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Producto de: L’BOOK

Ilustraciones: Ana Cristina Barahona JarrínPrimera edición: enero de 2013Primera impresión: enero de 2013Colaboradores:Bryan EsparzaPaola RuedaPaola SuárezAnita Barahona

No se permite la reproducción total o parcial de este libroni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisiónen cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico,mecánico, por foto copia, por grabación u otros métodos,sin el permiso previo y por escrito de L’ BOOK

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DEDICATORIAEste proyecto está dirigido especialmente a Dios quien supo guiar nuestro camino,

a nuestras familias por su cariño y constante apoyo en esta etapa educativa y más aún dedicado a todos esos pequeños niños que crecen con pasos agigantados y con las

ganas de aprender que los caracteriza, para todos esos pequeños inquietos que serán el futuro está dirigido .

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LEYENDA DE LA REGION INSULAR

“BAHIA DE CORREOS”

Floreana es la isla que más historias y leyendas tiene como la de su primer habitante “estable” en el siglo 18, un díscolo marinero irlandés, constante-mente borracho quien fue dejado en la isla, en la llamada “Bahía de Co-rreos”, por su capitán, cansado de sus constantes peleas con los compañeros.

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Sobrevivió solo en la isla por algunos años, cultivando algunas legumbres y frutos que los canjeaba por otros víveres y sobre todo por abundante ron, cuando llegaban otras embarcaciones balleneras de las que frecuentaban las islas en esos tiempos.

La historia cuenta que un día desapareció y todo parece indicar que emborrachó a

varios marineros que llegaron de visita en una embarcación y luego robó uno de los botes de dicha embarcación, huyen-do con los marineros cautivos con rum-bo al continente. Se dice que llegó solo él (Patrick Watkins era su nombre) a una población del norte del Perú y se espe-cula que pudo haber echado por la bor-da en el mar a sus compañeros de viaje.

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LEYENDAS DE LA AMAZONIA ECUATORIANA

“LA BOA Y EL TIGRE”

Por el camino que lleva a Misahuallí, a 6 Km. de Puerto Napo, en la comunidad de Latas vivía una familia indígena dedicada a lavar oro en las orillas del río Napo. Un día la ma-dre lavaba ropa de la familia, mientras la hija más pequeña jugaba tranquilamente en la playa: tan concentrada estaba la señora en su duro trabajo, que no se percató que la niña se acercaba peligrosamente al agua, justo en el lugar donde el río era más profundo. Una súbita corazonada la obligó a levantar su cabeza, pero ya era demasiado tarde; la niña era arrastrada por la fuerte correntada y sólo su cabecita apare-cía por momentos en las crestas de las agitadas aguas. La mujer transida de dolor y desesperación, hincando sus rodi-llas en la arena implora a gritos... ¡yaya Dios! .... ¡yaya Dios! Te lo suplico salva a mi guagua, y Oh! sorpresa, la tierna niña retorna en la boca de una inmensa boa de casi 14 metros de largo, que la deposita sana y salva en la mismísima pla-ya; la mujer abrazando a la niña llora y sonríe agradecida.

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Desde aquel día la enorme boa se convirtió en un miembro más de la familia, a tal punto que cuando el matrimonio salía al trabajo cotidiano, el gigantesco rep-til se encargaba del cuidado de los niños. Pero un tormentoso día, cuando los pa-dres fueron a la selva en busca de guatusas para la cena, la boa no llegó a vigilar a los niños como solía hacerlo todos los días.

Este descuido fue aprovechado por un inmenso y hambriento tigre, que se hizo presente con intenciones malignas. Los muchachos desesperados gri-taron a todo pulmón “!yacuman amarul! (boa del agua), el gigantesco reptil al oír las voces de los niños salió del río y deslizándose velozmente entró a la casa; se colocó junto a la puerta, para recibir al tigre que trataba de entrar si-gilosamente en el hogar de sus amigos; la lucha que se desató fue a muerte; la boa se enroscó en el cuerpo del felino, pese a las dentelladas del sanguina-rio animal; los anillos constrictores del reptil se cerraron con fuerza, mientras el tigre la mordía justo en la parte de la cabeza, al final se escuchó un crujido

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de huesos rotos y ambos animales quedaron muertos en la entrada de la casa.

Cuando regresaron los padres de los chicos, recogieron con dolor los restos de su boa amiga y ceremoniosamente la velaron durante dos días, para luego enterrarla con todos los honores y ritos que se acostumbraban utilizar para con los seres queridos.

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LEYENDAS DE LA COSTA ECUATORIANA

“LA DAMA TAPADA”

Cuenta la historia que en los alrededores de la colonial iglesia de Santo Domin-go, cercana a los populares sitios de Las Peñas y Cerro Santa Ana, a los bohe-mios empedernidos se le aparecía una bella mujer, vestida de negro y cubierta su rostro con un velo, lo que le daba un toque adicional de misterio y atracción.

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Inevitablemente arrastraba a seguirla en pos de acercarse y entablar amistad con ella.

En un cierto punto, cuando el intrépido “Don Juan“ de turno estaba cerca, la mu-jer descubría su rostro, el cual mostraba una tétrica calavera… era el rostro de la muerte… una oscura premonición para los trasnochadores y borrachos. Esta

historia, del imaginario popular, pue-de tener un origen más prosaico en las esposas deseosas de darles un sus-to y una lección a sus maridos, aficio-nados a las aventuras nocturnas…

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LEYENDAS DE LA REGION SIERRA

“BRUJAS SOBRE IBARRA”

Desde arriba del Torreón, la ciudad, en las noches de luna, parecía una maqueta parda llena de tejados, que guardaban jardines atiborrados de buganvillas, noga-les e higos. Más arriba, en cambio, se distinguían las palmeras chilenas: enjutas y lustrosas, pese a la intensidad nocturna y las exiguas farolas, alumbradas con mecheros que –de cuando en cuando- eran revisados por el farolero, envuelto en un gabán descolorido que no impedía apreciar su silueta recorriendo esa luz mortecina que golpeaba las paredes de cal. Más arriba, aún, el parque de Ibarra era un minúsculo tablero de ajedrez sin alfiles, donde destacaba el añoso Ceibo, plantado tras el terremoto del siglo XIX y que –según decían- sus ramas habían caminado una cuadra entera. La noche caía plácida sobre las enredaderas y la luna parecía indolente a las sombras que pasaban, pero que no podían ser re-flejadas en las piedras. ¿Quiénes miraban a Ibarra dormida? ¿Quiénes tenían el privilegio de contemplar sus paredes blanquísimas engalanadas con los fulgores de la luna? ¿Quiénes pasaban en un vuelo rasante como si fueran aves nocturnas? ¿Quiénes se sentaban cerca de las campanas de la Catedral a mirar los tejuelos verdes y las copas de los árboles? No es fácil decirlo: unas veces eran las brujas de Mira, otras las de Pimampiro y muchas ocasiones las de Urcuquí. Eran una suerte de correos de la época, acaso a inicios de siglo, que viajaban abiertas los brazos, por los cielos estrellados de Imbabura. Por eso no era casual que las noticias –que por lo general se tardaban en llegar cuatro días desde Quito- se conocieran más aprisa en los corrillos de estas tres poblaciones unidas por un triángulo mági-co: que ha iniciado la revolución de los montoneros alfaristas, que elCongreso ha sido disuelto, que llegaron las telas de los libaneses o que fulano ha muerto.

Todas noticias importantísimas que –de no ser por las voladoras- hubieran llegado desgastadas. Pero, a diferencia de lo que se cree de las brujas, que van en escoba, lleva-ban un traje negro y tienen la nariz puntiaguda, las del sector norteño ecuatoriano poseían trajes blanquísimos y tan almidonados que eran tiesos. Por eso cuando las voladoras pasaban los pliegues de sus vestidos sonaban mientras cortaban el vien-to. Algunos las tenían localizadas. Por eso cuando pasaban por encima de las casas, existían los atrevidos que se acostaban en cruz y con esta fórmula las brujas caían al suelo. Otros, en cambio, preferían decirles que al otro día vayan por sal y de esta manera conocían su identidad. Pero las voladoras de Mira también tenían sus he-chizos. Quienes se burlaban de las brujas terminaban convertidos en mulas o gallos.

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Y eso, al parecer, le sucedió a Rafael Mi-randa, un conocido galeno de Ibarra, de inicios de siglo. Cuentan los abuelos que el doctor Miranda desapareció un día sin dejar rastro. Sus amigos lo buscaron por todos lados infructuosamente. Sus familia-res estaban desesperados. El tiempo pasó. Una tarde, un conocido del doctor Miran-da recorría unas huertas por Mira y miró a un hombre desaliñado con un azadón. Creyó reconocerlo. Al acercarse compro-bó con estupor que se trataba del famoso doctor Miranda. Lo sacó del lugar y tras cu-raciones prodigiosas el galeno volvió a su estado normal y nunca más se sintió gallo.

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Otra historia, en cambio, sirvió para que Juan José Mejía, el popular y primer saca-muelas de Carchi e Imbabura, justificara una parranda de tres días. Cuando le pre-guntaron porque no había llegado a la casa contestó sin inmutarse: “Estuve en Mira amarrado a la pata de una cama, convertido en gallo y recién me escapo delas bru-jas”. Claro que estuvo en Mira y, acaso, le brindaron –como a muchos-el famoso tar-dón, que es una bebida que basta un solo trago para que el confiado visitante termi-ne por los suelos, en un remolino de carcajadas. Por eso los políticos de turno o las autoridades, que siempre ofrecen solucionar todos los problemas, se dan cuenta de los fatídicos brebajes demasiado tarde: quedan arrumados en las sillas de madera, con un olor imperceptible a aguardiente, que es uno de los ingredientes del tardón, elaborado de papa y de secretísimos compuestos que ha sido imposible develar.

Cuando alguna autoridad trataba de levantarse caía en cuenta que sus ho-norables posaderas estaban como pegadas a la silla. ¿Cuáles eran las pa-labras mágicas para volar? De boca en boca ha llegado hasta estos días lo que decían las brujas ecuatorianas: “De villa en villa y de viga en viga, sin Dios ni Santa María” y tras pronunciar este conjuro levantaban vuelo.

Y hasta había quienes intentaron realizar una aventura aérea. Cuentan que un mi-reño insistió a una maga para que le iniciara en su arte. Tras las súplicas decidió confiarle el secreto. Lo primero que le indicó es que tenía que utilizar uno de sus trajes níveos. Aguardaron la noche y subieron a la chimenea de un horno... -Tienes que repetir esta fórmula, le dijo la encantadora. Tras decir “de villa en villa, de viga en viga, sin Dios ni Santa María”, extendió sus brazos y salió disparada por el cielo. Nuestro personaje se emocionó, pero al repetir el conjuro lo hizo de esta manera: “de villa en villa, de viga en viga, con Dios y Santa María”. Dicho esto, desplomóse cuan largo era en el patio de la casa, en medio de los ladridos de los perros y de los vecinos que lo encontraron magullado y vestido de traje blanco, con cintas y enca-jes. Aunque pidió discreción, al otro día toda Mira conoció esta historia y su único argumento fue se enredó en la vestimenta. Obviamente, no pudo aclarar qué hacía subido en la chimenea y con un vestido de dama. Hay quienes dicen que las brujas aún pasan por los tejados de Ibarra. Es posible. Mas, nunca se han caracterizado –como lo eran acusadas en la Inquisición Española- de artilugios malévolos. Su úni-co delito, podría decirse, es volar para conocer tierras lejanas o para visitar a algún amante venturoso que abre su puerta antes que la maga tope el suelo. Hay quie-nes dicen haberlas visto reunidas practicando iniciaciones antiquísimas, en medio de un prado. Con suerte, si levantamos a mirar el cielo en una noche de luna es posible que localicemos a una bruja que regresa del sur y pasa por encima del pequeño Ceibo, del parque Pedro Moncayo, que ha empezado a brotar sus hojas.

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