia. No podía vender ni comprar más que en ciertas condiciones, estaba obligado a anunciar públicamente las obras que tenía —para evitar que provocara una carencia artifi cial en su benefi cio— y la remu-neración de sus esfuerzos era una comisión que no podía ser superior a cuatro denarios por volumen si el comprador era maestro o estudiante de la universidad, y seis denarios si no lo era.

Junto a los libreros, simples comerciantes o comisionistas de libros, los “estacionarios” tenían un papel más delicado, que podemos conocer por los magnífi cos trabajos del abad Des-trez, gracias al cual sabemos ahora con detalle los mecanismos de la “tasación” de las copias, de la circulación de los exempla-ria y en general de lo que se conoce como la institución de la pecia.

Para mantener un control intelectual y económico sobre la circulación de libros, la universidad había decidido que las obras indispensables para los estudios de profesores y estudian-tes fuesen cuidadosamente cotejadas con el original, a fi n de evitar errores que pudieran alterar su sentido. Con objeto de permitir la multiplicación de las copias en las mejores condi-ciones, sin alterar el texto y sin una especulación abusiva por parte de los copistas, la universidad dispuso un sistema muy

ingenioso de préstamo de manuscritos cotejados y revisados cuidadosamente, a partir de los cuales se podían realizar las copias a cambio de una remuneración tasada. El manuscrito que servía de base, el exemplar, después de ser copiado volvía a manos del estacionario, y éste podía alquilarlo de nuevo. Este método tenía la gran ventaja de evitar alteraciones cada vez mayores, puesto que todas las copias eran hechas a partir de un modelo único. Basta haber tenido la oportunidad de estudiar los problemas que se presentan para establecer cuál es el origi-nal de un texto antiguo para entender hasta qué punto era acertado un sistema como éste.

El modelo, el exemplar, prestado por mediación del estacio-nario —habilitado para multiplicar las copias— a los estudian-tes deseosos de copiar o hacerlo copiar por un copista a sueldo, no era prestado en su totalidad, sino en cuadernos separados, lo cual permitía inmovilizar por menos tiempo el exemplar, que más copistas podían copiar simultáneamente. El precio del al-quiler de estos cuadernos, llamados peciae o piezas, lo fi jaba la universidad y los estacionarios no podían elevarlo. Por otra parte, los estacionarios tenían la obligación de alquilarlos a todos aquellos que lo desearan. Si se veía que un exemplar era defectuoso se retiraba de circulación.

Se conserva cierto número de estos exemplaria, escritos por lo general con escritura bastante gruesa, muy desgastados por el uso. Hechos con un módulo casi constante, presentaban ade-más la ventaja de dar un patrón indiscutible de la “cantidad de la copia” realizada por el escriba y facilitaba así la discusión del precio entre los clientes y los copistas a sueldo.

El sistema así creado para difundir los textos subsistió en las universidades hasta fi nales de la edad media, y fue en el marco de estas instituciones donde se introdujo la imprenta, bajo el auspicio de las autoridades universitarias. Para éstas, en efecto, en sus inicios las prensas debieron representar un medio cómo-do para multiplicar los textos con mayor rapidez y fi delidad que el sistema de la pecia, por ingenioso que fuera. G

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Circula ya el primer volumen de la colección 2 en Fondo, en la que un par de autores dialoga sobre un tema, no con pueril ánimo polémico sino con la certeza de que el ir y venir de ideas, la confrontación de argumentos, la sucesiva adición de matices permiten explorar temas complejos y de gran vigencia. De Democracia cultural.

Una conversación a cuatro manos, hemos tomado la réplica que Lucina Jiménez hace a Sabina Berman una vez que ésta trazó una suerte de biografía cultural de José Vasconcelos

La herencia de Vasconcelos

Sabina:Tu repaso de la época de Vasconcelos

nos deja la impronta de la gran epopeya. Vista así, se antoja proclamar la necesi-dad de un nuevo Vasconcelismo, sobre todo en el sentido de la “inundación”, como le llamas, del arte en la cultura. Tal vez en eso pensaron quienes hicie-ron el primer programa de cultura, re-cién creado el Conaculta. Sin embargo, creo que difícilmente podría ocurrir, al menos en las condiciones actuales.

Vuelvo a Vasconcelos, más allá de lo que ya has escrito, para conectar sus ideas como me sugieres, con los límites y posibilidades de las políticas culturales posteriores a la revolución. Me toca ha-cerla de abogada del diablo.

No se trata de atormentarse pensan-do en lo que pudo haber sido y no fue, como dice la canción. Intento ver el vas-concelismo en sus propios alcances, no para denostarlo, sino para hacerlo de carne y hueso, para mirarlo en el contex-to que lo rodeaba y proyectar sus ideas a la luz de nuestro siglo. Igual busco co-nectar las ideas de Vasconcelos con la creación del “aparatote” cultural, con las instituciones que nos legó la revolución, muchas de las cuales siguen vivas.

No me caería mal caminar por la ave-nida de los Muertos, subir a la punta de la Pirámide del Sol y pedir a los dioses del Tlalocan que me iluminen. Me ayu-

daría para intentar desenredar en unas cuantas páginas el hilo de la madeja. Ya ves, no dejo de coquetear con la tenta-ción teotihuacana.

Apasionante, la reforma, una eta-pa tan convulsionada como prolífi ca en pensamiento intelectual. Releer a Alta-mirano o a el Nigromante se antoja para entender los primeros intentos de crear una literatura nacional, las primeras ins-tituciones culturales y el nacionalismo mexicano.

Pero dijimos que iríamos al Méxi-co posrevolucionario, al nacimiento de las instituciones modernas que dan for-ma y signifi cado a la política cultural de nuestros días, ésa que ha hecho historia y leyenda y que con tanta pasión has na-rrado, ésa que ahora tantos dolores de cabeza nos da.

Esta incursión parte de una hipóte-sis sencilla. Por la época en que surgen, desde su propio nacimiento, las políti-cas culturales en México encerraban el germen de la fragmentación, de la seg-mentación.

Un intelectual logra dejar un tra-zo, un bosquejo, un dibujo, que se com-pleta o se esfuma con el tiempo, a veces por la indiferencia, otras por la inexpe-riencia de quienes le suceden, pero a ve-ces porque los contextos sociales y polí-ticos cambian.

Es posible que las manecillas del re-loj en las políticas culturales no se ha-yan detenido en un solo momento, sino en varios. Que nuestras horas no sean de 60 minutos, sino de más. Puede ser tam-bién que nuestro tiempo se haya vuelto circular y que patinemos una y otra vez para llegar al mismo sitio.

Las ideas de José Vasconcelos llegan hasta nuestros días con diferentes in-tensidades. Unas como recuerdo de una epopeya, otras como deuda histórica y otras más como herencia actualizable.

Bibliotecas y libros al alcance de todos

Permíteme empezar con una digresión personal. Cuando tenía 15 años traba-jé como asesora técnica en el Departa-mento de Bibliotecas, el que Vasconce-

los creó al estructurar la sep. Todavía se llamaba así.

Recorrí las escuelas primarias de la ciudad de México que gracias a él tenían biblioteca. Se podían contar con los de-dos de las manos. Ahí estaban esas mag-nífi cas colecciones de libros verdes que leíste en tu casa paterna. Algunas esta-ban sin abrir.

De igual manera, había muchos li-bros anaranjados. Eran del Fondo de Cultura Económica (fce) y, como su nombre lo indica, eran de economía. No me imagino a un niño de sexto año le-yendo a Adam Smith o a David Ricardo. Junté tantos ejemplares de La riqueza de las naciones, que podría haber tapizado la avenida de los Insurgentes de ida y vuel-ta. Exageré, pero sí eran un montón. Hoy el fce tiene un fondo editorial mu-cho más interesante y diversifi cado y, lo mejor, buenos libros para niños.

Luego viajé por el país visitando las bibliotecas públicas que también creó Vasconcelos. La mayoría se habían que-dado dormidas, a falta de presupuesto. Sabina, los bibliotecarios hacían sacri-fi cios para atender a sus lectores. Uno, incluso, de su raquítico salario, ¡¡paga-ba la renta del local que albergaba la bi-blioteca!!

El Departamento de Bibliotecas ha-cía esfuerzos para dotar de nuevos acer-vos catalogados y clasifi cados a las bi-bliotecas de todo el país. Se trabajaba mucho con muy poco. Sólo en 1980 fue elevado de rango: se creó la Dirección General de Publicaciones y Bibliotecas, con Javier Barros al frente y Carmen Esteva en el área de Bibliotecas. La Red Nacional de Bibliotecas Públicas nació con el llamado Plan 48 (una biblioteca pública central en cada estado y en cada delegación del Distrito Federal).

Doña Griselda Álvarez, entonces go-bernadora de Colima, supervisó perso-nalmente la instalación de su biblioteca estatal y ordenó que le agregaran varios metros cuadrados. Cuando llegué a Co-lima a instalar el acervo de la sala infantil me regresó a buscar más libros.

Recorrí con lupa las bodegas de las editoriales. Entonces no había libros

Democracia culturalLucina Jiménez

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para niños en México. Proliferaron gra-cias a la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil, que en 2005 cum-plió 25 años, y los esfuerzos de ibby de México, creada entonces. El único cuen-tacuentos era Eduardo Robles, el Tío Pa-tota. Después surgieron los Rincones de Lectura impulsados por Felipe Garrido.

A principios de los ochenta hice mi última incursión en el mundo del libro en la Biblioteca de México, de la que fui subdirectora. Las colecciones especiales que Vasconcelos reunió, fruto de la con-fi scación a los conventos en la posrevo-lución, habían permanecido encerradas durante tres décadas.

Él había juntado libros increíbles. Ahí pude leer los bandos publicados contra los insurgentes levantados en ar-mas por la independencia; asomarme a las deudas infi nitas de los peones en las haciendas, o bien hojear gigantescos mi-sales con letras capitales adornadas con hilos de oro y plata.

A partir del proyecto diseñado por Carmen Esteva, Josefi na Mejía y tu ser-vidora, se modernizó y remodeló más tarde la Biblioteca de México. Yo transi-té hacia la antropología y el teatro. Car-men se nos fue hace un par de años.

Recuerda Eduardo Lizalde, su actual director, que Vasconcelos creó la Bi-blioteca de México en tiempos de To-rres Bodet, luego de regresar de su exi-lio, y la dirigió hasta 1959, año en que murió.

Si abusé de tu tiempo y el del lector es para transmitirles la idea de que en México las políticas culturales no han avanzado como lo hacía la cámara que registró las carreras de 400 metros pla-nos en las Olimpiadas: ligera y rápida-mente, sin obstáculos.

Lo han hecho a tropezones, a empe-llones, con estancamientos, en zig-zag,

con lagunas y olvidos y, a veces, en cier-tas circunstancias históricas, con fuertes impulsos, como el de Vasconcelos, Bas-sols, Carlos Chávez o Torres Bodet, que le hicieron dar saltos gigantescos en pe-riodos cortos.

Aunque se habían creado bibliotecas, hasta los años ochenta ningún gobierno

posrevolucionario había retomado la ta-rea con el mismo ímpetu.

La formación de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas tiene entonces ape-nas dos décadas. Aun en esos años, algu-nas bibliotecas municipales nacieron co-mo las de Vasconcelos: sin sede estable, en sitios poco propicios, con volúmenes reducidos. Hasta la fecha, los pocos bi-bliotecarios profesionales se forman só-lo en dos escuelas de la ciudad de Méxi-co. Vasconcelos sembró una semilla que no ha terminado de fl orecer. Este año, 2006, se abrirá la polémica Biblioteca José Vasconcelos, “la megabiblioteca”, como le llaman en la prensa. Una vez que inicie sus operaciones podremos conocer realmente el proyecto y opinar con conocimiento de causa.

Vasconcelos creía que la lectura en manos del pueblo elevaría el espíritu. Así que, infl uido por Gorki y Lunat-charsky, hizo que los Talleres Gráfi cos de la Nación, pasaran de la Secretaría

del Interior al Departamento Universi-tario. Es cuando surgen los libros para todos, no sólo para los ricos e ilustra-dos que podían leer otros idiomas. Se editaron 17 títulos de los clásicos, como bien recuerdas, muchos de los cuales se tradujeron al español, con tirajes de 100 000 ejemplares: el Silabario de el Nigro-mante alcanzó 200 000.

Pero la lectura no podía calar muy hondo. En un país de 15 160 369 ha-bitantes, 78.4 % de los mayores de 10 años eran analfabetos. La mayoría de los indígenas no hablaba español. En al-gunas bibliotecas de fábricas o poblados pequeños, los paquetes de libros se que-daron sin abrir. La revista El Maestro se quedó entre un sector más intelectual.

El Fondo de Cultura Económica se crea en 1934. Educal en 1982. La Di-rección General de Bibliotecas se separa de la de Publicaciones en 1989, con la creación del Conaculta. Las librerías se han incrementado, pero su número no es todavía signifi cativo en términos de cobertura nacional.

Polémica o no en su selección, hoy tenemos Bibliotecas de Aula. Falta ver qué están haciendo los maestros y los niños con los libros.

¿Qué ha pasado con la lectura? No tenemos un diagnóstico real. La encues-ta citada del Conaculta dice que seis de cada 10 adultos mayores de 15 años le-yeron al menos un libro al año, pero no sabemos cuál. Igualmente, se reconoce que la lectura disminuye conforme se incrementa la edad y aumenta con la es-colaridad.

Que la lectura aún no sea una prác-tica generalizada en México no es culpa de Vasconcelos, es una realidad nece-saria a enfrentar hoy bajo un escenario muy distinto al que vivió nuestro “Vol-taire mexicano”. G

Intento ver el vasconcelismo en sus propios alcances, no para denostarlo, sino para hacerlo de carne y hueso, para mirarlo en el contexto que lo rodeaba y proyectar sus ideas a la luz de nuestro siglo. Igual busco conectar las ideas de Vasconcelos con la creación del “aparatote” cultural, con las instituciones que nos legó la Revolución, muchas de las cuales siguen vivas

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Hace poco más de cuatro décadas hubo un importante cambio de paradigma en el modo de entender la historia de la ciencia. Tal vez no quedó claro de inmediato, pues esa transformación ocurrió gracias a un libro que planteaba la existencia de tales paradigmas epistemológicos. Desde entonces, La estructura de las

revoluciones científicas, de Thomas Kuhn, fue un discreto pero seguro best-seller. El Fondo acaba de publicar una nueva edición de la obra —también en Breviarios—, de cuyo prólogo presentamos en seguida un fragmento

El malestar de la cultura

Thomas Kuhn no era ni un fi lósofo de profesión ni uno de aquellos primeros doctores profesionales de la historia de la ciencia formados en los años treinta y cuarenta. Era un físico reclutado apre-suradamente por el esfuerzo bélico para trabajar en el Radio Research Laboratory de Harvard en contramedidas de radar en Kamchatka. En Harvard se aburrió de hacer gráfi cas a partir de fórmulas cuya derivación desconocía. Aunque ter-minó su tesis en física del estado sólido en 1949, lo hizo más por tener un títu-lo superior que para trabajar en proble-mas físicos normales, actividad que en-contraba tediosa. Por ello decidió que le interesaban más los problemas teóri-cos generales y en 1945 obtuvo permi-so para hacer la mitad de sus cursos de doctorado en fi losofía. En ellos se dio cuenta de que carecía de base sufi cien-te y que, después de pasar por una gue-rra, no le apetecía sentarse en los ban-cos con los jovencitos y los veteranos de guerra para empezar otra carrera. En ese momento, 1947, Conant acudió al res-cate ofreciéndole trabajar en sus cursos de ciencia para el ciudadano, lo que le permitía ganarse la vida pensando en los problemas epistemológicos y casi meta-físicos acerca de la ciencia que le habían atraído espontáneamente desde su más tierna edad.

Cuando publicó La estructura en 1962, después de tres lustros de lenta maduración y exploración casi autodi-dacta y libre en la Society of Fellows de Harvard, en la Universidad de Califor-nia y en el Center de Stanford, no per-tenecía ni al gremio de los fi lósofos ni al de los historiadores, aunque se apoyase fi rmemente en la historia de la ciencia para revolucionar la visión que de ella tenían los fi lósofos analíticos. En su en-sayo, la psicología de la educación cien-tífi ca, el procesamiento cognitivo de la información a través de paradigmas y la sociología de las comunidades científi -cas dominaban el panorama. Ese recurso a enfoques empíricos estaba condenado por la separación neopositivista del con-texto heurístico y el de justifi cación, que sería el único interesante fi losófi camen-te. Al empecinarse en el primer contex-to, Kuhn era tildado de psicologista, so-ciologista, subjetivista o irracionalista, mientras que él mostraba que el trans-parente ámbito lógico en que habitaba la ciencia de los fi lósofos analíticos era una philosophical romance, una pura fi c-ción angélica inexistente.

No es de extrañar que muchos fi lóso-fos reaccionasen negativamente ante un libro atractivo para el público que ponía

en peligro los intereses invertidos por los fi lósofos en adquirir sus habilidades profesionales y que ahora parecían no servir de mucho. Por su parte, los his-toriadores no se sintieron muy impre-sionados por las rápidas referencias a la historia de la química y de la electrici-dad del siglo xviii u otros ejemplos su-marios. Éstos no siempre eran incues-tionables (no aparecían por ningún lado astrónomos presa de crisis a comien-zos del siglo xvi) y no era difícil encon-trar algún que otro contraejemplo a la

Una revolución del siglo xxCarlos Solís Santos

* Hasta 2003 The Chicago University Press había publicado cerca de medio millón de ejemplares de La estructura, 279 751 de la primera edición y 173 918 de la segunda de 1996. Aparte de ello se ha traducido a 33 idiomas de Eurasia, no sólo los más impor-tantes (como el francés, que ha vendido más de 30 mil ejemplares), sino también otros más exóticos como el malayo, el tailandés, el islandés, el vascuence o el albanés. Agradez-co esta amable información a Michelle John-son de The University of Chicago Press

sucesión (ciencia normal)n → (anoma-lías) → (cri sis) → (revolución) → (ciencia normal)n+1 … Sea como sea, no era un li-bro de historia de la ciencia sino, en el mejor de los casos, un agradable ensayo especulativo.

Curiosamente, y para asombro de Kuhn, el libro tuvo un éxito notable en-tre el público más variopinto ajeno a los gremios de fi lósofos e historiadores.* Lo leyeron con avidez los psicólogos, que empezaron a clamar por un paradigma para poder ser científi cos; los sociólo-gos, a quienes les abría un campo de ac-tuación últimamente muy decaído; los intelectuales de vario pelaje, que apre-ciaban que la ciencia fuese algo mane-jable por consenso y no una losa inelu-dible; los fi lósofos de la cultura y de la política, que veían asimismo que la cien-cia se parecía bastante a lo suyo, por lo que no era un cuerpo extraño y excep-cional en la sociedad, y lo leyó el públi-co más general, que podía entender los grandes movimientos y transformacio-nes científi cas sin someterse al baile de las p y las q de la formalización a cual-quier precio, típicas de muchos libros del ramo. Avanzados ya los sesenta, mu-chos comenzaron a sentirse conforta-dos viendo que la ciencia misma, ese pa-rangón de objetividad y progreso de los Sarton y Conant, se sometía a los mis-mos procesos de consenso, convencio-nes y compromisos, crisis y resistencias racionales que otros procesos políticos y sociales, por lo que no era esa espe-cie de apisonadora lógica que aplastaba toda posible disensión siendo por tanto usada para justifi car decisiones técnicas

La estructura de las revoluciones

científicas, de Thomas Kuhn, apareció en el momento adecuado para ser reinterpretada como el desvelamiento de los fundamentos socialmente contingentes de la ciencia cuando no de otros horrores

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y políticas disfrazándolas ante el lego de “científi cas”.

Aquellos ideales de fundar en la vi-sión científi ca la identidad intelectual y moral de la nación se vieron sustituidos por una correosa fi losofía analítica de la ciencia y una historia de la ciencia que tendía a cortar toda relación de ésta con la sociedad, por lo que lejos de consti-tuir un puente entre las dos culturas desgajaba la actividad científi ca de sus raíces culturales, políticas y económicas. Por otro lado, la política tecnocrática pretendía justifi car sus decisiones con-tingentes en la necesidad científi ca acce-sible sólo a los expertos. El malestar in-telectual de una cultura que en casa marginaba a los negros, a las mujeres y a los sin techo, excesivamente abundan-tes en la nación más próspera de la his-toria, se unía a la presencia del arsenal atómico que obligaba a vivir bajo una espada de Damocles, a la vez que la gue-rra de Vietnam (1965-1975) era un pro-ducto de los viejos intereses particula-ristas que se habían criticado en los europeos y que la ciencia iba a paliar. El movimiento hippie no fue sino la ver-sión juvenil y un sí es no es cursi de los anhelos de hermandad global de Sarton. Éste fue el telón de fondo contra el que se difundió el ensayo de Kuhn, quien se vio inmerso sin pretenderlo en una gi-gantesca ola contracultural que no esta-ba preparado para negociar con su ma-gra tabla de surf.

Para calibrar el tamaño de la ola, re-párese que en el mismo año del Señor de 1962 se traducía en los Estados Unidos Ser y tiempo de M. Heidegger, con una idea de la ciencia muy otra de la exhibida por la fi losofía dominante, como una ac-tividad práctico-existencial que permite el desvelamiento de las cosas del mundo, sea ello lo que sea. Más importante aún, dos años después H. Marcuse publicaba en Boston El hombre unidimensional. Es-tudios sobre la ideología de las sociedades in-dustriales avanzadas, donde desenmasca-raba el uso ideológico y reaccionario de la fi losofía cientifi cista y, poco después, en 1968, J. Habermas publicaba en Eu-ropa su Conocimiento e interés, traducido en Boston tres años más tarde, donde defendía el tratamiento de la epistemo-logía como una ciencia social. La crisis de la ciencia europea (1936) del viejo maes-tro de Koyré, E. Husserl, que se tradujo en los Estados Unidos en 1970, defendía la dicotomía entre el mundo de la cien-

cia y el de la vida con el apocalíptico co-mienzo: “Aparece la ciencia, se esfuma el pensamiento”.

Los tiempos estaban maduros para ver con nuevos ojos la ciencia y la so-ciedad. Tal vez la ciencia no fuese el lá-tigo inabordable de los poderes fácticos; tal vez se pudiese recuperar para el hu-manismo subordinándola a los valores culturales, o mejor contraculturales, un tema tañido con fruición por P. K. Fe-yerabend. Estos temas no podían entrar fácilmente en una fi losofía analítica in-munizada por la tesis de la separación de contextos, la falacia naturalista o la ahis-toricidad de la lógica formal contra las evidencias empíricas, pero pudieron ha-cerlo a través de la sociología que conta-ba con la vieja tradición de Merton. En 1972 se tradujeron también La teoría crí-tica y La dialéctica de la ilustración de M. Horkheimer, que criticaba la corrupción de la razón ilustrada en una mitología instrumental, desenmascarando la idea tecnocrática de la ciencia neutral y mos-trando, por el contrario, su permeabi-lidad a los valores culturales y sociales, por más que los cognitivos no sean par-ticulares, sino una construcción del suje-to histórico (una vez más, un tema kan-tiano).

No es preciso multiplicar los ejem-plos para ver que La estructura apareció en el momento adecuado para ser re-interpretada como el desvelamiento de los fundamentos socialmente contin-gentes de la ciencia cuando no de otros horrores. Sin embargo, a pesar de toda su apelación a las comunidades científi -cas y a la presencia de valores en los jui-cios científi cos, la verdad es que todo ello no traspasa en Kuhn los límites de la evaluación de la resolución técnica de rompecabezas, por lo que no estaba preparado para convertirse en un gurú contracultural capaz de poner al mismo nivel la ingeniería genética y el vudú, como estaba perfectamente dispuesto a hacer el histriónico Feyerabend. Sin que el autor lo pretendiese, y tal vez sin sa-ber muy bien por qué, la monografía de Kuhn se convirtió en un best seller y apa-recía recomendada como lectura en los cursos universitarios más variopintos. Al fi nal del epílogo de La estructura se puede ver a Kuhn tratando de respon-der educadamente a algunas reacciones favorables inesperadas e insensatas. De ahí que en más de una ocasión se que-jase de que, como el aprendiz de brujo, había creado un monstruo que había co-brado vida propia. G

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Bobbio y el perro de GoyaJesús Silva-Herzog Márquez

Cinco ensayos conforman La idiotez de lo perfecto. Miradas

a la política, el atractivo volumen de textos que el autor de El antiguo régimen y la transición acaba de publicar en nuestra Sección de Obras de Política y Derecho. Presentamos aquí un fragmento del que está dedicado a Norberto Bobbio, autor que encontró en el FCE su casa en lengua española; los otros se ocupan de Carl Schmitt, Isaiah Berlin, Michael Oakeshott y Octavio Paz

En una de sus últimas visitas a Madrid, Norberto Bobbio reci-bía el homenaje de sus amigos y discípulos españoles. En un descanso pidió ser llevado al Museo del Prado. Al salir dijo secamente: Ma che saggio questo Goya: sapeva che l’uomo e cattivo. ¡Qué sabio, Goya: sabía que el hombre es malo! Acababa de ver los lienzos negros de la Quinta del Sordo. Representaciones del vacío, de la desesperanza, de la violencia. La oscuridad ya no como fondo sino como personaje, como el personaje de su pintura. En Duelo a garrotazos, dos hombres enterrados hasta las rodillas se apalean con unos fi erros. Parecen dos gigantes empeñados en matarse. Uno de ellos muestra ya los surcos de la sangre por su cara. La escena anticipa el fi nal: no hay esca-patoria, los dos morirán. Habrá visto la horrorosa mirada de Saturno mordiendo el brazo ensangrentado de su hijo; las bru-jas, las cabras diabólicas y los miserables que aúllan. Se habría detenido seguramente ante el Perro semihundido, el mejor retra-to de nuestra condición. En ese cuadro, Goya retrata el perro que somos. La arena nos traga, el cielo se ha oxidado. Vemos hacia arriba pero no hay nadie. Estamos solos.

La sabiduría que Bobbio descubría en Goya era la suya: el pesimismo. Las oscuras pinceladas de Goya confi rmaban en Bobbio un entendimiento de la política, una lectura de la historia, una concep-ción del hombre. En los cuadros negros y en sus estampas de la guerra, en sus pai-sajes decorados con ladrones, en sus grabados de muerte, en sus caricaturas de asnos y en sus burlas de curas e inqui-sidores, Goya sujeta la carne de lo hu-mano. En Los desastres de la guerra, el pintor aragonés no traza los contornos de la violencia con la ilusión de servir a alguna causa. La pintura ha ilustrado la gue-rra siglo tras siglo. En su mayoría, estas galerías sirven a una causa: al mostrar la crudeza de la guerra el artista educa para la paz; al mostrar el sacrifi cio llama al combate; al pincelar la victoria infl aman el orgullo patrio. Goya no explota ese senti-mentalismo. Muestra que el propósito de la guerra es la muer-te y que el deseo de la muerte de otros nos convierte en bestias o, más bien, revela que somos bestias. En la guerra no hay nada noble, nada heroico, nada hermoso. El sordo de Fuendetodos sabía a quién temer. El dibujante de mil monstruos escribió en una carta: no me asustan las brujas, ni los espíritus ni el diablo. La única criatura que me da miedo es el hombre.

Bobbio tenía el mismo temor. El hombre es un animal que mata. El lobo de sí mismo diría Hobbes. Un animal que mata para comer, para vestirse, para aprender, incluso para divertirse decía el furioso reaccionario Joseph de Maistre. Bobbio podría coincidir con Hegel en la imagen de la historia como un “in-menso matadero”. Pero a diferencia de estos dos espectadores, Bobbio no encuentra sentido a la carnicería. Uno había visto en la triste historia del hombre la misteriosa mano de Dios, el otro, el rodillo inclemente de la Razón. Bobbio veía el absurdo. Uno de los últimos ensayos que publicó se refi ere a un tema que lo había acompañado toda la vida, el tema del mal. La re-fl exión del viejo Bobbio desembocaba en un lúcido alegato pesimista: en la economía general del universo no es el malva-do quien más sufre, ni el bueno quien sonríe al fi nal de la pelí-cula. Quien observe la historia sin ilusiones verá que lo contra-rio es común. Stalin muere en su cama; Ana Frank en un cuarto de exterminio. La historia no acomoda los eventos para colocarlos en equilibrio de justicia. Lo sabe todo el mundo: la justicia no existe.

Suele descartarse el pesimismo como una disposición aní-mica. No lo es. El propio Bobbio tropieza con esa confusión cuando escribe que “el pesimismo no es una fi losofía sino un estado de ánimo”. Y remata diciendo de sí mismo: “soy un pesimista de humor y no de concepto”. Mi impresión es que Bobbio se equivoca dos veces. La primera al tachar la categoría fi losófi ca del pesimismo; la segunda al evaluar las raíces de su talante. El pesimismo no es la consecuencia intelectual de un espíritu depresivo, como tampoco el optimismo es una emana-ción del temperamento festivo. John Stuart Mill, por ejemplo, siendo un hombre azotado por la depresión, era un optimista incurable. Creía en el progreso y las promesas del futuro. El

pesimista, por más que busca, no en-cuentra ese porvenir. Frente a quienes sueñan con lo mejor, él teme la apari-ción de lo siniestro. Más que una dispo-sición psicológica, el pesimismo es un cuadro de convicciones sobre el hombre y su sitio en la historia. De acuerdo con el diccionario de Ambrose Bierce es una “fi losofía impuesta al observador por el

desalentador predominio del optimista, con su esperanza de espantapájaros y su abominable sonrisa”.

Bobbio reconoce en sí mismo una fuerte veta melancólica. Pero su pesimismo es menos el síntoma de algún achaque psi-cológico, que el producto de sus convicciones intelectuales. En primer lugar, sabe que, por muchos siglos que la historia acu-mule, el hombre no cambia de esqueleto. En todas partes es el mismo animal de cálculos y locuras, de juegos y guerras. Po-drán cambiar las costumbres y las creencias; podrán levantarse y derruirse imperios; podrán mejorar las máquinas que fabrica-mos. El hombre seguirá siendo la misma bestia que describió Maquiavelo. En todo tiempo, decía el fl orentino, los hombres son “ingratos, volubles, simuladores, rehuidores de peligros y

La sabiduría que Bobbio descubría en Goya era la suya: el pesimismo. Las oscuras pinceladas de Goya confi rmaban en Bobbio un entendimiento de la política, una lectura de la historia, una concepción del hombre

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ávidos de ganancias”. Éstos no son vicios de la cultura, ni en-fermedades provinciales: es nuestra constitución, nuestra es-tructura celular. Por eso las lecciones de los grandes pensado-res siguen siendo contemporáneas. El cambiante decorado de la historia no las altera.

Como Cioran, Bobbio se planta contra la idolatría del mañana. El progreso no es la clave de la historia. El escepticismo es la raíz de esta convicción. Nunca lo sabemos todo. Quienes todo lo saben no tardan en que-rer matarlo todo, decía en algún lugar Albert Camus. Pero lo que sabemos, por poco que sea, no es alentador. La tuerca de la duda da una vuelta para encontrar una creencia: no esperemos nada del futuro. Mi inclinación natural, decía, es “esperar siempre lo peor”.

George Steiner decía que la crítica lite-raria debía surgir de una deuda de amor. Es esa gratitud la que impulsa a quien dedica su vida a escribir sobre escrituras. Una deuda de amor impulsa al crítico: después de leer una novela, es otro. La pieza lo transforma. Después de ver un cuadro de Cézanne, escribe Steiner, vemos las manzanas de un modo totalmente nuevo, como si nunca hubiéramos visto una man-zana verdadera. El crítico se siente obligado a confesar sus amores porque la crítica contemporánea confunde su tarea con la labor del demoledor de estatuas. Los biógrafos se han con-vertido en mineros de vicios y debilidades. La industria de la crítica aparece como escopeta del escándalo. El gran héroe es exhibido como un cobarde, el novelista genial es un plagiario que golpeaba a su mujer, el arquitecto admirado por todos re-sulta un alcohólico que odiaba a los negros. Si antes se trataba de volver santos a los hombres ilustres, hoy la tendencia es exactamente la contraria: todos los hombres, empezando por los fi lósofos, los artistas y demás prohombres, son cerdos.

El “arte del crítico”, dice Steiner, debe asumirse como una celebración, no una denuncia. No lo es porque el crítico no pierde el tiempo en lo que no vale; su atención se fi ja única-mente en las obras maestras, en las creaciones perdurables del arte. De las malas novelas que aparecen todas las semanas se ocupan los publicistas, no los críticos. La crítica es un fruto de la admiración. El crítico es un mediador entre el genio y el público. El crítico, atestiguando y apreciando el genio, lo revela al público, lo comunica, lo enaltece. ¿Qué luces arroja esta refl exión sobre la naturaleza de la crítica política? Alguien podrá decir que, aunque el crítico literario analice un soneto y el crítico de la política un acto de imperio, la semilla es idéntica. Bajo esa mirada, el crítico del poder sería también un amante con deuda. Un hombre que ama la democracia, la in-dependencia, la justicia escribirá para enaltecer el objeto de su amor y defenderlo de todas sus amenazas: el despotismo, la su-misión, la arbitrariedad. El crítico de la política será entonces, igualmente, un admirador que celebra. Pero lo que es devoción vital en el crítico literario, se vuelve ceguera en el crítico de la política. No pienso solamente en el observador que se casa con una idea, un partido, una iglesia. Ésa es clara, abiertamente, una abdicación del propósito crítico y una afi liación plena a la práctica. Pienso en quien, sin entregarse a grupo o jefatura alguna, ha dejado de someter sus ideas a examen. El demócrata

que no acepta los vicios de su amada, el justiciero que no se detiene para analizar las consecuencias de sus prescripciones, el revolucionario que no duda de su misión. No es del amor de donde puede alimentarse el impulso crítico en política. Tocqueville lo entendió mejor que nadie: la adhesión a las causas políticas (la democracia por ejemplo) sólo puede ser una

adhesión moderada, nunca una pasión desbordante.

La crítica política tampoco nace del odio, que es igualmente idealización del otro. Si el amante sólo ve rasgos hermo-sos en su amada, el odiante sólo encuen-tra facciones repugnantes en el otro. La crítica de la política no puede nacer del odio al poder. Quien lo odia no hace el menor esfuerzo por comprender sus ra-zones; simplemente lo acusa como ori-gen del mal. El anarquismo es por eso una crítica tan radical que termina va-

ciándose. Abominando al poder, ignora todo lo que el poder importa. ¿De dónde viene entonces el primer aliento de la crítica política? No proviene de una fe —ni la del amante ni la del odiante— sino de la sospecha. Es una espina, una intuición, una sospecha lo que despierta la crítica política. No es el im-pulso de rendir un homenaje, ni la gratitud del admirador lo que la aviva. La crítica política no es celebratoria. Aunque haya cosas que celebrar, el festejo no puede engullir en ningún mo-mento el recelo crítico. Hasta el más delicioso pastel de la política contiene gusanos. En política no hay obras perfectas a las que podamos entregarnos devotamente. Ha producido na-poleones pero no ha dado vida a un solo Bach.

La crítica no nace de una certeza sino de una sospecha. El crí tico empieza a escribir porque intuye, no porque sabe. El crí-tico no es un relator de incidentes, es un antipático juzgador del mérito. No le interesa lo que pasa sino el signifi cado de lo que pasa. Como cualquier crítico, el crítico de la política trata de aclarar el caos de signifi cados que es el mundo. Discernir entre lo importante y lo trivial, lo nocivo y lo benéfi co, lo útil y lo dispendioso, lo real y lo fi ngido. Lo hace siempre con un ojo al futuro. Y si volvemos al primer impulso, ese que inquie-ta a Steiner para el caso de la crítica literaria, el marco de esa mirada es la sospecha, no la esperanza. La incertidumbre que acompaña el futuro no es la imagen de un jardín futuro, sino la posibilidad del desastre. La crítica del poder surge como sos-pecha del desastre.

Ésa es la convicción de un crítico como Bobbio, que está convencido de que el pesimismo es un compañero indispensa-ble de cualquier travesía política:

Dejo de buen grado a los fanáticos, o sea a quienes desean la catás-trofe, y a los fatuos, o sea a quienes piensan que al fi nal todo se arregla, el placer de ser optimista. El pesimismo es hoy, permíta-seme una vez más esta expresión impolítica, un deber civil. Un deber civil porque sólo un pesimismo radical de la razón puede despertar algún temblor en esos que, de una parte o de otra, demuestran no advertir que el sueño de la razón engendra mons-truos.

El sueño de la razón produce monstruos. Goya el sabio, de nuevo. G

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La historia tejida por la imagenIrlemar Chiampi

El 9 de agosto se cumplen tres décadas de la muerte de José Lezama Lima. El año pasado el Fondo puso a circular de nuevo, con el número 21 de la Colección Conmemorativa 70 Aniversario, La expresión americana, volumen que reúne conferencias del autor de Paradiso —cuya edición crítica puede hallarse en la colección Archivos—, en especial aquella en que, acaso predicando de su propia escritura, sentenció que “sólo lo difícil es estimulante”. Tomamos aquí parte del estudio introductorio de quien compulsó las notas de Lezama para producir esta edición

Cuando en enero de 1957 José Lezama Lima (1910-1976) pro-nunció, en el Centro de Altos Estudios del Instituto Nacional de La Habana, las cinco conferencias que luego integrarían su libro La expresión americana, el pensamiento americanista ha-bía cristalizado ya en una verdadera tradición. Un siglo de re-fl exión sistemática sobre la condición de los americanos había generado toda suerte de interpretaciones en torno al problema de la identidad cultural. La posición crítica acerca de lo que es América, esto es, qué lugar le reserva la historia, cuál su desti-no y cuál su diferencia frente a otros modelos de cultura, de-terminó la ensayística de los más destacados escritores hispa-noamericanos, y también su legítimo deseo de ser modernos, desde la generación postindependentista hasta la que antecede a la segunda guerra mundial.

De Sarmiento a Martí, pasando por Bilbao y Lastarria, en el siglo xix, de Rodó a Martínez Estrada, en un primer arco con-temporáneo que incluye, entre otros muchos, los nombres de Vasconcelos, Ricardo Rojas, Pedro Henríquez Ureña y Mariá-tegui, las respuestas a aquellas indagaciones variaron de acuer-do con las crisis históricas, las presiones políticas y las infl uen-cias ideológicas. En sus escritos América había pasado por el sobresalto de las antinomias románticas (¿civilización o barba-rie?), por los diagnósticos positivistas de sus males endémicos, por la comparación con Europa y la cultura angloamericana; algunas veces había reivindicado su latinidad, otras, la autoc-tonía indígena; se vio erigida, posteriormente, como el espa-cio cósmico de la quinta raza y hasta conceptualizó su bastar-día fundadora. No existió intelectual prominente en su tiempo que permaneciera indiferente a la problemática de la identi-dad. Ya fuera con pasión vehemente o con frialdad cientifi cista, con optimismo o desaliento, con visiones utópicas o apocalíp-ticas, nacionalistas o hispanofóbicas, progresistas o conserva-doras, los ensayistas del americanismo expresaron —como en un texto único— su angustia ontológica ante la necesidad de resolver sus contradicciones de una manera que certifi cara su identidad.

Pero si la generación de intelectuales que actuó entre 1920 y 1940 hizo de la identidad el tema de sus desvelos, la genera-ción siguiente, del cuarenta al se senta, encontró el problema prácticamente resuelto. Con los estudios de Fernando Ortiz

sobre los procesos de transculturación, los de Reyes sobre la apertura de la “inteligencia americana” a las infl uencias, los de Mariano Picón Salas sobre la combinación de las formas euro-peas con las indígenas, los de Uslar Pietri sobre el proceso de aluvión de nuestro sistema literario o con la propuesta de Car-pentier sobre lo real maravilloso americano, se dio el recono-cimiento del mestizaje como nuestro signo cultural. Con este ideologema, que se fi ja desde los cuarenta, el discurso ameri-canista parecía haber resuelto el problema crucial del complejo de inferioridad, asumiendo la heterogeneidad de su formación racial sin renunciar al ambicionado universalismo. Suponía, igualmente, el hallazgo de una diferencia que permitía contras-tar la complejidad de nuestra formación con la homogeneidad social de Estados Unidos y los particularismos etnocentristas de los europeos.

¿Qué podía añadir Lezama Lima, ya a fi nes de la década de los cincuenta, ante esa tradición del discurso americanista? ¿Qué nueva interpretación podría modifi car las soluciones de esa experiencia refl exiva? Por su confi guración externa La ex-presión americana se acomoda al cuadro interpretativo general del americanismo; su esbozo de nuestro hecho cultural tampo-co se opone al ideologema vigente de la “América mestiza” y exalta su universalidad como antes lo hicieron Reyes o Carpen-tier. Desde el examen del barroco colonial hasta la poesía po-pular del siglo xix Lezama —aunque parezca hacer tabla rasa de aquella ensayística— presupone nuestra receptividad mesti-za a las infl uencias. La propia “suma crítica de lo americano”, que Lezama analiza en el último capítulo y cifra en la noción de “protoplasma incorporativo”, deriva conceptualmente de la tesis de la transculturación.

Es cierto que si comparamos el ensayo de Lezama con los de Reyes, los de Carpentier o aun los de Uslar Pietri —que son ejercicios breves o indicativos, y a veces sólo apuntes— resalta en el acto que su dimensión refl eja una voluntad tota-lizadora que tampoco tuvieron, dentro de sus propósitos es-pecífi cos, Ortiz con su Contrapunteo cubano del tabaco y el azú-car (1940), o Picón Salas, con De la conquista a la independencia (1944). De la misma manera la tarea de enfocar a América como una unidad cultural y una continuidad histórica ya ha-bía sido emprendida con éxito por Pedro Henríquez Ureña, tanto en las artes como en la literatura, en dos obras funda-mentales: Historia de la cultura en la América Hispánica (1947) y Corrientes literarias en la América Hispánica (1949). Conside-rando también que Lezama no pretendió elaborar una histo-riografía, como en esas obras, y sí un auténtico ensayo, con lo que supone ese género, había ya otro antecedente respetable, El laberinto de la soledad (1950), en el cual Octavio Paz exami-naba, desde una perspectiva existencial, el ser mexicano a lo largo de la historia, sin perder de vista el horizonte y el alcan-ce hispanoamericanos.

Las innovaciones que presenta La expresión americana en el cuadro ideológico del discurso americanista superan, sin em-bargo, los préstamos y las afi nidades con aquella tradición. En

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principio, la noción de “América”, para Lezama, va más allá del referente restrictivo convencional. Más amplia que la “América Ibérica” de Henríquez Ureña o que el “México/América His-pánica” de Paz o, aun, que la “América Latina” que, desde Rodó hasta Carpentier, serían el objeto conceptual, la noción manejada por Lezama incluye, sorprendentemente, a Estados Unidos. Esa inclusión puede parecer una herejía tratándose de un escritor cubano que escribía en vísperas de la revolución y en un periodo de plena vigencia del “latinoamericanismo” en la vida continental.

Más allá de las tensiones políticas que durante más de medio siglo alimentaron un justifi cado sentimiento antiimperialista, el clima ideológico de reivindicación de la latinidad —desenca-denado por el Ariel (1900), de Rodó— se afi anzaba en el mito de que Estados Unidos representaba un mundo materialista y pragmático, carente de espiritualidad, de verdaderas esencias humanas y, como tal, antagónico a nuestra América. Las razones de Lezama van, no obstante, al margen de los hechos y de las ideologías vigentes. Si bien hace prevalecer los ejemplos de expresión latinoamericana y toma los de América del Norte de modo complementario (y en cierto sentido “latinizando” a Estados Unidos), la articulación conceptual del ensayo sugie-re que el adjetivo “americana” del título fue intencional para establecer la idea de una totalidad indisoluble, con una doble acepción. Primero, desde el punto de vista histórico, rescata el nombre original del continente, el de su fundación; segundo, refi ere a una geografía única, una naturaleza que, anterior a la historia, la prefi gura como unidad espiritual indisociable en el occidente. Hay, todavía, otro criterio fi losófi co en esa visión integradora que abordaremos más tarde.

Es imprescindible considerar algunos aspectos del contexto ideológico cubano de los años cincuenta, en que Lezama con-cibió su visión americanista. Es sabido que el grupo de poe-tas y artistas que Lezama lideró durante más de una década, formado en torno de la revista Orígenes (1944-1956) —entre los cuales se cuentan Cintio Vitier, Eliseo Diego, Ángel Gaz-telu, Fina García Marruz, Amelia Peláez, René Portocarrero, Mariano Rodríguez, Julián Orbón—, no ejerció militancia política directa, manteniéndose discretamente al margen del régimen de Batista. Sin embargo, no dejó de manifestar des-precio por la cultura ofi cial, como el propio Lezama consig-nó en 1954, con motivo de los diez años de Orígenes. Pero el testimonio más elocuente del sentimiento de los origenistas en aquel momento es el de Cintio Vitier, quien, en el mismo

año en que Lezama pronunció sus conferencias sobre la ex-presión americana, también presentó otra serie (entre octubre y diciembre de 1957) para un curso en el Lyceum de La Ha-bana. En estas conferencias, recogidas en su monumental Lo cubano en la poesía (1958), Vitier repasaba las constantes de la cubanidad y sus contradicciones a lo largo de casi cuatro siglos de lírica insular, animado, decía, por el deseo de superar “el estupor ontológico” de vacío, en que había sucumbido la na-ción una vez perdida la inspiración política de los fundadores, como Martí. Frente al “siniestro curso central de la Historia” (refi riéndose a la segunda guerra mundial y a la guerra civil es-pañola) y a la amenaza de desustanciación de las esencias por la “corruptora infl uencia del American way of life”, Vitier con-templaba, en las relaciones entre la poesía y la práctica, tanto una especie de refugio en algo permanente como el rescate de la “dignidad nacional”. En el “Prólogo” para la reedición de 1970 Vitier reiteraba con mayor énfasis aquellos propósi-tos, aludiendo a los tiempos del batistato como “de tinieblas y barbarie”.

Lezama, ciertamente, compartió con Vitier esa voluntad de resistencia, que también debería refl ejar en ambos el término de los años de Orígenes y de aquel “estado de concurrencia poética” que había producido el mejor vehículo de entonces para pensar y divulgar la literatura moderna en el ámbito his-pánico. En medio de la desilusión y el escepticismo reinantes Lezama quizá sintió la misma urgencia por formular, retros-pectivamente, una imagen orientadora, y, en su caso, más abar-cadora que “lo cubano”. Sin aludir a hechos o situaciones del batistato, el ensayo lezamiano presupone el clima de abati-miento de aquellos años crepusculares de la dictadura (Batista había asumido el poder en 1952 mediante un golpe de Estado y había sido “electo” en 1955), en que Cuba se había converti-do en un territorio de uso y abuso de Estados Unidos y en grotesco simulacro de los ideales republicanos. De modo obli-cuo, como era propio de su estilo, Lezama examinó esos senti-mientos en la imagen de su americano ejemplar, cuyo ejercicio de libertad y rebeldía encarnó históricamente, en el siglo xix, en el propio José Martí. No obstante las diferencias en cuanto al método y los objetivos en el tratamiento de sus respectivos temas Lezama y Vitier adoptaron, en esos años de crisis nacio-nal e internacional, la misma desconfi anza de la historia —des-confi anza que, en el caso de Cuba, estaba a punto de romperse un año después con la acción revolucionaria de los guerrilleros de la sierra Maestra. G

Luciérnagas en Nueva YorkEsther Seligson

La ganadora del Premio Xavier Villaurrutia en 1973 ha dado a las prensas Toda la luz, una antología de su prosa incluida en nuestra colección Letras Mexicanas, de la que tomamos este luminoso texto

a Yael, mi nieta

1

En cuanto crezcas te contaré cómo, cuando tú naciste, el jardín se llenaba al

atardecer de luciérnagas, y un gato par-do en el escalón más alto de la escale-rilla carcomida las miraba, con los ojos totalmente abiertos, encenderse una a una en un juego de parpadeos entre las hojas de los árboles y al ras del mato-

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jo que se extiende salvaje por el suelo.Tú dormías en tu canasta cerca del

balcón abierto, ajena a lo que en esa par-te de la casa iba ocurriendo: un espacio mágico entre los altos edifi cios, abando-nado al antojo de las estaciones, donde no recuerdo —mientras escribía durante las horas largas de la tarde veraniega— que nadie saliera a sentarse en alguna de las sillas blancas de metal también cu-biertas de hojarasca. Detrás de las venta-nas, en cambio, sí bullía la vida cotidiana que se iluminaba con diferentes ritmos y duraciones dándole al pequeño jar-dín —pudo haberse tratado de un tras-patio inocuo entre los sucios edifi cios de la ciudad pero, casualmente, no resulta-ba tan común, quizá porque eran varios recuadros con viejos árboles de tron-co esbelto, ramas caprichosas y fronda abierta, hojas como palmas, que le da-ban un aire de grabado japonés, quizá porque las paredes de ladrillo guarda-ban aún reminiscencia del sueño de sus antiguos habitantes —la fi sonomía de un cuadro naif.

Hierros forjados, bardas y cobertizos de tablones podrecidos, escaleras por donde nadie bajaba o subía, trozos de cielo, de cortinas, de macetas, trebejos, furtivas presencias. Y no creas que de día el lugar era menos misterioso. Claro, no estaban las luciérnagas ni los juegos de luz y sombra, pero las manchas de sol que se colaban entre el follaje, y los vai-venes del viento, componían su propio mosaico de refl ejos y fulgores, y el gato, extenso y peludo, mantenía conmigo un diálogo de miradas y orejas atentas bas-tante entretenido. Era el mes de julio y tus escasas semanas de vida transcurrían entre calores, súbitas tormentas de re-lámpagos y lluvias y cielos aborrascados. De alguna manera tu crecimiento guar-da una relación secreta con la existen-cia inefable de aquellas plantas, las lu-ciérnagas, el gato y la escritura que se va entretejiendo para, algún día, entregar-te la remembranza de este rincón donde naciste, un lunes, antes de que cayera la noche, en los inicios del verano.

Otra mañana distinta —mamabas afanosamente en brazos de tu madre— descubrí a un gato color zanahoria y ojos azules, fl emático, que no se dignó a entablar el menor coloquio con noso-tras. Estaba repegado a la pared trasera, blancuzca —por eso fue tan notorio— y descarapelada, de una suerte de caba-ña de dos pisos con una única ventana y

en el techo un diminuto tapanco trian-gular. Podía deducirse que también ha-bía ahí, al frente, un pequeño patio por las ramas que casi cubrían el techo. Ima-gino que en el otoño, o durante el invier-no, se distinguirán con más claridad las otras construcciones a los lados de este departamento; pero eso no tiene impor-tancia, pues no caerán dentro del ángulo de visión de las fotografías que tu padre te tomará (por cierto que ni él ni yo he-mos mencionado, a propósito, las enor-mes paredes de ladrillos que cerraban la vista de su habitación de niño en aquella ciudad belga cuando se asomaba al bal-cón —tan similar— a contemplar el lento vestirse de los árboles al encuentro de la primavera), trozos de un instante de los primeros tiempos de las primeras hue-llas que quizá conserve tu memoria jun-to con algún trino, un olor, una apeten-cia que ahí se depositen. ¿Recordarás las campanas del carillón de las horas seis y doce y el alborozo de pájaros al ama-necer? Cuentas de vidrio de un calei-doscopio al que sólo tú podrás dar mo-vimiento y sentido, porque tu mirar de niña que descubre las cosas del mun-do, sus matices, rumor y consistencia, nada tiene que ver con el mío de ahora por mucho que para mí también el des-cubrimiento del jardín y de tu ser sean una sorpresa inédita: sorpresa de vivir la misteriosa adecuación de esa centella que dicen es el alma a las, ahora, tenues capas de materia que la encierran —di-cen que ella, voluntariamente, es la que escoge el cuerpo donde habrá de bus-car arraigo para cumplir, una vez más, con otro ciclo de vida, con otra vuel-ta de tuerca, tantas como sea menester hasta alcanzar el ajuste perfecto con su fuente originaria. Y miro cómo tu escue-ta carne se estira y reajusta. Te escucho emitir gruñidos y voces que se diría son los reacomodos de la luz en los intersti-cios de la oscura cáscara que día con día irá engrosando, refi nando su estructura, su paradójica cárcel. Está escrito que lo mismo que nos encierra constituye el ca-mino de nuestra libertad.

El viento es tan cálido y apacible en estos momentos en que se anuncia el crepúsculo y la Sonata a Kreutzer inun-da con sus acordes tu sueño de plumi-ta transitoria y dócil, balbuceante: len-guajes sin residuo, puros. De una ancha grieta entre los edifi cios sale volan-do una paloma, o tal vez haya más pues no logro distinguir si es siempre la mis-

ma que de tanto en tanto irrumpe con su aleteo. Estas palomas del jardín tam-bién serán únicas para ti, aunque des-pués veas otras, por docenas, en la calle y en el parque donde seguramente apren-derás tus primeros pasos y seas invadi-da por la marea humana que desemboca noche y día con su cargamento de basu-ra y desamparo.

Sin embargo, esa etapa forma parte de otro capítulo en tu historia iniciada y que ya va redondeándote las mejillas, los brazos y las piernas en un inexora-ble avance, ¿hacia qué destino lumino-so fuera de este mágico jardín de luces y de gatos? Porque después aparecieron más gatos. Se hubiera dicho que ellos eran quienes te enseñaban, durante el sueño, a estirar todo el cuerpo, a abrir, enormes, los ojos, a encandilarte con las sombras que el árbol proyecta en la pa-red, líquidas, aladas, y que tu pupila ab-sorbe quién sabe para qué futuras vi-siones, qué memorias cautivas, exilios y errancia… En cuanto crezcas, pues, te contaré cómo, cuando tú naciste, el jar-dín se colmaba de luciérnagas…

ii

Todo, ahora, por complejo o sencillo que sea, requiere y llama tu atención. El mundo te queda grande, y más grande te quedará conforme vayas creciendo, pues el asombro no cesa nomás porque la edad se nos vaya aumentando en años. Y mira tú si no es así: doce meses después de que naciste ya las solas sombras de los árboles en el jardín no bastan para atra-parte la mirada. Ahora son tus gritos y el dedo quienes las persiguen y quieren ca-zar el viento que mueve a las hojas y fi -guras de papel de china, de estambre, de madera, que penden sobre tu cuna don-de cada día pasas menos tiempo, ocupada en recorrer a gatas de abajo arriba y ha-cia todas partes las habitaciones.

El movimiento, el tuyo y el ajeno, es lo que hoy te incumbe, y los ruidos: el de la licuadora que imitas risueña, el de los aviones y los coches, el de tu matraca mexicana, el llamado de los pájaros, algo que de pronto cae, el golpe de la puer-ta, los pasos que uno quisiera silenciar sobre la madera que cruje, cómo rechi-na el picaporte, la cuerda de tu cajita de música, el sonido del agua y el agua mis-ma que nombras gozosa y disfrutas como casi todos los niños. Pero lo que más te gusta es el columpio, tanto que ha sido

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tu primera palabra completa, y sabes, cuando sales a la calle, dónde localizar-lo en el parque. Levantas la cara al cielo y te inclinas al ritmo del balanceo im-pulsando en ese movimiento al universo que te rodea y haces tuyo por el mero hecho de descubrirlo en tu pupila, en tu alborozo.

Hoy estuve contigo ahí, en el par-que: un recuadro especial al término de la avenida entre los altos edifi cios, con su piscina de arena suave y unos burdos bloques de madera rústica acomodados de manera que se pueda trepar por ellos e inventarse cualquier travesía sin el es-torbo de las formas obvias. Desde el co-lumpio observas a los otros niños, su deambular, sus querellas y caprichos, co-rreteos, caídas y empujones.

—¿Y qué eres? —pregunto a un afa-noso gateador algo mayorcito— ¿un pe-rro?

—No. Un caballo.—¿Blanco?—¡Negro!Y se aleja desdeñoso ante mi sobera-

na ignorancia. Aprendo la lección y me dedico únicamente a observar, al igual que tú, sin atreverme a traducir esos ires y venires, el acarreo de cubetas, palas, cochecitos, cajas, muñecos, la seriedad de tu rostro o las gesticulaciones y be-rrinches de esos pequeños monstruos. Una diminuta ninfa de cabellos negros y ojos azules persigue con afán a un ne-grito reacio; dos samuráis enanos luchan con sendas espadas de plástico mientras una rubita pálida los contempla y otro guerrero aprovecha para apoderarse de un vehículo chaparro y amorfo causa probable de la disputa.

Dicen que los niños muy pequeños no entienden lo que se cocina a su al-rededor, pero yo vi cómo estallabas en llanto inconsolable —cangrejito teme-roso de perder la caparazón, ¿acaso no sabes que ya naciste trasterrado, que ya llevas, como tu padre, la casa a cuestas y los pies en todas las ciudades?— cuan-do hubo que desmantelar tu cuna para cambiarla de habitación. Estiraste am-bos brazos para impedir la hecatombe, ese hecho fortuito que desbarata la es-tructura de tu cerco más próximo y pro-pio, el lugar de tus sueños y despertares, el ámbito que alberga a tus primeros ju-guetes, primer amor que se abraza a ti, incondicional, el oso, el conejo, el pa-yaso, compañeros de ruta en un camino inexorablemente sin retorno, cada día

nuevo, como esos primeros dientes que restriegas contra el barandal de la cuna, límite mágico, infranqueables ambos, aunque se ensanchen: así como nacie-ron, uno tras otro, hasta las muelas del juicio, volverán a caer, y el barandal po-drá alejarse hasta confundir su línea con la del horizonte, mas no desaparecerá: también lo llevamos dentro, en esa otra concha sonora que llamamos corazón, ésa donde hoy resuena y se ensancha tu mundo de juguetes, colores, sonidos y voces, luz y sombra.

Otro día, al atardecer, nos asomamos al balcón para buscar en los patios tra-seros de los viejos edifi cios que colin-dan con el tuyo, a los gatos huéspedes de la maleza y los sótanos. Frotando el pulgar contra tus deditos haces el ges-to para llamarlos e intentas un “miau” enérgico, pero no aparecen, escondidos seguramente en algún lugar fresco. Me miras sorprendida porque no acuden ni responden a tu expectativa, y no quisie-ra decirte que así es y cuán difícil re-sulta colmar nuestras esperas, por más violenta, terca y apasionada que la espe-ranza sea. Por tus ojos tan abiertos pasa una luz profunda que no sé interpretar. Unos instantes después gira súbito tu cuerpo entre mis brazos para inclinarse hacia el patio de los vecinos. Apoyas las manos en el barandal y asomas completa la cabeza atraída por las voces y los pre-parativos de una cena al aire libre. Hay vasos de color con veladoras ya encen-didas; un brasero para asar carne arde con fuego parejo; tintinean los cubier-tos, los platos, el brindis. Cada comen-sal que llega provoca en ti una exclama-ción similar a las de bienvenida allá aba-jo. Temprano sabes cuán sorprendente es el espectáculo humano, variado, mu-table, grotesco, da igual que se mire así, desde arriba, o desde la altura de tu ca-

rriola cuando paseas en las calles o tras los cristales del autobús: “La vida es la mejor obra literaria que ha caído en mis manos”, decía Francisco Tario.

Las imágenes de los libros también te cautivan, y no sólo los ojos sino que quieres tomarlas con las manos, entrar en ellas como lo haces cuando te sientas en el enorme libro de escenas de anima-les que casi te dobla la estatura, eterna Alicia en su país de maravillas. Pero, ¿es así realmente? Aprendes a designar a las cosas, escuetas, por su nombre, sin dar-les ningún sentido oculto, nada fuera de lo que la palabra dice: coche, cubo, pe-lota. Para cada uno de los animales, en cambio, tu madre tiene una canción es-pecial que mimas moviendo los brazos, la cabeza, o con carcajadas.

Una fl or solitaria en el traspatio más lejano, anaranjada, de la familia de las azucenas, grande, esbelta, fascina tu dedo extendido y un ¡ah! aspirado per-manece extático en tu boca. Redescubro contigo lo que de por sí es único y pron-to olvidamos sumergidos en nuestras rencorosas soledades de adulto. Y lleva razón el poeta al reclamar del alma su infantil capacidad de asombro, de entre-ga, de anhelo, porque todo nos es dado, dice, y al igual que a niños Dios provee, nutre y conforta. ¿Y las lágrimas? Como las de esta mañana en que amanecis-te chípil, desasosegada, a disgusto, re-clamando quién sabe qué, inconforme, reacia a cualquier consuelo o distrac-ción momentánea, ni siquiera la de sa-lir al balcón y descubrir al gato pelirro-jo, indolente, impermeable a tus lloros y a mis zureos. Me recordaste esos súbi-tos chubascos de desamparo y abando-no que empapan sin explicación alguna y que a veces se alargan por horas y sema-nas, como diluvios. Tuve que convertir-me, sentadas las dos en el balcón, en una especie de columpio y susurrarte hipnó-ticamente al oído una canción de cuna, tu primera canción de cuna en español. Entonces me di cuenta de que habían podado totalmente los matorrales de los traspatios y que por ello, este verano, ya no hay luciérnagas en el crepúsculo, las luciérnagas que acompañaron tus pri-meras semanas de nacida, pero te pro-metí —tu respiración era ya un hilo de sueño en mi regazo— que atraparemos de nuevo su luz, conforme vayas cre-ciendo, en la red de estas letras, en los recuerdos que para ti despierto, memo-ria de tu mundo de juguetes. G

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El poder de las mujeresBenedetta Craveri

Circula ya Amantes y reinas. El poder de las mujeres, obra coeditada por Siruela y el Fondo, en nuestra Sección de Obras de Historia. Mediante estampas biográfi cas de féminas que ejercieron el poder —formal o no, político o intelectual—, esta nueva obra de la autora de La cultura

de la conversación busca “contar la historia de este poder sui géneris, que sabe transformar la debilidad en fuerza y hacer de la condición de inferioridad una carta ganadora”; presentamos en seguida su texto introductorio

En 1586, el célebre jurista francés Jean Bodin no vacilaba en confi nar a las mujeres a los márgenes de la vida civil, sostenien-do que “era preciso mantenerlas alejadas de todas las magistra-turas, los lugares de mando, los juicios, las asambleas públicas y los consejos, para que se ocupen solamente de sus faenas mujeriles y domésticas”. Agarrándose a una doble herencia cultural —la grecorromana y la judeocristiana—, el gran teóri-co de la soberanía del estado absoluto moderno confi rmaba una convicción tan antigua como la sociedad occidental. En toda Europa, en consideración a la debilidad intelectual, moral y psíquica inherente a su naturaleza, se excluía a las mujeres del poder; sólo los hombres eran ciudadanos de pleno derecho, sólo a los hombres les estaba permitido reinar.

Costumbres y leyes no siempre habían sido tan desfavorables al sexo débil; no mucho tiempo antes, dentro del sistema feudal francés, las mujeres habían gozado de un trato menos punitivo.

Hasta el siglo xiv, en efecto, en ausencia de cabeza de fami-lia hacían las veces de tal y tenían la facultad de heredar títulos y feudos, gobernando sus tierras ellas mismas. Valga como ejemplo el caso de Ana de Bretaña, que, casada primero con Carlos VIII y después con Luis XII, y por tanto reina de Fran-cia por dos veces, nunca había dejado de supervisar personal-mente la administración del ducado que había llevado como dote a la corona francesa.

De manera similar a las mujeres de la nobleza, también las de la burguesía y las del pueblo habían tenido en el pasado una mayor libertad de acción, empezando por el derecho a ejercer legalmente los ofi cios más variados, a practicar la caridad y la asistencia a los pobres en los hospitales y en las calles, a orga-nizarse en comunidades y conventos de beguinas, dando vida a movimientos espirituales y fundando órdenes religiosas y mo-nasterios.

Al estar ligados a la sociedad feudal, estos márgenes de au-tonomía femenina se redujeron con el renacimiento. En el transcurso del siglo xiv (dentro de un profundo cambio, que tenía sus raíces en el siglo anterior, en el modo de plantear la política y las instituciones, en el cual la noción de “res publica” fue sustituyendo progresivamente al concepto medieval de li-naje, como la autoridad del rey a la del señor) empezó a abrir-se camino una nueva concepción de la familia. Ésta aparecía ahora como el fundamento en el que se apoyaba el edifi cio del estado moderno, aún más, era una especie de república a esca-

la reducida, gobernada por el cabeza de familia y a modo de perfecto refl ejo de la otra. Su estabilidad, su equilibrio y su autonomía eran por ello de vital importancia tanto para la es-fera privada como para la pública, y los legisladores no escati-maron recursos sagaces para ponerla al abrigo de las posibles amenazas —la irracionalidad, la responsabilidad, la inconstan-cia— derivadas de la naturaleza femenina. Similar a un Jano bifronte, la mujer del siglo xvi mostraba, efectivamente, un rostro angélico y otro diabólico, podía inducir a la elevación espiritual o a la perdición moral; en todos los casos, represen-taba un enigma. Entre quienes se inclinaban por una concep-ción demoniaca de lo femenino se encontraba, por ejemplo, Jean Bodin, que en la Demonomanie des sorciers, publicada en 1580, acusaba a las hijas de Eva de perseverar en sus propósitos subversivos y de estar confabuladas con Satanás.

En la guerra preventiva contra las insidias del sexo débil se consideraba necesario someter completamente a la mujer a la autoridad masculina y circunscribir su radio de acción a la es-fera doméstica. De esta manera se sacrifi caban en aras del or-den familiar no sólo su libertad sino también su misma persona jurídica, ya que no tendría otra identidad que la de hija, esposa o viuda (solamente la viudez le garantizaría, por lo demás, una cierta autonomía civil).

En su interpretación literal, la “incapacidad femenina” sig-nifi caba que, sin la autorización de sus parientes masculinos o del rey, las mujeres apenas poseían una personalidad jurídica autónoma. Una esposa no podía, por ejemplo, disponer libre-mente de sus propios bienes, asumir un compromiso ni prestar testimonio. No obstante, allí donde el equilibrio de la institu-ción matrimonial lo hacía necesario, se permitía a la esposa, a la madre y sobre todo a la viuda redactar documentos —testa-mentos, donaciones, legados— que eran en todo caso someti-dos al control de las leyes.

La defensa de la institución familiar no podía prescindir, sin embargo, de tutelar en cierto modo la dignidad de la esposa, puesto que el vínculo matrimonial la colocaba en el centro de la vida doméstica. Una mujer, por tanto, debía ser tratada con respeto y, en el plano material, estaba protegida por la comu-nidad de los bienes y por el douaire, una especie de renta o in-greso vitalicio que garantizaba su autonomía económica en caso de fallecimiento del marido. A cambio, juristas, moralistas y hombres de iglesia coincidían en exigirle obediencia, modes-tia, castidad, parsimonia y discreción y no dejaban de pregun-tarse cuáles eran los métodos educativos más adecuados para desarrollar estas virtudes.

Pero ¿cuál era el género de educación deseable? Débil y li-mitada, ¿era capaz la inteligencia femenina de acceder al orden racional? Y el saber ¿no corría el riesgo de alentar defectos congénitos en la naturaleza de las hijas de Eva como la curio-sidad y el orgullo? La primera en alzar una voz de protesta fue, a comienzos del siglo xv, Christine de Pisan, la cual sostenía que bastaría con mandar a la escuela a las niñas para que su inteligencia se desarrollase tanto como la de sus coetáneos. Un

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siglo después, Montaigne, aun dando prueba de una actitud mucho más liberal que la mayor parte de sus contemporáneos hacia el sexo débil, seguía estando íntimamente convencido de la superioridad intelectual masculina y se limitaba a observar que el estudio de la historia o de la fi losofía podía ayudar a las mujeres a soportar las injusticias y las prevaricaciones de las que eran víctima por parte de los hombres.

No había, por el contrario, resignación sino amargura en el grito que lanzó en 1626 Marie de Gournay, su fi lle d’alliance, en el Grief des dames: “Afortunado tú, lector, si no perteneces a ese sexo al que, privado de la libertad, le están vedados todos los bienes, al igual que casi todas las virtudes. No podría ser de otro modo, puesto que le es negado el acceso a los cargos, a los empleos y a las funciones públicas, es decir, al poder, porque es en el ejercicio moderado de éste como se forman en su mayor parte las virtudes. Un sexo al cual, como única felicidad, como únicas y soberanas virtudes, se le dejan la ignorancia, la servi-dumbre y la facultad de hacerse pasar por estúpido, si este juego le complace”.

Dentro de la gran renovación espiritual promovida por la contrarreforma, y aunque fuera en controversia con los protes-tantes que animaban a los fi eles, sin distinción de sexo, a leer directamente los textos sagrados, la Iglesia católica se vio obli-gada a afrontar los problemas de la educación de las mujeres, elaborando una pedagogía inspirada en el culto mariano, que, de tratado en tratado, perseguía un único objetivo: neutralizar el elemento oscuro y demoniaco que se halla al acecho en la naturaleza femenina y, tomando como modelo las virtudes encarnadas por la Virgen María —la pureza, la dulzura, la ca-ridad—, preparar a las muchachas destinadas a vivir en el mun-do para realizar felizmente su vocación de esposas y madres cristianas.

En la Francia del siglo xvi, sin embargo, el empeoramiento de la condición de la mujer en el plano jurídico y religioso coin-cidió con una primera e indiscutible afi rmación de su prestigio intelectual. Siguiendo el modelo de De claribus mulieribus de Boccaccio, traducido en Francia a petición de Ana de Bretaña, esposa de Carlos VIII, nació también en Francia una tradición literaria, que ha-bría de gozar larga fortuna, centrada en el elogio de la femme forte y de la femme savante. Se trataba de una literatura en-comiástica, encaminada sobre todo a rendir homenaje a princesas y damas ilustres, de mano casi exclusivamente masculina; no obstante, su éxito fue tes-timonio de la existencia de un público femenino. Un público de lectoras pertenecientes a las elites aristocráticas y burguesas que exigían a la literatura, y de ma-nera especial a la refl exión moral, a la poesía y a la novela, una imagen idealizada de la mujer en la que poder por fi n recono-cerse.

Pero la verdadera novedad de este “renacimiento” a lo fe-menino la constituyó la entrada del sexo débil en la liza litera-ria. En la edad media había habido más de una escritora famo-sa, pero “nada, en sus discursos, dejaba traslucir la conciencia de una ‘especifi cidad’”. A la inversa, a partir de la obra inau-gural de Christine de Pisan, Le Tresor de la cité des dames, apa-recida en 1497, el pequeño grupo de autoras cincocentistas

—mencionaremos al menos los nombres de Pernette du Gui-llet, Louise Labé, Catherine y Madeleine des Roches y, al fi nal del siglo, Marie le Jars de Gournay— compartía un único pro-yecto, cuya intención no escapaba a sus contemporáneos: plan-tar cara al casi total monopolio masculino de la escritura y to-mar directamente la palabra para hablar de modo más o menos velado de sí mismas, de sus gustos, de sus sentimientos, de sus aspiraciones más profundas.

Desde un principio, sin embargo, las escritoras (con la sal-vedad de alguna clamorosa excepción) optaron por evitar los choques frontales, de los cuales inevitablemente hubieran sali-do perdiendo, y avanzar por caminos transversales, aprove-chando cada vez las ocasiones propicias.

Por otra parte, sabían que podían invocar en su defensa unos precedentes inatacables: ¿acaso no habían sido dos gran-des princesas las que dieran ejemplo y tomasen la pluma? A la cabeza del cortejo estaba Ana de Francia, hija de Luis IX, her-mana mayor de Carlos VIII, duquesa de Borbón (1461-1522), la cual, después de tener las riendas del gobierno durante la minoridad de su hermano, se rodeó de una corte brillante, abierta a escritores y artistas, y en 1521 decidió dar a la im-prenta sus Enseignements, escritas para su hija Susana. Venía luego la más ilustre de todas, la gran Margarita, hermana de Francisco I y esposa del rey de Navarra, “soberanamente per-fecta en poesía, docta en fi losofía, experta en la sagrada escri-tura”. Primera poeta francesa que publicó, Margarita de Nava-rra se medía con la misma audacia intelectual y parigual talento con los temas cruciales del amor sacro y el amor profa-no. Tres generaciones después, otra Margarita, hija de Enrique II y Catalina de Médicis y también reina de Navarra, inaugu-rará el género de las memorias de autoría femenina para narrar las trágicas vicisitudes de su vida.

Desde luego, nadie discutía que era necesario dar una edu-cación humanista y una preparación intelectual a las princesas reales y a las damas de la alta nobleza, pero esto afectaba a un número extremadamente exiguo de representantes del sexo débil, destinadas desde el nacimiento a desempeñar papeles ofi ciales de gran responsabilidad. No obstante, aun siendo ex-

cepcionales, estos casos constituyen siem-pre un palmario mentís a los lugares comunes misóginos acerca de las taras congénitas de la naturaleza femenina, y representaban un implícito aliento y una garantía moral importante a las ambi-ciones intelectuales de sus hermanas de menos alcurnia.

Ni siquiera un nacimiento real podía, con todo, conferir a las mujeres los mismos derechos de los hombres; la ley sálica es la confi rmación más clara de ello. En virtud de una antiquísima prohibición que se remontaba a los tiempos de Pharamond, mítico rey de los francos, y a diferen-cia de lo que sucedía en otros países europeos, en Francia las mujeres estaban excluidas de la sucesión al trono y la misión de asegurar la continuidad dinástica estaba reservada a la descen-dencia masculina. Sólo el rey detentaba el poder, mientras que la reina no tenía otro estatus que el de esposa.

No siempre había sido así. La ley sálica era una institución jurídica relativamente reciente, inventada por historiadores y juristas en el transcurso de los siglos xiv y xv para garantizar

Si en la sociedad del siglo XVI hay mujeres que cuentan es porque, aferrándose a sus ambiciones, en su inteligencia y en su belleza, lograron, a pesar de los prejuicios masculinos, aprovecharse de unas circunstancias favorables y hacerse valer

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antes que nada la independencia y la unidad territorial del país. En la Francia medieval, efectivamente, la corona era transmi-tida en consideración al derecho de primogenitura, sin impe-dimentos por razón de sexo, hasta que en 1316, a la desapari-ción de Luis X, el hermano del soberano, Felipe de Poitiers, logró hacerse reconocer como rey, aprovechándose de la me-nor edad de su sobrina Juana, a la que correspondía por dere-cho la corona. Seis años después fueron las hijas de Felipe V las que sufrieron el mismo abuso y vieron sus derechos usurpados por el hermano de su padre. Y cuando, a su vez, Carlos IV el Hermoso murió dejando solamente hijas, éstas fueron automá-ticamente excluidas de la sucesión sobre la simple base del ejemplo de los dos reinados precedentes. Pero, puesto que Carlos IV no tenía hermanos, ¿a quién debía ir la corona? Si se hubiese tenido en cuenta el lazo de parentesco más estrecho con el rey difunto, habría correspondido a Eduardo III de In-glaterra, sobrino de Felipe el Hermoso por parte de madre. Pero adoptar esta solución signifi caba pasar bajo la jurisdicción de un soberano extranjero, y los barones franceses prefi rieron orientar su elección a Felipe de Valois —Felipe VI—, descen-diente en línea masculina de Felipe el Atrevido. Introducida subrepticiamente para secundar las ambiciones de Felipe V y de Carlos IV, la prohibición impuesta a las mujeres de subir al trono se extendió de esta manera a su descendencia masculina. (Por otra parte, ya durante la guerra de los cien años se había empezado a tomar conciencia de que, como consecuencia de una política matrimonial que destinaba cada vez con mayor frecuencia a las princesas de sangre real a soberanos de otros países, la sucesión por línea femenina podía exponer la corona al peligro de acabar en manos de un príncipe extranjero.)

A partir de entonces y durante todo el renacimiento, varias generaciones de eruditos y de juristas prodigaron su ingenio y su saber con el fi n de hacer irreversible esta disposición. El mi-to de los orígenes, el peso de una tradición jurídica autóctona que había que contraponer orgullosamente a la romana, la teo-rización del carácter sacro de la monarquía francesa, el cual com-portaba el papel sacerdotal de sus reyes, imposible de extender a las mujeres, la autoridad masculina como principio unifi ca-dor de la nueva concepción del Estado en todas sus expresiones eran los argumentos presentados en apoyo de la exclusión de las mujeres del ejercicio del poder. Si bien se trataba de moti-vaciones a las cuales era difícil oponerse en una época en la que

Francia se estaba esforzando por afi rmar su propia identidad cultural y por imponer su prestigio a escala europea, lo que confi rió a la ley sálica un carácter de indiscutible necesidad fue el repertorio de tópicos misóginos, el primero de todos el de la “imbecilidad de juicio” del sexo débil.

Sin embargo, a la vista de los hechos, ¿no constituyó el siglo xvi un clamoroso desmentido de los interdictos que pesaban sobre el sexo débil? Jamás como en la Europa del quinientos hubo un número tan relevante de mujeres —hijas, hermanas, esposas, madres, amantes— que tuvieran acceso a altas respon-sabilidades, infl uyeran en la política o gobernaran en primera persona. A pesar de los anatemas de los predicadores, María Tudor primero y su hermana Isabel después subieron con ple-no derecho al trono de Inglaterra, al igual que María Estuardo ciñó la corona escocesa. Tía del emperador Carlos V y un tiempo prometida a Carlos VIII de Valois, Margarita de Valois, a su vez, reinaría en los Países Bajos con habilidad y prudencia, por no hablar de Renata de Francia, que tuvo en Ferrara un papel religioso y cultural de gran resonancia. Y si en Francia la ley sálica excluía a las mujeres de la sucesión dinástica, más de una de las diez reinas que se sucederían al lado de los soberanos de la casa de Valois tendría, junto con madres y hermanas, una gran infl uencia en los acontecimientos del país.

Luisa de Saboya, madre de Francisco I, gobernó en nombre de su hijo en los años del dramático cautiverio de éste en Es-paña y llevó a cabo para él delicadísimas negociaciones diplo-máticas, dando prueba de un verdadero genio político, mien-tras que la hermana del monarca, Margarita, desposada con el rey de Navarra, no ocultó sus simpatías por la religión refor-mada, hizo de su corte un gran centro de cultura humanística y dio lustre a la literatura francesa con una célebre colección de novelas a la manera de Boccaccio, el Heptamerón.

La hija de Margarita, Juana de Albret, reina de Navarra, consagró su inteligencia, poco común, a los intereses de la causa protestante y a los de su joven hijo, Enrique de Borbón, que habría de reinar un día sobre toda Francia. Tampoco se puede olvidar que será una reina, Catalina de Médicis, la que a la muerte de su marido, Enrique II —acaecida en 1559—, y durante casi treinta años, en lo más encendido de las guerras de religión, recurrió a todos los expedientes posibles, incluidos los más extremos, para tutelar los intereses de la corona y de-fender la integridad del reino.

En la Francia del siglo xvi, soberanas y princesas no son, sin embargo, las únicas que dominan la escena. En ausencia de ellas, junto a ellas o, como es frecuente, en abierto antagonis-mo con ellas, se presentan las reinas de los corazones, las po-derosísimas favoritas reales: la duquesa de Étampes y Diana de Poitiers, amantes respectivamente de Francisco I y de Enrique II; Gabrielle de Estrées y Henriette de Entragues, destinatarias preferidas de la fogosidad amorosa del excesivamente galante Enrique IV. Y tampoco en la alta nobleza faltaron fi guras fe-meninas que se imponen como puntos de referencia de clanes enteros: por ejemplo, las tres sucesivas duquesas de Guisa, una vez se quedaron viudas, ejercieron una infl uencia decisiva en las estrategias políticas de la que era en la época la familia más poderosa de Francia.

Todo esto, sin embargo, no debe inducirnos a pensar que este ilustre cortejo de damas en el poder sea signo de una evo-lución, aunque subterránea, en la mentalidad y en las costum-bres, o que revele una mejora jurídica en la condición de las

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mujeres. Si en la sociedad del siglo xvi hay mujeres que cuen-tan es porque, aferrándose a sus ambiciones, en su inteligencia y en su belleza, lograron, a pesar de los prejuicios masculinos, aprovecharse de unas circunstancias favorables y hacerse valer. Pero nunca asumieron el poder en nombre propio; su autori-dad es siempre provisional y está sometida a oposiciones, y su afi rmación presupone siempre un vacío o una debilidad mascu-linos: la lejanía o la muerte de los maridos, la minoría de edad de los hijos, la pasión de los sentidos. Aun siendo espectacula-res, sus experiencias constituyen una suma de casos individua-les, no se consolidan nunca en una historia única. Dado que la historia —como ninguna de ellas duda— sigue siendo patrimo-

nio ofi cial de los hombres, para introducirse en sus engranajes sin ser trituradas por ellos es preciso disfrazarse, usar la astucia, crearse aliados poderosos, distribuir favores, seducir, corrom-per, castigar... y saber hacer mutis en el momento justo.

En Amantes y reinas. El poder de las mujeres me propongo contar la historia de este poder sui géneris, que sabe transfor-mar la debilidad en fuerza y hacer de la condición de inferiori-dad una carta ganadora: una historia que es testimonio del va-lor, la inteligencia y la inventiva que de manera constante caracterizaron a las mujeres francesas del antiguo régimen. G

Traducción de María Condor

Mujeres, ¡sed sumisas con vuestros maridos!Voltaire

Irónico y bienhumorado, Voltarie produjo relatos durante más de 70 años. Hoy, gracias al trabajo de selección y edición de Mauro Armiño, contamos con un bello volumen de sus Cuentos

completos en prosa y verso, vertidos al español por el propio Armiño y por M. Domínguez, traductor decimonónico. De la coedición del FCE y Siruela que comienza a circular, tomamos esta graciosa muestra, como contrapunto de las mujeres descritas por Craveri

El abate de Châteauneuf me contaba un día que la señora mariscala de Grancey era muy dominante; eso aparte, tenía muy grandes cualidades. Su mayor or-gullo consistía en respetarse a sí misma, en no hacer nada de lo que pudiera aver-gonzarse en secreto; nunca se rebajó a decir una mentira; prefería confesar una verdad peligrosa a utilizar un disimulo útil; decía que el disimulo es siempre prueba de la timidez. Mil acciones gene-rosas señalaron su vida; pero cuando la alababan por ellas, se creía despreciada; decía: “¿Pensáis acaso que esas acciones me han costado esfuerzo?”. Sus preten-dientes la adoraban, sus amigos la que-rían, y su marido la respetaba.

Pasó cuarenta años en esta disipación y en ese círculo de entretenimientos que ocupan seriamente a las mujeres; nunca había leído otra cosa que las cartas que le escribían, ni había metido en su cabeza

otra cosa que las noticias del día, las ri-diculeces del prójimo y los intereses de su corazón. Al fi nal, cuando se vio en esa edad en que se dice que las mujeres her-mosas que tienen talento pasan de un trono a otro, quiso leer. Empezó por las tragedias de Racine y quedó asombrada al sentir, leyéndolas, un placer mayor del que había sentido en las representacio-nes; el buen gusto que se desplegaba en ellas le hacía discernir que aquel hombre no decía más que cosas verdaderas e in-teresantes, que todas estaban en su sitio, que era sencillo y noble, sin declama-ción, sin nada forzado, sin correr tras el ingenio; que sus intrigas, lo mismo que sus ideas, se fundaban todas en la natu-raleza; encontraba en esa lectura la his-toria de sus sentimientos y el cuadro de su vida.

Le dieron a leer a Montaigne: quedó encantada con un hombre que entablaba conversación con ella y que dudaba de todo. Le dieron también Los grandes hombres de Plutarco: preguntó por qué no había escrito la historia de las gran-des mujeres.

El abate de Châteauneuf la encontró un día toda encendida de cólera. “¿Qué os pasa, Señora?”, le dijo.

“—Por casualidad he abierto, respon-dió ella, un libro que andaba rodando por mi gabinete; me parece que es una colección de cartas; he visto en él estas palabras: ‘Mujeres, sed sumisas a vues-tros maridos’; he tirado el libro.

”—¡Qué decís, señora! ¿No sabéis que son las Epístolas de san Pablo?

”—No me importa de quién sean: el autor es muy grosero. El señor mariscal nunca me ha escrito en ese estilo; estoy persuadida de que vuestro san Pablo era un hombre muy difícil para la conviven-cia. ¿Estaba casado?

”—Sí, señora.”—Pues muy buena persona tendría

que ser su esposa; si yo hubiera sido la mujer de semejante hombre, lo habría enviado a paseo. ‘¡Sed sumisas a vuestros maridos!’ Si al menos se hubiera limita-do a decir: ‘Sed dulces, complacientes, atentas, ahorrativas’, yo diría: ése es un hombre que sabe vivir. Y ¿por qué sumi-sas? ¿Me lo podéis explicar? Cuando me casé con el señor de Grancey, nos pro-metimos sernos fi eles: yo no he cumpli-do demasiado mi palabra, ni él la suya; pero ni él ni yo prometimos obedecer. ¿Somos esclavas acaso? ¿No basta con que un hombre, después de haberse ca-sado conmigo, tenga derecho a darme una enfermedad de nueve meses, que algunas veces es mortal? ¿No basta con que yo dé a luz con grandísimos dolores un hijo que cuando sea mayor podrá pleitear contra mí? ¿No basta con que todos los meses esté sujeta a molestias muy desagradables para una mujer de condición, y que, para colmo, la supre-sión de una de esas doce enfermedades al año sea capaz de causarme la muerte, para que encima vengan a decirme: ‘Obedeced’?

”Desde luego, la naturaleza no lo ha dicho: nos ha dado órganos diferentes de los de los hombres; pero al hacernos

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necesarios los unos a los otros, no ha pretendido que la unión formase una esclavitud. Recuerdo bien que Molière dijo: ‘Du côté de la barbe est la toute-puis-sance’. ¡Pues vaya una razón para que tenga yo un amo! ¿Cómo? Porque un hombre tenga el mentón cubierto de un des preciable pelo áspero que se ve obligado a rapar apurando cuanto pue-de, y porque mi mentón haya nacido rasurado, ¿habré de obedecerle con toda humildad? Sé bien que, por lo general, los músculos de los hombres son más fuertes que los nuestros, y que pueden propinar un puñetazo muy bien dado: mucho me temo que sea ése el origen de su superioridad.

”También pretenden tener la cabeza mejor organizada y, por consiguiente, se jactan de ser más capaces de gobernar; pero yo les diré nombres de reinas que valen tanto como reyes. Días pasados me hablaban de una princesa alemana que se levanta a las cinco de la mañana para trabajar en hacer felices a sus súbdi-tos, que dirige todos los asuntos, res-ponde a todas las cartas, alienta todas las artes, y que difunde tantos benefi cios como luces tiene. Su valor iguala a sus conocimientos; y es que no ha sido edu-cada en un convento por unas imbéciles que nos enseñan lo que hay que ignorar y nos dejan ignorar lo que hay que aprender. Por lo que a mí respecta, si tuviese un Estado que gobernar, me siento capaz de atreverme a seguir ese modelo.”

El abate de Châteauneuf, que era muy cortés, se cuidó mucho de contra-decir a la señora mariscala.

“A propósito, dijo ésta, ¿es cierto que Mahoma sentía por nosotras tanto des-precio que pretendía que no éramos dignas de entrar en el paraíso, y que sólo seríamos admitidas en la entrada?

”—En tal caso, dijo el abate, los hom-bres se quedarán siempre en la puerta; mas consolaos, no hay una palabra de verdad en todo lo que aquí se dice de la religión mahometana. Nuestros mon-jes ignorantes y malvados nos han en-gañado mucho, como asegura mi her-mano, que fue doce años embajador en la Puerta.

”—¡Cómo! ¿No es cierto, señor, que Mahoma inventó la pluralidad de muje-res para ganarse mejor a los hombres? ¿No es cierto que seamos esclavas en Turquía, y que nos esté prohibido rezar a Dios en una mezquita?

”—Ni una palabra de todo eso, seño-ra, es verdad; lejos de haber inventado la poligamia, Mahoma la reprimió y restringió. El sabio Salomón poseía se-tecientas esposas. Mahoma redujo ese número sólo a cuatro. Las señoras irán al paraíso igual que los señores, y sin duda allí se hará el amor, pero de forma diferente a como se hace aquí; porque sabéis de sobra que en este mundo sólo conocemos el amor de manera muy im-perfecta.

”—¡Ay!, tenéis razón, dijo la marisca-la; el hombre es muy poca cosa. Más, decidme: ¿ordenó vuestro Mahoma que las mujeres estuvieran sometidas a sus maridos?

”—No, señora, eso no se encuentra para nada en el Corán.

”—Entonces, ¿por qué son esclavas en Turquía?

”—No son esclavas en absoluto, tie-nen sus bienes, pueden testar, pueden pedir el divorcio si llega el caso; van a la

mezquita a sus horas, y a sus citas a otras horas; se las ve por las calles con sus ve-los encima de la nariz, como vosotras ibais con antifaz hace unos años. Es cier-to que no se dejan ver en la Ópera ni en la Comedia; pero es porque no tienen. ¿Dudáis de que si alguna vez hubiera en Constantinopla, patria de Orfeo, una Ópera, no llenarían los palcos de prosce-nio las damas turcas?

”—¡Mujeres, sed sumisas con vues-tros maridos!, seguía diciendo entre dientes la mariscala. El tal Pablo era muy bruto.

”—Era algo duro, replicó el abate, y le gustaba mucho ser el amo; trató de arriba abajo a san Pedro, que era un hombre bastante bueno5. Por otra parte, no hay que tomar al pie de la letra todo lo que dice. Le reprochan haber tenido mucha inclinación por el jansenismo.

”—Ya me sospechaba yo que era un hereje”, dijo la mariscala, y volvió a de-dicarse a su toilette. G

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